Punto Final, Nº827 – Desde el 1 hasta el 14 de mayo de 2015.
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Partido-empresa y empresa-partido

 

Nuestra sociedad necesita empresas creativas, responsables y productivas, que sean privadas, públicas, mixtas o bajo gestión social. Y también necesita partidos políticos que agrupen a quienes deseen proponer sus ideas y voluntades. Empresas y partidos son irreemplazables y se les debe reconocer y valorar. El problema nace cuando estas instituciones abandonan su identidad, su práctica específica y se desnaturalizan, convirtiéndose en algo distinto para lo cual fueron creadas. Cuando eso ocurre, cabe llamarlo corrupción, un proceso de descomposición, pérdida de sentido, deterioro funcional y contaminación organizacional.
Esto puede darse en dos sentidos. Podemos encontrar a la empresa-partido y también al partido-empresa. El primer caso se ejemplifica con Silvio Berlusconi. Un multimillonario de las comunicaciones italianas, que llegando a la cúspide económica se siente tentado por el poder político. Para ello crea una nueva empresa, financiada de su bolsillo, con un directorio nominado por él, destinada a proporcionarle lo que anhelaba. Se llamaba Forza Italia, legalmente partido, pero en realidad una empresa del grupo Mediaset. Con ella Berlusconi gobernó en tres periodos, sumando doce años de mandato, que sólo concluyeron cuando il Cavaliere abandonó sus labores de gobierno para concentrarse exclusivamente en sus planificadas orgías sexuales, que le divertían mucho más.
En Chile hemos tenido varios casos de empresas-partido. La expresión más brutal fue la Unión de Centro Centro, que pocos recuerdan, de propiedad de Francisco Javier Errázuriz. Con este boliche mantuvo representación parlamentaria entre 1994 y 1998. La manejó como todas sus empresas: patrón absoluto, un señor de “La Querencia”, sin socios ni accionistas minoritarios. Era una empresa familiar y por eso instaló como diputada a su esposa, que asistía a tejer y dormir la siesta en los plenos del Congreso. A la larga fue una experiencia desastrosa. La falta de aliados lo hizo blanco de los otros partidos de derecha, que lo fagocitaron. Finalmente, Errázuriz terminó condenado por tráfico de esclavos paraguayos, a los que internaba ilegalmente para explotarlos en sus fundos.
La derecha moderna e inteligente ha sido hábil a la hora de fundar sus empresas-partido. La clave radica en usar la cooperación mutuamente interesada. La empresa actual es una sociedad de accionistas que participan indirectamente en la inversión y las ganancias. Los capitalistas se mantienen en las sombras, representados por un directorio. Delegan la administración directa en un gerente. Ese es el modelo UDI y RN. Ambos partidos han tenido distintos propietarios, dependiendo el momento. Nunca han tenido un dueño único y monopólico. Han logrado atraer la inversión de toda la Bolsa, aunque siempre han tenido accionistas principales. En la UDI ha sido el grupo Penta y en RN ha sido el grupo Piñera. Pero han coexistido con pequeños y medianos inversionistas, como Carlos Larraín, que llegó a controlar un porcentaje de RN, y no siempre coincidió con los intereses del accionista principal.
En la Concertación eran partidos reales, que hacían buena o mala política, que correspondían a la idea de organización de ciudadanos, desiguales y diversos. Pero desde 1990 se fueron mercantilizando. Pequeños inversionistas al principio, grandes “donantes” después, compraron tajadas de la DC, del PS o del PPD. La revolución vino con las reformas del acuerdo Lagos-Longueira de 2003. Este pacto permitió a los partidos “salir a la Bolsa”, pasar de pymes a grupos con inversionistas anónimos, que entran y salen de una pasada. Empresas de verdad. Así entró en el negocio Ponce Lerou, que descubrió que invertir en empresas-partido era rentable, porque redituaba en seguridad jurídica, protección financiera e influencia clave en decisiones estratégicas.
Además del modelo empresa-partido existe el modelo partido-empresa, lo mismo, pero a la inversa. En origen, un partido respetable que se deja llevar por la tentación de los negocios. Y para ello no monta su propio emprendimiento. Se apropia de uno ya existente. En general, empresas públicas o de propiedad social, a las que captura y somete. Así las va convirtiendo en un destino para enchufar militantes, que muchas veces no tienen la menor idea de la labor específica del rubro. Así hay universidades, empresas extractivas, municipales y compañías de servicios que pasan a ser propiedad de los partidos. Feudos, caladeros de cargos designados por el comité central. El problema es que esta empresa pasa poco a poco a tener tal importancia en la vida partidaria, que el partido se vuelve un apéndice de las empresas que controla. Ningún dirigente se atrevería a ir en contra de ellas, regularlas, mucho menos afectarlas en sus intereses. Las decisiones pasan de los militantes al directorio empresarial. Empresas y partidos son necesarios. Mezclarlos es explosivo.

Alvaro Ramis

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 827, 1 de mayo, 2015)

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