Punto Final,Nº825 – Desde el 3 hasta el 16 de abril de 2015.
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La naturaleza no mata, los poderosos sí


Lo que baja de los cerros del norte con una rabia comprensible, no es un barro común. Ni lo que ha calcinado las casas de los pobres de los cerros de Valparaíso son simples llamas desbocadas, ni el veneno en polvo que asesina niños en las pampas nortinas es un capricho de la tierra silvestre.
Por donde se miren, los sufrimientos de la gente más humilde tienen como factor común la codicia: motor, corazón y alma de los poderosos, que no miran, que no ven, que no sienten y que solo buscan aumentar, nadie sabe para qué, sus interminables fortunas.
Hoy, cuando la cultura de los poderosos resbala por los sumideros asquerosos de la pudrición, asoma con una nitidez enervante la responsabilidad de ese cartel capaz de levantar sus imperios sobre la base del sufrimiento de millones. La gente les importa un soberano rábano.
Genocidas, eso es lo que son. Desde las primeras y más altas magistraturas que comparten ambiciones y orígenes comunes, hasta los funcionarios que desbrozan el camino de gente molestosa; no son sino activos agentes del dinero que aspiran a optimizar las ganancias de sus ingenios de energías sucias, sus relaves cancerígenos, sus negocios chancroides que empuercan las vidas de la gente más modesta.
Lo que ha bajado de los cerros del norte es la desidia de quienes entienden la naturaleza como una socavón desde el que se extrae dinero. Esos deslizamientos acusan a quienes, desde la política, han hecho malabares con las palabras para ocultar su franca admiración por el poder y han abandonado a la gente a su suerte. Y para quienes el Estado no es sino la forma que adquiere la represión y el control. Prevención y responsabilidad, solo si da réditos.
Lo que baja por los cerros nortinos es la esencia del capitalismo que no ve seres humanos sino cosas que dan dinero, cuyos más adelantados gestores no tardan en encontrar políticos a precio de huevo, adocenados, pedigüeños y disponibles, que lo hacen todo posible por el artilugio de las leyes.
Los poderosos son una cruza que proviene de un amor fraguado en directorios, lagos sureños y clubes exclusivos, y se han jurado fidelidad y complicidad en notarías y Parlamentos. Y de esa hibridez salió esta criatura neoliberal que ahora, producto de la obsolescencia de sus métodos va pidiendo cambios y acomodos: este monstruo es el responsable del efecto maldito del corcoveo de la naturaleza que solo busca sus caminos milenarios, el lugar que ha tenido desde siempre.
A la banda de políticos y poderosos que administran el Estado y todo lo demás, le importa una bola el rasgo viral con que crecen los asentamientos humanos. En esos lugares la plusvalía de las constructoras lo es todo. No importa si el pálpito sabio y milenario de la Tierra dice que no se debe. ¿Por qué nunca hay aludes, incendios, inundaciones u otras tragedias en donde viven los millonarios?
El país está dominado por una mala hierba que apesta desde siempre. Carreras políticas y fortunas han venido corriendo en paralelo desde hace mucho tiempo, trepando, mezclándose en un revolcón endogámico.
Más que las lluvias, terremotos o tsunamis -los ha habido desde siempre-, lo que explica las tragedias, el relave, los deshechos, los humos, la avalancha, los venenos y la mierda, es esa fábrica de fortunas llamada capitalismo que ha afinado su egoísmo a límites inconcebibles, y que detona con puntualidad su peor cara entre los más carenciados, pobres, marginados, olvidados y despreciados.
Se desploman los cerros horadados, arden los bosques y las poblaciones callampas, se envenena el aire de los desiertos más puros, se infecta el agua, la tierra y la vida humana. Y nada de eso es un capricho de la naturaleza, ni adjudicable a la mala suerte o a un parpadeo descuidado de dios. Es la gestión puntual de esos miserables desbordados en millones y egoísmo, que compran políticos policromados, zánganos de corbata postulados al kilo, ladrones de impuestos y genocidas cuando hace falta, para limpiar el camino de obstáculos.
Parte el alma ver ese derrumbe fantasmal que arrasa con la pobreza, las esperanzas y los sueños, más no necesariamente con la ingenuidad del pueblo. Una sana bronca muy profunda revela la sensación extraviada de que la naturaleza nos queda debiendo una avalancha justiciera, un tsunami magnífico, un torbellino vengador, una voraz fogata que libere toda la Tierra del hato de criminales que han hecho sus fortunas sobre el infortunio de la gente humilde.
La naturaleza no asesina, solo exige el lugar por donde respira. Los que matan desde siempre, son los poderosos.

Ricardo Candia Cares

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 825, 3 de abril, 2015)

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