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Imprentas al sur de la Alameda
Quien recorra las calles de Santiago sabrá de un sector lleno de imprentas: los alrededores de San Diego. Fenómeno que no tiene explicación fácil. La Historia del libro de Bernardo Subercaseaux o la Historia de las imprentas de Jorge Soto, nada dicen al respecto.
A Chile la imprenta llegó en 1811, siendo el último país iberoamericano en contar con una. Rápidamente se decretó la “libertad de imprenta”, medida quizás intrascendente: solo existía la que manejaba Camilo Henríquez. Ya en la Patria Nueva se formó una Junta Protectora de la Imprenta Libre. Esa “libertad” sería pisoteada muchas veces, ya que la Constitución de 1833 aceptaba la censura. Por otro lado, Chile era prácticamente analfabeto, así que la imprenta tardó en despegar. Cuarenta años después, la censura se debilitó con la Ley de Imprenta de 1872.
Esa ley dio impulso a la prensa obrera. Una de sus cláusulas eximía de responsabilidad al impresor si había un autor responsable. En ese periodo se produce un importante auge en los alrededores de la calle San Diego, confirmado en el libro La prensa obrera en Chile, de Osvaldo Arias, que no es un libro de anécdotas; lo suyo son los datos. Construye una enorme guía de periódicos obreros con sus directores, sus tendencias políticas (anarquistas, socialistas, comunistas, cristianos, etc.), y señala el nombre de las imprentas del respectivo periódico. Entrega también las direcciones. Con ese libro salí a recorrer esos lugares. Partí por la calle San Diego.
En la primera cuadra se editaba el periódico El Socialista, que atacaba al Partido Demócrata por haberse vendido al Partido Liberal, a inicio del siglo XX. En la tercera cuadra estaba la imprenta Camilo Henríquez, que hoy aloja un supermercado y que por años fue la tienda Guendelman. Editaba los periódicos El Trabajo, La Campaña y El Progresista. La Campaña duró tres años, entre 1899 y 1902, y en él colaboró Carlos Pezoa Véliz. Junto a la imprenta Camilo Henríquez había otra que imprimía el periódico El Tranviario, editado por una facción del sindicato de Ferrocarriles. Actualmente el lugar se halla ocupado por una librería que parece un laberinto, un símil de la mítica Librería Araya que nombra Neruda en su “Oda a la calle San Diego”. Lo curioso del local, además de su desorden, son los horarios. A las 10 de la noche uno la puede encontrar abierta. El dueño vive allí.
En Nueva San Diego (la actual Arturo Prat) había otras imprentas. Donde se publicaba Tribuna Obrera ahora hay un edificio de 30 pisos. En otro punto más al sur me sorprendo con la iglesia de los Sacramentinos. Me dirán que esa iglesia tiene un siglo. Efectivamente: fue terminada en 1911. La imprenta que señalo funcionó en ese lugar desde 1906 hasta 1908. El periódico que imprimía, La Reforma, fundado por Recabarren, llegó a editar la cantidad de 629 números. Recabarren tuvo mucha vinculación con el barrio San Diego. Actualmente hay una escultura suya en la Plaza Almagro, ejecutada por Samuel Román, quien fuera Premio Nacional de Arte en 1964.
La cantidad de imprentas obreras que cita el libro de Arias es enorme: en 10 de Julio, Cóndor, Eleuterio Ramírez, Nataniel Cox, etc. Se puede trazar un mapa completo del lado sur de Alameda.
Pero las imprentas no solo eran para editar periódicos. También para reunirse. A la elite conservadora del periodo parlamentario no le gustó tanta actividad. Esto se manifestó especialmente contra la imprenta Numen, en Cóndor 705, esquina con Santa Rosa. Las fuentes dan varios nombres para sus “directivos”. Era una imprenta anarquista, por lo que el nombre “director” puede ser engañoso. Participaron de su propiedad Julio Valiente y Santiago Labarca, quien después sería diputado. Otros fueron Juan Chamorro y Juan Gandulfo. En agosto de 1919 fue allanada por la policía debido a la publicación de la proclama “El Soldado” en la revista Verba Roja. Ese periódico era porteño, pero huyó a Santiago cuando sus redactores terminaron presos, pocos meses antes. En marzo de 1920 sufre un nuevo allanamiento, esta vez por el artículo “Jóvenes de 15 a 20”, que criticaba el servicio militar. Los redactores porteños fueron detenidos (“por ultraje a la moral y a las buenas costumbres”), aunque la Corte los liberó porque no había pruebas suficientes. Los maltratos en prisión eran de antología: uno de los detenidos, Julio Rebossio (constantemente acusado de espía peruano), tomó la decisión de “suicidarse” en plena calle.
Para Numen lo peor estaba por venir. El 17 de julio de 1920, ocho días antes de las elecciones (en las que competían Alessandri, Barros Borgoño y Recabarren), la imprenta fue atacada por una horda furiosa. Según señala Julio Valiente, el parte policial indica entre los atacantes a Carlos Izquierdo Edwards (que después sería diputado conservador), Daniel Ovalle (ingeniero) y Camilo Ortúzar (corredor de la Bolsa). Dan una golpiza a todos e incendian las máquinas. Duraron poco en la cárcel: salieron bajo fianza. Llamativo es quien la pagó: Joaquín Díaz Garcés, escritor célebre en su época, miembro del Club de la Unión y uno de los fundadores de El Mercurio de Santiago. Una víctima posterior fue José Domingo Gómez Rojas, poeta, detenido una semana después del asalto a Numen, durante las elecciones que darían por vencedor a Alessandri. Moriría en septiembre de ese año, en la Casa de Orates. Los apaleos de la cárcel lo enloquecieron.
Llamativo es que el patio de Numen es ocupado actualmente por el Club de Tiro “José Miguel Carrera”, conocido entre los amantes de las armas y en el hampa. Según un artículo de Ciper, en ese club abundan los traficantes, los ex agentes de seguridad y las armas robadas.
IMPRENTEROS Y TIPOGRAFOS
Muchos escritores trabajaron en el rubro. Algunos bastante más que eso. Uno de los casos más conocidos es el de Manuel Rojas, que en la década de 1920 trabaja como linotipista en Numen. Cuando la destruyeron, Manuel Rojas quedó cesante, pero es aceptado como tipógrafo en El Mercurio. Llegaría a ser director de la imprenta de la Universidad de Chile. En su obra son varios los libros que hacen mención a su época de tipógrafo. En La oscura vida radiante, narra la época de Numen y también la muerte de Gómez Rojas.
Otro escritor imprentero fue el eterno socio de Manuel Rojas: José Santos González Vera. Un “desconocido” que levantó enorme polémica cuando ganó el Premio Nacional de Literatura.
Dentro del mismo grupo puede citarse a uno de los dueños de Numen, Julio Valiente, un “incansable agitador”. Anarquista, animaba reuniones ácratas en las oficinas salitreras, donde hizo circular el periódico La Ajitación. Cuando llegó a Santiago, Valiente participó en el movimiento obrero, especialmente entre trabajadores de imprentas. En 1932 sería uno de los fundadores del Partido Socialista. Escribió un libro aun inédito, Las memorias de Julio Valiente, redactadas en 1960 a pedido del historiador Marcelo Segall. Los originales están en Amsterdam, en el Instituto de Historia Social.
OSCUROS PERO NO RADIANTES
Sin embargo, no todos consideran a la calle San Diego como un lugar honesto en términos de imprenta. Han sido muchos los problemas que ha tenido con la piratería de libros. Otros datos me llegan del escritor e ingeniero Bartolomé Leal, quien recuerda una mala experiencia en la edición de uno de sus libros. Se imprimió en San Diego. Una zona que la diseñadora Andrea Goic llamaba “Saigón”. Era como Vietnam: vericuetos, ruidos y olores que recordaban a una ciudad sitiada, albergando imprentas del más bajo pelaje. Muchos sabían que la calidad era dudosa. El peor enemigo eran “los verdugos”. Así se llamaba a los que manejaban la guillotina. Sus cortes podían llevar a mutilaciones inhabilitantes. En el caso de Leal, nadie los pudo supervisar, y según cuenta “desataron una orgía de tajos a mansalva”. Ni un solo ángulo era recto. Abundaban los libros romboidales.
Y como contraparte de los tipógrafos épicos, por estos días se ha hecho conocido el nombre de Milton Lee, ex mirista que mutó en secretario nacional de finanzas (o sea, tesorero) del Partido Socialista. Dueño de una imprenta: Alerce Talleres Gráficos.
Sospecho que los tipógrafos y obreros de hace un siglo no imaginaron los cambios en el rubro que ayudaron a crear. Pero protestan. Al menos esa puede ser la explicación de los fantasmas que han hecho famosa la sede de los tipógrafos en Vicuña Mackenna con Jofré.
RICARDO CHAMORRO
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 880, 21 de julio 2017).
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