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Acto Miguel Enríquez |

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Imposibilidad de los acuerdos
Cada movimiento o declaración de las elites consolida nuestra reciente historia. Es el peso de las costumbres y los privilegios, que inmoviliza y sólo permite la vuelta atrás. Porque todo lo que implique futuro está marcado por el miedo. En ello se basa su ceguera, obstinación, circularidad y mentira.
Pueden nombrarse algunas de las reacciones de la elite ante la catástrofe política que pulveriza las instituciones y deja atónitos a los ciudadanos. Ante la destrucción provocada por sus propios abusos y errores, las actitudes de esta clase son un cierre de filas, un acuartelamiento entre pares, un resguardo de sus privilegios y un refuerzo de la brecha que los separa de sus electores, trabajadores y consumidores. Ante la fractura, las soluciones son desquiciadas por lo interesadas y apuntan al quiebre, al abismo, a la separación completa de realidades. Si la reparación ya era difícil desde el inicio de las protestas hacia finales de la década pasada, con el correr de los años y de estos turbios días vemos que es imposible. Las elites, cada día más acorraladas en su impudicia, tienden, tal vez atemorizadas por vez primera en la posdictadura, a un mayor encierro.
La clausura en torno a la institucionalidad neoliberal ha quedado manifestada durante los últimos dos gobiernos en el fundamentalismo mercantil durante la administración de Piñera y las apariencias de reformas durante el actual. En ambos casos, dos estrategias orientadas a un solo objetivo: la protección del núcleo del modelo, un sistema de intereses dual que fortalece a los grandes grupos económicos y a la cooptada casta política. Unos hacen las leyes y los otros reparten las ganancias.
Los intentos de llegar a un acuerdo político entre los partidos del binominal han expresado una obsesiva nostalgia por la democracia de los acuerdos, una fobia hacia la ciudadanía organizada y una incapacidad, que es también desprecio, creativa. Es una reacción patológica que obliga al cierre de puertas y ventanas, al encierro compulsivo y a la reiteración de los mismos actos fallidos como aparentes soluciones.
Comportamientos como los que hoy observamos en la clase política podrían corresponder a una personalidad con graves trastornos, pero también a una estrategia política de alto riesgo que transita por los bordes de la democracia. Buscar hoy liderazgos es intentar hallarlos al interior de un sistema corrupto que nunca tuvo una verdadera representación. La democracia de los acuerdos, que es lo que hoy está en el suelo, sucumbió a su encierro, a sus propias enfermedades, a sus males internos. Invocarla es también llamar a los peores fantasmas de nuestro reciente pasado.
Recurrir a la nostalgia de los consensos de salón es una provocación y aumenta la brecha con la ciudadanía. En la transición binominal de 25 años, que ha sucumbido en su inercia, la clase política dejó desde un comienzo de representar a sus electores, percepción que tras los casos Penta-Soquimich ha tomado características de realidad. Una propuesta desde aquella opaca clase con lazos privilegiados con los poderes económicos, sólo constatará esta separación. Mundos opuestos con lenguajes diferentes separan a esas elites del resto de la población. Es por ello que cualquier propuesta que apunte a un retorno al pasado sólo puede interpretarse como un trastorno de una clase política producto de una cultura basada en el clasismo y la discriminación. Sus declaraciones e intenciones son meros actos fallidos que nos expresan una perversión inconsciente.
Pese a una clase política que sólo tiene ojos para sus privilegios y prebendas, estamos llegando al fin de un camino cuyas soluciones son cada minuto más distantes a las políticas de los consensos. Una clase que no representa a sus electores sólo puede negociar por sí misma. Puede cautelar sus propios intereses y cuidar a quienes los alimentan, pero es imposible que negocien y luchen por el resto. Estas observaciones son las que cruzan hoy a la ciudadanía, las percepciones que llenan todas las conversaciones: la representación parlamentaria convertida en un partido transversal de intereses mutuos y una población que espera por su momento.
Paul Walder
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 827, 1 de mayo, 2015)
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