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Alessandri ordenó masacre del Seguro Obrero
La historiografía tradicional chilena guarda en general total silencio respecto de las responsabilidades de Arturo Alessandri Palma en la matanza de sesenta personas efectuada por Carabineros, a metros de La Moneda, el 5 de septiembre de 1938. Pese a que todo revela que fue el autor de la orden de asesinato de varios completamente inocentes; luego de conseguir frustrar un intento de golpe de Estado. Este fue organizado por el Movimiento Nacional Socialista (nazi) aduciendo que quería impedir que en las próximas elecciones presidenciales de octubre de ese año se impusiese el candidato de la derecha liberal-conservadora, Gustavo Ross, a través de un cohecho desenfrenado. Y para su detonación decenas de jóvenes se tomaron violentamente a mediodía del lunes 5 de septiembre la casa central de la Universidad de Chile y el edificio del entonces Seguro Obrero, ubicado en el actual Ministerio de Justicia, en la esquina nororiente de Moneda con Morandé.
La prueba más evidente de su culpabilidad la constituye el hecho de que muchísimas personas que estaban presentes en la calle (era mediodía) le escucharon el vozarrón: “¡Mátenlos a todos!”, cuando los carabineros pasaron por Morandé, al lado de La Moneda, encaminando a los nazis rendidos de la casa central universitaria al edificio del Seguro Obrero para forzar análoga rendición de quienes se habían atrincherado en los pisos superiores. Es por ello que la opinión pública de la época llegó a aquella conclusión, la que se ha transmitido en muchos casos con base en la memoria oral familiar.
Específicamente, tenemos el testimonio registrado de dicha orden presidencial en los escritos de al menos cinco destacadas personalidades. El principal, de quien sería el más importante líder sindical chileno, Clotario Blest, que estaba presente en la calle Morandé en el momento que pasaba la fatídica columna en dirección al edificio del Seguro: “Pasaron los universitarios rendidos, y el León (Alessandri), que estaba con el director general de Carabineros -(Humberto) Arriagada, creo- y otros dos o tres más, gritó a todo pulmón: ‘Mátenlos a todos’. Yo lo escuché y lo vi, así es que a mí no me engañen. Después lo negaron” (Mónica Echeverría. Antihistoria de un luchador (Clotario Blest 1823-1990); LOM, 1993; p. 148).
TESTIMONIOS
Esta versión fue corroborada por el destacado historiador -que dirigía la Editorial Ercilla y que más tarde llegó a ser vicepresidente de Perú- Luis Alberto Sánchez: “Alessandri, desde la puerta de La Moneda que da a Morandé, ordenó al general Arriagada, jefe de Carabineros: ‘Que no quede nadie’. Era una expresión violenta, propia del temperamento de don Arturo que estaba furioso. Arriagada la tomó al pie de la letra” (Visto y vivido en Chile. Bitácora chilena. 1930-1970; Edit. Unidas, Lima, 1975; p. 113). Además, hay que agregar el testimonio de uno de los fundadores de la Falange Nacional, Ignacio Palma, que incluye también a Jorge Alessandri: “Ignacio Palma había sido invitado a La Moneda por Eduardo Cruz Coke, entonces ministro de Salud. Desde los balcones de La Moneda los vio pasar (a los detenidos de la universidad) por la calle Morandé, rendidos, con las manos en alto. Alarmado se dirigió a Jorge Alessandri, hijo del presidente y profesor universitario de Palma: ‘Me han dicho que los van a balear a todos, que los van a liquidar’ ‘Es imposible’, replicó Alessandri, quien para asegurarse ingresó a la oficina donde estaban reunidos su padre y el director de Carabineros. A la salida tranquilizó a Palma: ‘No se preocupe, no hay ningún problema’” (Claudio Rolle. Ignacio Palma Vicuña. Apasionado de libertad; Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, 2006; p. 69).
Otras dos personalidades -que fueron testigos de la marcha de los nazis rendidos hacia el edificio del Seguro- se hicieron eco de dicha versión. Así, Oscar Waiss (que llegaría a ser connotado dirigente socialista) sostuvo: “Los nazis fueron, como se sabe, ametrallados por decisión del jefe del Estado que impartió la orden de ‘mátenlos a todos’” (Chile vivo. Memoria de un socialista. 1928-1970; Edit. Unigraf, Madrid, 1986; p. 67). Y Gabriel Valdés expresó: “Según se dijo después, la orden ‘¡que los maten a todos!’ vino de La Moneda” (Elizabeth Subercaseaux. Gabriel Valdés. Señales de Historia; Edit. Aguilar, 1998; p. 46).
También la lógica más elemental indica que era prácticamente imposible que el general Humberto Arriagada efectuara, a espaldas de Alessandri, tal operación criminal. Ella, obviamente, estigmatizaría gratuitamente (¡ya estaban todos rendidos!) a un jefe que había depositado en él toda su confianza durante seis años. Habría sido una deslealtad gigantesca y ¿qué habría ganado con ello? Por otro lado, teniendo en cuenta el extremo orgullo de Alessandri y su fuerte carácter y temperamento, ¿habría éste ocultado y defendido públicamente la actuación de alguien tan descaradamente desleal, como para estar horas ocultándole -hubo un contacto permanente entre ambos durante toda la represión del intento golpista- algo tan siniestro y que lo dejaría a él tan mal para la historia? Todos los antecedentes de Alessandri -incluido su furor contra Ibáñez, por considerarlo doblemente desleal por sus derrocamientos de 1924 y 1925- nos llevan a pensar lo contrario. Habría expresado toda su indignación y utilizado todo su poder contra Arriagada. Y en el caso virtualmente absurdo de que éste hubiese actuado a sus espaldas, nadie podría negar que, al menos, Alessandri habría sido culpable del encubrimiento de la matanza, además de haber dado la orden criminal de llevar a los rendidos de la universidad como rehenes al edificio del Seguro. Ya en ese tiempo se consideraba aquello como crimen de guerra. Fue lo que recordó el senador socialista Oscar Schnake al día siguiente de la masacre: “En las guerras existen convenios para no usar a los prisioneros como defensa de las fuerzas en lucha” (Boletín de Sesiones del Senado; 6-9-1938).
ALESSANDRI SE AUTOINCULPA
Asimismo, -y como de costumbre- fue el propio Alessandri quien, inadvertidamente, se acusó a sí mismo. De este modo, en una larga alocución radial al país -¡y a la historia!- efectuada el 30 de septiembre, dijo: “Estas razones y la vida de la República que nos imponía en esos momentos la necesidad de salvarla, cualesquiera que fuesen los medios y los sacrificios que costara, aconsejaron la medida que ha sido tan duramente criticada y por la cual asumo toda la responsabilidad, convencido que, al ordenarla, cumplía con mi deber, y seguí el camino que en aquellos momentos las circunstancias me imponían. Fue una medida de guerra, necesaria en aquellos momentos de apremio y por muy dolorosa que parezca” (Recuerdos de gobierno, Tomo III; Edit. Nascimento, 1967; pp. 245-6). Es cierto, él no estaba reconociendo expresamente la orden de asesinato colectivo, sino el crimen de utilizar como virtual carne de cañón a los apresados en la universidad, ya “que la presencia de ellos ante sus compañeros que combatían con tanta tenacidad podía ser un argumento objetivo de la inutilidad de sus esfuerzos y de lo injustificadas que eran sus esperanzas de triunfo. Se tuvo también en cuenta que, como las escaleras de los pisos superiores ocupados por los revolucionarios estaban completamente cegadas con muebles y otros útiles y hacían casi imposible el ascenso, era conveniente que los detenidos en la universidad pasaran delante de los carabineros, ya que era lógico y presumible que los amotinados detuvieran el fuego para no dañar a sus compañeros” (Ibid.; p. 245).
Y luego señaló que “declaro, sí, solemnemente ante el país, que al ordenarse aquella medida, nadie quiso ni pretendió, ni imaginó ordenar el fusilamiento o la muerte de los detenidos” (Ibid.; p. 246). Para terminar con una versión que, según los diversos testimonios sabidos de sobrevivientes y testigos, y de sentido común, es completamente descabellada: “La presencia de los detenidos no produjo ante los sublevados el efecto que nosotros juzgábamos lógico alcanzar. Se les mandaron varios parlamentarios intimándoles rendición. No volvieron, y aún más, algunos de ellos, tildados de cobardes y traidores por sus propios compañeros por haber faltado a su juramento y haberse rendido sin entregar la vida, fueron ultimados por ellos mismos (…) Hubo un momento en que la fuerza de Carabineros que luchaba por rendir a los amotinados creyó que había logrado su objetivo, porque éstos exhibieron bandera blanca. En esos momentos el comandante González, que mandaba las fuerzas de orden, quiso ponerse al habla con los amotinados. Con gran esfuerzo, retirando los obstáculos, avanzó por una de las escaleras de acceso a los pisos altos. Visto por los amotinados, fue derribado con un recio golpe de una silla u otro mueble pesado que lo hizo rodar por la escalera abajo por espacio de muchos metros y bañado en su sangre. Los capitanes que lo acompañaban lo creyeron muerto y corrieron en su auxilio; también lo juzgó así la tropa que, fuera del control de sus oficiales, que atendían al comandante, ante el cansancio natural de 4 o más horas de lucha en defensa propia y con el instinto natural de salvarse la vida y de vengar a su comandante, en un supremo esfuerzo llegó hasta donde estaban los amotinados que se confundieron en la lucha con los que venían en compañía de los carabineros, y se produjo la finalización dolorosa que el país conoce” (Ibid.).
MAS AMENAZAS
Pero aun más, Alessandri concluyó ¡amenazando con repetir la masacre si se daba un caso similar!: “Repetí una y mil veces que contaba con el concurso leal y patriótico de las fuerzas armadas en la defensa de esos grandes y nobles ideales. No fui creído (…) Yo no tengo la culpa de no haber sido creído, y lo reitero ante la faz del país: si se pretende renovar los luctuosos sucesos que deploramos (…) el gobierno procederá nuevamente con inflexible resolución y serenidad en la misma forma dolorosa, pero necesaria que lo hizo el 5 de septiembre” (Ibid.; pp. 247-8).
Otro factor que incriminó gravemente al gobierno y a Alessandri fue la orquestación de las declaraciones judiciales de los carabineros involucrados ante los ministros de la Corte de Apelaciones, Arcadio Erbetta y posteriormente Miguel Aylwin, quienes sobreseyeron a todos los carabineros implicados en la masacre. Esto se supo por un proceso posterior ante la justicia militar iniciado en abril de 1939 por una denuncia efectuada por el abogado Teófilo Ruiz. En las declaraciones en este proceso se comprobó que Carabineros ordenó uniformar a la versión oficial todas las declaraciones de los involucrados. Así, el 12 de septiembre de 1938, cuando iba a iniciar su labor el ministro Erbetta, “se efectuó en la Presidencia de la República una reunión a la que asistieron Alessandri, los directores generales de Carabineros e Investigaciones, el intendente de Santiago y el abogado de la Prefectura (de Carabineros), Edwin Lührs Pentz. En esa reunión Alessandri reconoció su responsabilidad en haber hecho entrar a los rendidos de la universidad en la Caja de Seguro, y se dieron los primeros pasos en el sentido de presionar a los carabineros para que declararan al tenor de la versión oficial” (Ricardo Donoso. Alessandri, agitador y demoledor. Cincuenta años de historia política de Chile, Tomo II; Fondo de Cultura Económica, México, 1954; pp. 283-4).
Posteriormente, el abogado Lührs procedió a citar uno a uno a todos los carabineros involucrados en la matanza, señalándoles la versión falsa que tenían que declarar ante el ministro. Así por ejemplo, el teniente Omar Hormazábal declaró ante el fiscal que “en cuatro oportunidades más o menos, el abogado de la Prefectura, señor Lührs, me ordenó que debía tergiversar mi declaración (…) me amenazó de que en caso de que no declarara en esta forma sería separado del Cuerpo de Carabineros” (Ibid.; p. 286). A su vez el teniente Ricardo Angellini declaró “que a todos los testigos que fueron llamados a declarar ante el ministro Erbetta se les obligó a pasar primeramente a la oficina del abogado de la Prefectura, señor Lührs, para falsear los hechos en sus declaraciones. Entre éstos recuerdo a mi mayor Miguel Guerrero, y todos los que actuaron en el sexto piso, Cammas, Rojas, Hormazábal y diez individuos más” (Ibid.; p. 287). A su vez, “el coronel González Cifuentes agregó que el abogado Lührs había aleccionado por lo menos a treinta carabineros para que declararan en el proceso del ministro Erbetta, falseando los hechos” (Ibid.); y que a veces aleccionaba en conjunto: “El señor Lührs, al dirigirse a los asistentes leía un papel en el cual tenía redactada la forma en que cada uno de ellos debía deponer. En estas oportunidades el abogado en referencia manifestaba que había recibido orden superior de instruirlos en tal sentido y que las declaraciones ya redactadas por él habían sido puestas en conocimiento personal de S. E. el presidente de la República, quien las había aprobado en forma entusiasta” (Ibid.).
Incluso, el teniente Hormazábal declaró ante el fiscal “que en una ocasión posterior el general Arriagada nos llevó a la Presidencia de la República, en donde el señor Arturo Alessandri nos manifestó que no tuviéramos cuidado alguno y que ya en el discurso que había dicho (el 30 de septiembre) estaba todo arreglado” (Ibid.; p. 286). ¿Puede quedar alguna duda razonable de la responsabilidad directa de Arturo Alessandri en su última masacre gubernativa, efectuada a pasos de La Moneda? Su ausencia de reconocimiento nos revela la extensión de nuestra distorsión histórica
FELIPE PORTALES (*)
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor, Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 880, 21 de julio 2017).
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