Punto Final, Nº 894 – Edición del 9 de marzo de 2018.
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El triste legado de Michelle Bachelet

Muy cerca del ocaso, se hacen esfuerzos para dar con algún logro que pueda ser esgrimido como un legado trascendente de este gobierno. Acurrucados bajo las alas protectoras de Michelle Bachelet, una pléyade de ambiciosos apostó a que su gobierno los catapultaría hacia un futuro de poderosos en un viaje non stop.
No fue así. Sería en los primeros minutos de su mandato cuando se vendría abajo la estantería, y lo que quedó fue el tufo indesmentible de la corrupción que afectó incluso a su familia.
Esta cultura de la corrupción data de los tiempos de la dictadura. Enjuagándose la boca con el honor militar, la pulcritud y su severidad frugal, los altos mandos terminaron saqueando al Estado, haciéndose ricos en medio de coimas monumentales y en negociados tan turbios como truchos para quedarse con las riquezas del cobre.
La transición se supuso como el proceso que democratizaría al país, que abriría los arcanos secretos en los cuales constaba la podredumbre de diecisiete años de crímenes, abusos, robos y traiciones, que haría justicia y repararía a las víctimas.
Tampoco fue así. El Departamento de Estado y la CIA no permitirían que el pueblo empoderado y con ganas de pelear, con partidos populares con la fuerza y disciplina de miles de militantes fogueados echarán por la borda lo hecho por las dictaduras criminales que asolaron América Latina.
Y ese momento marcó el destino corrupto que hoy llega a los niveles espantosos que conocemos a diario.
Jamás llegó la democratización del país y lo que hoy muestran como avances en derechos sociales, no son sino migajas que llegan tarde, mal, y con el desgano propio de quien hace algo a contrapelo de sus convicciones.
Cuesta encontrar alguna obra de cierta trascendencia en materia de derechos sociales que se pueda esgrimir como legado, es decir, un beneficio que hace justicia y que gozarán los más desposeídos en lo que les quede de futuro.
En el último cuarto de siglo se ha afianzado uno de los capitalismos más salvajes que conoce el mundo. Los gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría tuvieron este tiempo para reponer parte de lo conculcado por la dictadura, pero prefirieron el acuerdo con la ultraderecha, quizás la más sanguinaria y ambiciosa del mundo, con la que han dominado durante todo estos años.
Por eso la corrupción que escaló masivamente durante la dictadura no fue perseguida luego del retiro militar, sino que encontró las mejores condiciones para su instalación y reproducción como costumbre diaria, como cultura.
Y en los estertores finales del segundo gobierno de Michelle Bachelet, el récord mostrable es de un penoso patetismo: políticos corruptos, negociados en municipios, ministerios y reparticiones, políticos vendidos al mejor postor, corrupción generaliza en instituciones militares, bandas de altos ofíciales policiales embadurnados en el robo más grande de la historia a las arcas fiscales.
Por estos días se ventila un caso de corrupción policial vergonzoso. Sujetos turbios operan y manipulan la tecnología para acusar injustamente a mapuches de crímenes que luego se demuestra que no fueron. El escándalo de proporciones increíbles ha sido dirigido por generales y supervisado por autoridades relacionadas con la seguridad. Sin embargo nadie asume nada. Salvo dos pelafustanes sin importancia.
Bachelet remonta la historia como la presidenta socialista que entronizó por dos veces, ¡dos veces!, a Sebastián Piñera, quizás el símbolo viviente de a lo que ha llegado el país en términos de decencia. La Nueva Mayoría que intentaba salvar la degradación final de la Concertación, termina su intento entre escándalos que hacen de este un país corrupto. Y para el efecto no hace falta que todos lo seamos.
No es precisamente un legado como para mostrar orgullosos y convencidos. Es más bien un intento que deja a su paso la estela triste del fracaso.

Ricardo Candia Cares

 

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 894, 9 de marzo 2018).

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