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Acto Miguel Enríquez |

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El sistema político está podrido
Cuando el escándalo del financiamiento de los empresarios al cártel de políticos que se ofrecen urbi et orbe como enemigos jurados de la corrupción y defensores irreductibles de las buenas prácticas en la política, adoradores de sagrarios abarrotados y de la moral cristiana más prístina, y quede oculto tras el velo de los arreglines de siempre y se hayan despachado leyes correctivas cuyos mensajes estarán llenos de alabanzas a la transparencia, a la fe pública, a las buenas prácticas, a la decencia y a las virtudes teologales, todo seguirá tal cual, como ha venido siendo.
El único cambio notable será que el cohecho y la corrupción, instituciones tan viejas como el cerro Santa Lucía, afinarán sus tácticas, profundizarán sus secretos y se golpearán el pecho y el mundo seguirá andando.
Los políticos inescrupulosos y sus inescrupulosos financistas, con perdón del pleonasmo, que hacen y aplican las leyes que definen el país, han construido todo lo que se conoce a imagen y semejanza de sus egoísmos y codicias. Atragantados de riqueza sin límites, no han trepidado en hacer cada vez peor la vida de millones, solo para ganar más dinero.
Casas miserables, ciudades asfixiadas, mares envenenados, cerros carcomidos, bosques plastificados, calles atiborradas, ciudades plagadas, y mucha gente deambulando a la siga de las promesas y horizontes, enlatados en buses misérrimos, viviendo en guetos despreciables, amenazados por la delincuencia de todas las layas, gracias a las leyes que puntuales y entusiasmados, redactan y aplican.
¿Por qué hay leyes que permiten jubilaciones de miserias para los trabajadores que durante más de cuarenta años se desloman con bajos sueldos, trato denigrante y humillaciones desde que salen de sus casas, amenazados por la represión cuando protestan? Porque hay leyes hechas y aplicadas por corruptos que lo permiten y facilitan.
Y lo peor es que la gente, en donde radica una fuerza magnífica que podría cambiarlo todo, no ha querido, no ha podido, no ha encontrado cómo zafarse de ese destino, atada por la vía del miedo a la cesantía, que detona el miedo a la deuda, que concluye con el miedo al no poder pagar y finaliza con el terror al embargo y al no más crédito. Pero que aún, religiosamente, estimulados por los lugares comunes que repite la tontera de los medios de comunicación, entrega su porción de soberanía a los que al otro día de las elecciones los van a hacer pebre en los hemiciclos.
Tal como están las cosas en este país, todo acto de decencia es necesariamente un acto revolucionario. Aunque, claro está, los revolucionarios, muchos de ellos, andan aún a la siga de la teoría unificada que lo explique todo y que lo resuelva todo. Que se devele como el magma que hará cenizas el oprobio, la injusticia y el capitalismo.
Mientras, el asunto es mucho menos espinudo: bastaría proponer un grado mínimo de decencia y ética para que la cosa comience a cambiar.
El aporte fiscal a las campañas políticas, que ya resulta un gravamen intolerable para la gente que brama por un buen consultorio, hospitales, pensiones, servicios públicos, y un etcétera casi infinito, buscaba evitar los aportes indebidos a la gestión política.
Pero, transando escándalos por prebendas, ni cortos ni perezosos crearon los aportes reservados que han permitido a casi todos los políticos ser financiados, arrendados, comprados por quienes consideran esos aportes como una inversión y no como un gasto.
El escándalo que escaló en los medios de comunicación de manera accidental, demuestra que los poderosos compran a quienes fungen como honorables tras sus encintados y poltronas, algunos capaces de vender sus consignas y pasados con tal de tener más dinero y poder.
Casi todo está podrido en este rincón que da al Océano Pacífico. No hay día en que no estalle algún tipo de corrosión moral y no hay día en que no se tape otro. Y aún son muy pocos los que consideran la gravedad que implica vivir en un país hecho mierda por sujetos que deberían estar presos purgando condenas proporcionales a sus estafas y mentiras, pero que son los que mandan.
¿Y la gente decente? Muy bien, gracias.
Ricardo Candia Cares
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 815, 17 de octubre, 2014)
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