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Larraín versus Canales
¿En qué se parece Martín Larraín a Hernán Canales? En nada. Por eso el primero pudo hacer pebre al segundo con su jeep sin que haya pasado sino un mal rato: los tribunales, los periodistas y la maledicencia de los envidiosos de siempre que esperan que la mayor de las desgracias caiga sobre su bien alimentado desprestigio.
De haber sido siquiera parecidos, ese crimen no habría pasado. O por lo menos, no habría quedado en la vergonzosa, humillante y odiosa impunidad en que quedó. La impunidad es el aderezo que permite el sabor diferenciado de esta sociedad: para unos lo amargo de la derrota consuetudinaria; para otros, el dulce éxito a todo evento. Se han mostrado innumerables casos en que por mucho menos un sujeto pierde su libertad, o es condenado a firmar de vez en cuando un libro inútil: músicos callejeros, adolescentes con un pito de marihuana, un lanza plastificado por la ira de la gente, un vendedor ambulante de sopaipillas.
Hernán Canales comparte con su verdugo Martín Larraín una nacionalidad, pero entre ambos chilenos hay un país, una cultura, un mundo que los hizo vivir en realidades antípodas, asintóticas, divergentes, desconocidas.
Al desgraciado Canales, que era del mundo de este lado, lo mató la grieta que se abrió en este territorio en el que conviven varios países y que será muy difícil y doloroso cerrar. Su muerte la selló su condición de pobre. Y la indiferencia que se aprende con rigor en los colegios de ricos en los que se enseña a vivir sin saber del otro.
Canales contribuye a la estadística que demuestra con números que esta copia feliz del Edén está acumulando una energía de tales dimensiones, que cuando estalle la bronca de la gente, ya será tarde para buscar componer las cosas por la vía de la buena onda y la reconciliación.
Sucesos como un crimen impune que calienta la sangre de muchos, no pueden sino contribuir a un encono que el abuso, el desprecio, la impunidad, la burla y el castigo, están criando silencioso pero sin pausa. Y que llegado el caso y las condiciones mínimas y necesarias, la bronca se va a desplegar con toda su magnificencia. Como ya se ve en cada ocasión en que se puede quebrar, quemar, destrozar. ¿O es que esa sensación de burla que emputece a tantos se acumula y finalmente se extingue?
Los estallidos sociales, los rompimientos institucionales tienen su primera chispa en sucesos como éste, si se quiere inadvertidos, triviales, vistos desde las alturas inaccesibles de la gran política y el gran dinero, pero que asumen la cualidad de desplegar toda una rabia anidada durante mucho tiempo.
Después vienen los lamentos, las autocríticas, las reconvenciones y las contriciones.
Porque este país está cubierto por Larraínes que atropellan, matan y quedan impunes, y por muchos Canales que son atropellados, humillados, despreciados, cuando no condenados a una vida de sufrimientos por la vía de pensiones miserables, sueldos mezquinos, tratos indignos y poblaciones indecentes.
¿Cuánto crimen y abuso ha quedado en la sombra de la impunidad? ¿Cuánto mapuche asesinado que no ha tenido justicia? ¿Cuánto pobre muere en las puertas de las postas de primeros auxilios o por no tener cómo pagar una operación que le salvaría la vida? ¿Cuántos por negligencia o desidia?
Los Canales suman legiones mientras la presidenta aletea sobre el bien, el mal y el más o menos, y parece obrar como hada madrina atarantada en sus mensajes leídos en tarjetitas nemotécnicas, informando que todo va a seguir igual.
Alcaldesas momificadas luego de probar la pócima secreta del poder. Políticos incombustibles, inoxidables, a salvo de sus mentiras, chamullos, volteretas y negociados. Empresarios avaros, necios, abotagados, a los que no les cabe un millón más, pero que igual van a como dé lugar…
Alguna vez la enorme presión que resulta de estas cosas no resueltas -al contrario, cada día mayores y más repulsivas en sus efectos cotidianos-, tendrá su propio día, su explosión de rabia y desesperación. Y en algún momento los atropelladores impunes de gente pobre se van a descuidar y quizás más de uno se va a sentir con el derecho de hacer justicia por todos. Y quizás ese mal ejemplo cunda.
Ricardo Candia Cares
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 821, 9 de enero, 2015)
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