Punto Final, Nº821 – Desde el 9 al 22 de enero de 2015.
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Qué hacer con los viejos

Los viejos somos cada vez más numerosos. Leí por ahí que ahora hay 600 millones de viejos en el mundo, y que en 50 años más habrá 1.200 millones.
Hace tiempo vi una película en que a las personas que llegaban a cierta edad las transformaban en unas deliciosas galletitas verdes. También en un libro que estuvo de moda por allá por los años 50 ó 60, El país de las sombras largas, explicaban que los esquimales dejaban a los viejos en medio de hielos lejanos y solitarios para que terminaran su vida tranquilamente. Dicen que la muerte por congelación es muy dulce ¿será cierto? Pero estos eran esquimales del siglo XIX o principios del XX. Supongo que ahora comen en un McDonald’s y se mueren como todo el mundo, de obesidad o de un infarto que les provoca el colesterol.
Mis hijos todavía no han aceptado esa idea del témpano lejano y me han regalado un teléfono celular para que los llame si me da un infarto, si me caigo y me rompo una pierna, si choco, si me pierdo, en fin, esas cosas. No lo uso para chismear ni nada, sólo para emergencias. Los muchachos me han puesto allí los teléfonos y celulares de ellos, del mecánico del auto, de las ambulancias y otros números de urgencia. Es muy fácil llamar, uno no tiene ni que saber el número, basta con buscar el nombre y el teléfono lo hace solo. O lo hacía.
Porque ahora me lo han cambiado. Yo no pedí nada, pero la empresa me lo cambió sin consultarme para darme otro más moderno. El anterior lo desactivaron. “Pero no se preocupe, señora, usted conserva el mismo número”, me dijeron amablemente. Ahora tengo un celular rosado en lugar de uno negro. Y hace muchísimas cosas. Toma fotos, filma videos, pone música, manda noticias; en suma, es un prodigio. Tiene montones de puntitos y teclas redondas y cuadradas y muchas funciones que no sé para qué sirven. Yo no tengo los dedos gruesos, al contrario, pero siempre que marco una tecla se marcan dos. Para verlas me tengo que poner los anteojos, para lo cual me haría falta una tercera mano.
Lo único que no logro es hablar por teléfono. Mi hijo menor me explicó cómo se hacía, pero cuando traté de llamar a un taxi me salió un video de rock. Yo quisiera que me dieran un teléfono celular que sólo sirviera para hablar por teléfono. Pero parece que esos no existen; deberían inventarlos, sería un buen negocio.
Para leer un libro normal, me pongo los anteojos y listo. Pero la cuenta de la luz tiene las letras tan chiquitas que ni con lupa las veo, igual que los papeles del banco y los instructivos de la computadora.
No sé que irán a hacer los jóvenes con nosotros, pero me parece que en el mundo actual los viejos estamos fuera de la jugada. Y no solamente los viejos, sino las personas de poco más de 45 años, que para nosotros son muy jóvenes. Pues a esa edad ya nadie encuentra trabajo. Y si tienes un trabajo aférrate a él y ponte de cabeza si te lo pide el jefe, porque si no, te puedes quedar cesante. Perder el trabajo es uno de los peores terrores del mundo actual. Porque no sólo te quedas tú y tu familia en la ruina, sino que eres mal mirado, pierdes a tus amigos, eres un paria. ¿No se han fijado?
Hay civilizaciones en que se respeta a los viejos. En el Oriente, dicen. No sé si será verdad, porque las civilizaciones diferentes van desapareciendo. Antes en México todo el mundo comía tortillas y ahora se come pan, por aquello de las hamburguesas. Antes todas las carteras eran de cuero, y ahora son de plástico. Le quise regalar una cartera de cuero a una amiga, pero sólo encontré una que valía mil dólares. Antes todos los suéteres eran de lana, y ahora son de acrílico. Si uno busca lana, no hay. Ahora, en medio de cada pueblito, hay un McDonald’s.
Y falta lo peor: también los viejos desprecian la vejez. A todos mis amigos, que andan de 70 y 80 para arriba, sólo les interesan las jovencitas y entre más tontitas, mejor. Eso los hace sentirse macanudos. Se buscan chicas que podrían ser sus hijas o sus nietas, aunque se vean ridículos. Las que estamos completamente jodidas somos las viejas. Nos consideran estúpidas, ignorantes e indignas de hacernos el más mínimo caso. El machismo que todos los hombres llevan dentro se exacerba al máximo ante las mujeres de la tercera o cuarta edad.
Una vez conocí a un tipo que después de hablar un rato conmigo y de ver que yo sabía unas cuantas cosas igual que él, me dijo “Vaya, y yo pensé que usted era ‘simplemente’ la mamá de Héctor”. Ya no somos personas ni menos personas apreciables, somos “simplemente” la mamá o la abuela de alguien. Y como dijo no me acuerdo quién, lo peor de la vejez es lo joven que uno se siente.
Son los yanquis los que han impuesto estas modas y estas ideas: para ellos toda la gente debe ser joven y hermosa, todos los hombres deben medir un metro ochenta o más y todas las mujeres deben ser rubias, delgadas y tetonas. Vean cualquier película y lo comprobarán. Pero si uno va a Estados Unidos encuentra a puras gordas horrorosas, aunque no importa porque lo que todo el mundo ve son las películas y eso es lo que vale. ¿Han visto alguna vez una película en que la protagonista sea fea y con los dientes chuecos? Yo no. Al único viejo feo que se acepta como galán de cine es a Woody Allen, pero eso forma parte de la pedantería intelectual.
Supongo que ahora que todas las comunicaciones van a ser por Internet, uno puede tener 80 años y decir que tiene 20 y no sólo decirlo sino que tenerlos, puesto que la realidad virtual es la única verdad ahora.
De todos modos, mientras tanto, creo que deberíamos hacer la revolución de los viejos y especialmente de las viejas. Sería divertido adueñarnos del mundo y eliminar los tacones de veinte centímetros, los escotes hasta el ombligo y las escaleras sin barandal. Y de paso, nacionalizar el cobre. Cosas de viejos, pues.

MARGARITA LABARCA GODDARD

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 821, 9 de enero, 2015)

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