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Jaime Castillo Velasco
Un recio luchador por
los derechos humanos
Pesar provocó la muerte de Jaime Castillo Velasco.
Abogado de derechos humanos, dirigente de la Democracia Cristiana, ex
ministro, su personalidad ética fue destacada por todos los sectores.
Aunque cabe dudar de la sinceridad de la derecha, el amplio reconocimiento
no fue insólito. En su larga vida, de cerca de 90 años,
Jaime Castillo Velasco sobresalió por su compromiso democrático
y humanista, su lucha contra la dictadura militar y su coraje.
Se formó en la Falange Nacional y llegó a ser el principal
ideólogo del Partido Demócrata Cristiano, que quiso realizar
una “revolución en libertad” transformando radicalmente
las estructuras sociales, propósito que en definitiva se frustró.
Tuvo sólida formación filosófica que aplicó
al desarrollo de ideas de humanismo cristiano, combinando teoría
y práctica, lo que le dio sello distintivo entre los políticos
chilenos.
Formado en tiempos de las grandes convulsiones del siglo XX -revolución
soviética, ascenso de los fascismos en Europa, la guerra civil
española y los frentes populares, y la terrible segunda guerra
mundial- se empeñó, en la senda de Jacques Maritain, en
buscar un camino político que se impusiera a las ideas revolucionarias
de Izquierda, al totalitarismo de ultraderecha y a los abusos del capitalismo,
condenados por la doctrina social de la Iglesia.
¿Tarea imposible? La incógnita persiste.
Postuló el fortalecimiento partidario, el camino propio, para hacer
de la Falange Nacional primero, y luego de la DC, instrumentos clave para
el cambio social en Chile.
Resulta esquemático diferenciar en su vida dos grandes etapas o
experiencias: una, focalizada a la política de partido y la otra,
a la lucha contra la dictadura, al compromiso con los derechos humanos,
la libertad, la vida y la dignidad de las personas. El esquema no resulta
porque una de sus características fue la coherencia entre pensamiento
y acción, entrelazados en una esencial unidad.
Esos elementos profundos se expresaron en la consideración por
el ser humano, la valoración “del otro”, el interés
por el diálogo y el libre intercambio de ideas, el compromiso entre
ética y práctica. Señas de identidad fueron en él
la modestia, la despreocupación por lo accesorio, la generosidad
y el rigor intelectual y ético que no apagaban su vitalidad y alegría.
Durante la dictadura estuvo cinco años exiliado, después
de haber sido expulsado dos veces del país. Se jugó la vida
sin alardes. Como dirigente político buscó entendimientos
amplios, y como defensor de los derechos y libertades ciudadanas -y presidente
de la Comisión Chilena de Derechos Humanos- trabajó por
todos los perseguidos sin diferenciar ideología ni credo religioso.
Hasta el final creyó en la importancia de las ideas como base de
la acción política e intentó, sin éxito, impulsar
el debate y la reelaboración del humanismo cristiano y la sociedad
comunitaria. Mantuvo su crítica a la impunidad, rechazó
la ley de amnistía impuesta por la dictadura y criticó el
modelo neoliberal.
No fue hombre de Izquierda. Polemizó duramente y fue adversario
leal de Salvador Allende y la Unidad Popular. Todo eso pierde ahora significado.
Nadie es dueño exclusivo de la verdad, ni de la lucha por la liberación
y el desarrollo pleno de las personas o de la causa de los derechos humanos.
Consecuencia y valentía parecen ser elementos centrales del legado
de Jaime Castillo Velasco a los chilenos. Deja, además, tareas
pendientes: la búsqueda y defensa de los entendimientos amplios
para cambiar las bases institucionales y el modelo neoliberal imperantes
y, también, la construcción de una verdadera cultura de
los derechos humanos, que todavía no se inicia
PF
Fulgor y muerte de
la Falange Nacional
El primer falangista que conocí se llamaba Jaime Rojas Fraga. Lo
recuerdo flaco, bigotudo, organizador hiperkinético de actividades
gremiales en el Instituto de Crédito Industrial, donde trabajaba
mi madre. Allí conocí también a un cura grandulón,
dicharachero y dinámico, el padre Alberto Hurtado, que todos los
meses pasaba recogiendo limosnas para sus pobres.
El interés por la Falange Nacional me picó unos años
después. Ya era un muchacho de 16 ó 17 años y trabajaba
como junior en la Copec. Con un grupo de compañeros conspirábamos
para formar un sindicato. A través de Jaime Rojas busqué
en la Falange los conocimientos y contactos de los que yo carecía.
En actos falangistas había admirado la oratoria de Radomiro Tomic,
Bernardo Leighton, Eduardo Frei, Rafael Agustín Gumucio, Ricardo
Boizard, Jorge Rogers, Tomás Reyes Vicuña, Ignacio Palma
y otros. La Falange tenía excelentes oradores en una época
en que la política se hacía desde la tribuna, en directo
contacto con las masas.
La Falange era todavía un partido pequeño, pobre e idealista,
que luchaba con valentía contra los “poderes fácticos”.
Sus militantes sudaban la gota gorda para elegir dos o tres diputados.
La “mística” de los falangistas nada tenía que
ver con el fanatismo mesiánico de quienes hoy -falsificando la
historia- pretenden que ese ejemplo inspira su propio proceso de construcción
partidaria. El capital político de la Falange era ético
y moral. Eduardo Frei había renunciado a un cargo de ministro como
protesta por la masacre de la Plaza Bulnes. La Falange había votado
contra la ley que ilegalizó al Partido Comunista y luchaba por
la sindicalización campesina y la reforma agraria despertando el
odio de los latifundistas.
¿Cuánto influyó Jaime Castillo Velasco en la Falange
Nacional? Seguramente mucho, sobre todo en el contenido ético y
humanista de una acción política que pretendía transformar
la sociedad desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia.
En la vieja casa de tres pisos de la Falange Nacional, frente al cerro
Santa Lucía, el Departamento Sindical -al que fui invitado- ocupaba
una pieza. Su mobiliario era una mesa, un par de sillas y unas bancas
de madera. Allí recibí mi primer barniz de formación
política. No ha desaparecido bajo otras capas más radicales
que me fue entregando la vida. Formé parte de un pequeño
grupo al que Jaime Castillo impartía formación política
en su casa de Ñuñoa. Jaime Castillo rompía las ideas
preconcebidas sobre la hechura que debería tener un ideólogo
socialcristiano.
Era agnóstico y su afición por la teoría política,
los libros y la polémica, no lo relegaban al limbo intelectual.
Su autenticidad la confirmaba su modo de vida. Era aficionado a la hípica,
tanguero, picado de la araña y boxeador. Vivía con modestia
en su universo de ideas. Su desapego por los bienes materiales era tan
sincero como la franqueza con que planteaba sus verdades. Tenía
buen humor aunque parecía ensimismado e introvertido. Pero esto
era más bien producto de esa timidez que sólo pueden percibir
los que pertenecemos a la legión de los tímidos.
Los sindicalistas de la Falange que conocí tenían estrecha
relación con la Acción Sindical Chilena, otra de las creaciones
del padre Hurtado. Para indignación del empresariado y la derecha
política, Alberto Hurtado -que hoy va para santo en versión
light-, tuvo el valor de preguntarse -a la luz de la terrible injusticia
social-, si Chile era un país católico. Hasta hoy no tiene
respuesta.
En el Departamento Sindical de la Falange -cuyos miembros parecían
tener particular respeto por Jaime Castillo entre los líderes del
partido-, conocí a compañeros cargados de valiosas experiencias.
Recuerdo a Luis Cea, trabajador del cuero y calzado, y a un electricista
de aristocrático apellido, Luis Ortega Subercaseaux. Con algunos
hice una amistad que las diferencias políticas más tarde
fortalecieron. Entre ellos, Luis Quiroga, que fue dirigente de la CUT,
y Santiago Pereira, ex dirigente de la Anef. Con ellos compartimos una
cercana amistad con don Clotario Blest, el inolvidable presidente de la
CUT de los años 50 y 60, un cristiano-anarquista que también
dejó huella en mi formación política.
En julio de 1957 la Falange Nacional se convirtió en Partido Demócrata
Cristiano, al fusionarse con el Partido Social Cristiano de Horacio Walker
Larraín -su primer presidente- y con los restos del Partido Agrario
Laborista y otros grupos ibañistas. Entonces los alquimistas de
la política iniciaron la transmutación de la Falange. En
los años 60 se convirtió en el partido más importante
de Chile, a costa de ofrecer su sacrificio al becerro de oro. Eduardo
Frei Montalva ganó -con apoyo de la derecha y la CIA- la presidencia
de la República. La estirpe idealista del falangismo pasó
a segundo plano. El jesuita Roger Veckemans y su millonaria “promoción
popular” habían desplazado hacía rato el estilo humilde
del padre Hurtado y su camioneta. No obstante, el “socialismo comunitario”
que Radomiro Tomic planteó en la campaña electoral del 70,
fue una reminiscencia del viejo espíritu falangista, el de la opción
por los pobres.
A Jaime Castillo Velasco no volví a verlo hasta muchos años
después. Fue en los días de visita a los presos en Cuatro
Alamos. Le debía un favor: mi esposa recurrió a él
cuando le llegó el rumor que yo había desaparecido del campo
de prisioneros de Chacabuco. Jaime Castillo pudo averiguar que no era
verdad y tranquilizar a mi familia.
Desde luego, supe -como todo Chile- de su comportamiento valiente durante
la dictadura militar, su lealtad con los familiares de detenidos desaparecidos,
su consecuencia democrática, su valentía a toda prueba.
Ahora que él ha muerto, ¿qué queda de la Falange?
¿Sólo el árbol de la vieja casona partidaria todavía
en pie en la Alameda? No me parece.
Conozco a muchos democratacristianos cuya conducta honra los principios
de la Falange Nacional. Sienten indignación por la injusticia social
y la destrucción del planeta que provoca el capitalismo neoliberal.
Estoy convencido que juntos podemos construir un nuevo proyecto histórico,
democrático y pluralista. No sólo para reivindicar el humanismo
cristiano de falangistas como Jaime Castillo Velasco, sino también
los principios de libertad, justicia, igualdad y respeto a los derechos
humanos que compartimos marxistas y cristianos
MANUEL CABIESES DONOSO
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