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Hacen estragos en la juventud
El alcohol y otras drogas
A medida que las sociedades se hacen más complejas, el alcoholismo y el consumo de drogas se convierten en problema mayor. Ambos fenómenos se entrelazan al punto que parece artículo de fe decir que todo drogadicto es, al mismo tiempo, alcohólico.
Las consecuencias de esta situación son graves, incluso en el plano político. Chile tiene el mayor consumo promedio de alcohol en América Latina, y se cuenta entre los mayores consumidores del mundo. De un universo cercano a los cinco millones de bebedores -diarios, de fin de semana y ocasionales-, más de un millón de personas en Chile tienen algún tipo de problema debido a la ingesta de alcohol. Existe, por lo tanto, un tema social que debería ser abordado de manera no exclusivamente punitiva, por lo demás, inútil.
Preferentemente son los jóvenes las víctimas de las drogas, y parecen no darse cuenta del peligro. Hace poco dos muchachos entre 15 y 16 años ingirieron en una plaza una mezcla letal de morfina, medicamentos y aspiraron gas butano. Uno de ellos murió y el otro quedó en coma. Un sentimiento de horror sacudió a la población, que empezó a reclamar políticas de Estado, omitiendo la necesidad de acciones de la sociedad civil. Es curioso que ocurra, porque entre nosotros hay precedentes en la acción de los sindicatos y otras organizaciones sociales. A fines del siglo XIX se creaban “sociedades de temperancia” para enfrentar el alcoholismo, a falta de políticas de Estado. El nacimiento de las organizaciones obreras estuvo ligado a la necesidad de combatir “los vicios”, entre los cuales estaba en primer lugar el alcoholismo, seguido por el juego y la prostitución. Allí se echaron las bases para una actuación que desapareció hace decenios.
Luis Emilio Recabarren impulsó esas iniciativas. Un solo ejemplo: en un artículo titulado “Los vicios del pueblo”, publicado en 1902, dice: “La clase proletaria con y por sus medios puede conseguir una extirpación real de los vicios”. Recabarren señalaba que ese papel podían jugarlo los partidos políticos, las mutualidades, las mancomunales, las filarmónicas, las instituciones deportivas, las federaciones de trabajadores. “Son estas instituciones -escribía- y la prensa obrera las únicas llamadas a combatir el alcoholismo y demás vicios”. Folletos, propaganda, charlas y visitas a los afectados debían ser los instrumentos. Creía básicamente en el convencimiento y no en la represión. También decía: “La parte más sana del proletariado es la única llamada a combatir los vicios no a sablazos, castigos y multas, como lo hace la clase burguesa con sus autoridades, sino con el razonamiento, con el convencimiento de que siendo vicios que nos dañan, debemos extirparlos”. Veía en el alcoholismo (y sin duda hoy lo habría visto también en las otras drogas) instrumentos de la burguesía para mantener a los trabajadores esclavizados en “su eterno servilismo”. Ejemplificaba con sencillez: “La burguesía gana de dos maneras, con la propagación del alcoholismo y con su represión. En una palabra, más claro, el rico vende al pobre el alcohol y después lo multa por habérselo bebido. Y el pobre sigue tan imbécil que se ha sometido a tan canallesca explotación”.
Y en su famosa conferencia conocida como “Ricos y pobres” con motivo del primer centenario de la República, preguntaba: “¿En qué consiste la participación del pueblo en todas las grandes festividades? (...) La mayor cuota que el pueblo aporta en estas festividades consiste en embriagarse al compás del canto y en embriagarse hasta el embrutecimiento que los conduce a todas las locuras”. Y agregaba, insistiendo en su condenación al negocio del trago: “Pero esa embriaguez es un progreso. Si ella proporciona al pueblo abundancia de miserias, a los productores de licor y a los intermediarios les produce torrentes de oro ganado a costa de la corrupción”.
Desde otro punto de vista hace cerca de 80 años, el doctor Salvador Allende, entonces ministro de Salubridad del presidente Pedro Aguirre Cerda, ligaba la salud de los chilenos a sus condiciones de trabajo y de vida. En su libro La realidad médico social chilena planteaba: “El censo de morbilidad es pavoroso, sin que haya sido posible disminuir en términos apreciables los estragos de la tuberculosis, de la sífilis, de las enfermedades infecto contagiosas. El aumento vegetativo de la población está por debajo de lo normal, lo que hace que en sesenta años, Chile apenas haya aumentado su población de 2.075.871 habitantes en 1876 a 4.200.000 en 1936. El término medio de vida del habitante chileno a través de las estadísticas alcanza a 24 años, en tanto que en Suiza, Alemania, Dinamarca, Inglaterra sobrepasa los 50”.
Y Allende explicaba el alcoholismo como consecuencia de las malas condiciones laborales: “Vimos como su salario, apreciablemente inferior al vital, los obligaba a habitar viviendas inadecuadas, insalubres y absolutamente inhospitalarias y por la miseria alimentarse en forma de tal modo deficiente, que no alcanzaban a ingerir los alimentos que le produjeran el mínimo de energía calórica necesaria para compensar el desgaste normal de su organismo. Agréguese a eso, el trabajo pesado que debe desarrollar el obrero, la falta de distracciones y entretenimientos populares y se llegará a la conclusión de que para él, ir a la cantina y embriagarse constituye la aparente solución de todos esos problemas. En la cantina encuentra un local alumbrado y calefaccionado y amigos que pueden distraerlo haciéndolo olvidar la miseria del hogar. En fin, como muy bien lo expresa el Dr. Hugo Grove, el alcohol para el obrero chileno no es un estimulante, sino un anestesiante que le permite un sobreesfuerzo al actuar sobre órganos ya fatigados y semiagotados”.
Siendo todavía muy alto, el alcoholismo ha disminuido en Chile y también ha cambiado de rasgos. Comienza ahora más precozmente, entre los adolescentes, y se ha estrechado la distancia entre hombres y mujeres que beben. El alcoholismo de los jóvenes tiene particularidades. A veces adquiere dimensiones colosales, como en las fiestas mechonas que se hacen en las playas. Cientos de muchachas y muchachos beben hasta quedar inconscientes. O en las borracheras que siguen a la salida de las “discos”, en que se mezclan con peleas en que a veces salen a relucir cuchillos y pistolas. O en los enfrentamientos y curaderas de las barras bravas.
Es extraño, en todo caso. Porque aunque el consumo de alcohol en los fines de semana llegue hasta la náusea, los jóvenes no se sienten al borde del alcoholismo o la drogadicción, porque creen que pueden abandonar el “vicio” en cualquier momento. Sería cosa de voluntad. Y eso es preocupante. Porque a veces -que no son pocas- falla la voluntad. Nada resulta como se pensaba y de ahí al abismo, hay menos de un paso.
Es una situación muy compleja. Para algunos, a los jóvenes los guía el miedo a la soledad. Necesitan socializar y el alcohol u otra droga ayuda a derribar barreras. Influye también el tipo de sociedad en que vivimos, en que frente a las pautas idílicas de la juventud perpetua, del amor sin límites, del dinero y el placer, emerge la realidad competitiva, egoísta y cruel donde existen el dolor, la miseria y la muerte. No basta, entonces, el estímulo del alcohol y hay que “borrarse” para estar tranquilo, disfrutar de las delicias que anticipan el marketing del alcohol y otros estimulantes. Y todo eso hace el juego a los que necesitan trabajadores dóciles, conformes con su suerte.
Roberto Ortiz
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 827, 1 de mayo, 2015)
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