Punto Final, Nº807 – Desde el 27de junio al 10 de julio de 2014.
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Juan Francisco González y el grupo de Los Diez

 

El niño dormido",
Juan Francisco González (1853 - 1933).

 

Tuve la dicha de vivir un tiempo rodeada de obras de don Juan Francisco, gracias a la generosa hospitalidad de su hijo, Fernando González Marín, cuando comenzaba mi vida de casada y tenía mi primer hijo. En nuestro dormitorio estaban muchas de sus rosas y un otoño dorado; en el de los dueños de casa destacaba el incomparable “Pimpín dormido”. En casa de doña Elena Marín, la viuda, estaban muchos de sus preciosos cuadros, entre ellos un hermoso retrato de la dueña de casa. Doña Elena, modesta, de pocas palabras, hablaba como joven enamorada de su esposo y mostraba con reverencia entrañables objetos del pintor: paletas y pinceles y otros materiales de trabajo. El taller de Las Cruces, propiedad de los Marín, acogió ese amor y allí realizó parte de su rica obra.
Don Juan Francisco González (1853-1933), acaso el más fecundo de los pintores chilenos, dejó también muestras de una escritura de singular belleza. Santiaguino del barrio Recoleta, fue el mayor de los “hermanos decimales, es decir, perteneció a uno de los grupos más fecundos del arte nacional: Los Diez. Este era un grupo literario de jóvenes alegres e imaginativos y, por sobre todo, artistas totales y con clara conciencia de lo americano y lo nacional, con una visión integradora del saber humano, asombrosos coetáneos chilenos del dadaísmo y profetas del surrealismo, dueños de un libro santo: el Jelsé, nombre de un mamotreto no escrito, palabra juguetona y sonora cuyo significado inextricable en el día de hoy se podría traducir perfectamente como “dadá” o también ser parte de “Karawane”, poema escrito en 1917 por Hugo Ball, cuyo primer verso dice: “Jalifanto bambla o falli bambla…”. Del Jelsé o Libro de los Cinco Tratados: se conocen los nombres de cuatro: El Pez Lucio, La Uña de la Gran Bestia, la Paloma y El Unicornio; el quinto debía permanecer obligatoriamente en el misterio.
Los “hermanos decimales” nacieron en un periodo marcado por la primera guerra mundial, en vísperas de la revolución rusa y de gran efervescencia social dentro de Chile. Ellos estaban dispuestos a vivir “un proceso de liberación, de pureza y de alegría desbordada”, como lo afirmó Pedro Prado.
La actividad de Los Diez, “primer núcleo de avanzada de la cultura chilena”, comenzó con una exposición de más de cien pinturas, esculturas, aguafuertes y dibujos, entre el 19 de junio y el 2 de julio de 1916, entre cuyos exponentes estaban los poetas Pedro Prado y Manuel Magallanes Moure. Esa exposición, abierta en el salón de El Mercurio, se realizó pocos meses después del encuentro realizado el 8 de febrero de ese mismo año, a las seis de la tarde, en el Café Voltaire, de Zurich, cuando nació Dadá.

LA LABOR DE LOS DIEZ
De las prensas de Los Diez salieron cuatro joyas de nuestra literatura: La Hechizada, de Fernando Santiván; Venidos a menos, de Rafael Maluenda; Días de campo, de Federico Gana y la Pequeña antología de poetas chilenos, seleccionada por Ernesto Guzmán que suscitó acerbas críticas y polémicas; el antologador rupturista afirma: “Nada tenemos que ver tampoco con Rubén Darío ni con sus hijos espirituales; hemos tomado en cuenta la personalidad de cada autor, su diferenciación de los demás, su originalidad de pasión y de pensar, es decir, su inconfundible calor de propia vida”.
De la revista Los Diez, alcanzaron a salir doce números; pretendía publicar en sus Ediciones de Filosofía, Arte y Literatura la música de artistas nacionales, tricromías de los pintores, críticas de las nuevas edificaciones que se levantaran en la ciudad, más “los mejores libros dados a la estampa en el extranjero”. Por cierto, anunciaba: “Los Diez sólo se proponen ser un refugio contra el rudo mercantilismo de nuestra prensa diaria y de nuestras revistas hebdomadarias, de las cuales voluntaria o involuntariamente se han visto obligados a excluirse nuestros mejores artistas: pintores, músicos, escritores, dibujantes y arquitectos”.
La tertulia de Los Diez se congregaba en la roja torre de la casa de Pedro Prado, en la calle Mapocho. Esa torre, taller de trabajo, no era de marfil, sino de adobes, como lo sigue siendo la torre de la casa situada en Santa Rosa con Tarapacá, punto de reunión de los sobrevivientes del grupo en 1924. 
La casa de Santa Rosa corría peligro de ser demolida, pero fueron escuchados escritores e intelectuales y con la activa participación del Consejo de Monumentos Nacionales fue declarada patrimonio histórico y cultural. La antigua casona colonial, con innovaciones vanguardistas, detalles exquisitos como su puerta tallada en cedro, su verja forjada y su cuadrada torre de adobes, mirador para otear el horizonte, corresponde en gran medida a esa visión nacional y universal, muy afianzada en los orígenes, pero de ninguna manera aferrada al culto de la tradición.
Los Diez estaban integrados, a más de los mencionados, por los siguientes “hermanos”: el crítico literario Armando Donoso, el arquitecto Julio Bertrand, el poeta Alberto García Guerrero, el escultor Alberto Ried, los músicos Acario Cotapos y Alfonso Leng, el novelista Augusto D’Halmar. A ellos se sumaron otros tan importantes como el novelista Eduardo Barrios, el poeta Diego Dublé Urrutia, el pintor Julio Ortiz de Zárate.
Alcanzaron a salir doce números de la revista del grupo, medio que asombra por su imaginación, riqueza y diversidad. Ajenos a todo propósito excluyente, solicitaron colaboraciones y obtuvieron respuestas no sólo de los más destacados artistas chilenos sino también de argentinos, cubanos, centroamericanos, españoles, venezolanos, como García Monge, Miguel de Unamuno y Rufino Blanco Fombona.
Este admirable grupo se desdibujó por la muerte de algunos de sus miembros y con el paso del tiempo. Se puede considerar activo entre 1916 y 1924, pero su significado vanguardista aún no termina de apreciarse en toda su magnitud. Conviene recordar siempre que congregó a artistas de las más diversas expresiones. De Los Diez queda vivo y vigente el profundo contenido de la declaración incluida en la “Somera Iniciación al Jelsé”, de Pedro Prado: “Los Diez no forman ni una secta ni una institución ni una sociedad. Carecen de disposiciones establecidas y no pretenden otra cosa que cultivar el arte como una libertad natural… Es requisito indispensable para pertenecer a Los Diez estar convencidos de que nosotros no encarnamos la esperanza del mundo; pero, al mismo tiempo, debemos observar con prolijidad todo nuevo ser que se cruce en nuestro camino, por si él encarnase esa esperanza…”.

EL MAESTRO JUAN FRANCISCO GONZALEZ
Don Juan Francisco González fue fiel a esa declaración. Rompió con todo esquema academicista, no pretendió atrapar la luz, pero supo expresar su amor por la materia viva recuperando su luminosidad, su carnación, sus infinitos y vibrantes matices, desde la rosa a la boca del niño que chupa el pezón, desde el vilano que se deshace al leve soplo hasta el raudo galope de los caballos en las carreras, o la evocación nítida de la Patria Vieja con “La familia Carrera”, pintada para el Centenario. Imposible olvidar uno de sus cuadros más famosos, su “Niño o Pimpín dormido”, sus granadas o sus sandías estallantes en zumo y color. Se dice que dejó unas cinco mil obras. De su fecundidad y de su popularidad da cuenta una caricatura de la revista Luz y Sombra N. 66 (1901), donde se lo ve ante el caballete, en pleno campo, en tenida de boxeador y sentado sobre una lira; al pie del dibujo, esta cuarteta: “Se comprometió González / con una casa de Berlín / de consumirle por años / cien mil tubos de carmín”.
Dibujo y composición son sus andamios y esto trató de inculcar a sus discípulos, lanzándolos a la libertad del color, pues consideraba que el color no puede enseñarse ni siquiera sugerirse y debe brotar de cada uno. El color es el camino y el camino no se traza por nadie sino por el caminante. A esto suma la agilidad del pincel sobre la tela, y la celeridad nerviosa en el croquis. Sus discípulos no pueden olvidar su frase: “El dibujo es una danza”. De la compenetración con la naturaleza, visión aguda y retentiva, sensibilidad para apreciar la belleza, de lo castizo de su estilo y de la capacidad para expresar su pasión, dan cuenta su poema “Las hojas de otoño” sus ensayos “La enseñanza del dibujo”, “Las artes del dibujo”,“La Pátina” y el inolvidable relato de los bajos fondos porteños: “Cachespeare”. Tan estrafalaria palabra es deformación del nombre del más ilustre de los dramaturgos ingleses, pero así se llamaba un bar del Valparaíso bravo que congregaba a marinos, prostitutas y vagos en las proximidades de la Matriz. Ese escenario de pendencia y perdición fue inmortalizado por don Juan Francisco. En su relato, la observación sagaz se anima con la fuerza, la violencia y la ternura. De esta fuerza y sensibilidad son también documentos inolvidables sus polémicos artículos de prensa firmados con el seudónimo “Araucano”. En todo momento, tanto en literatura como en pintura, se esmeró por dar a conocer la “organización de la naturaleza”, es decir, la vida.
Pocos como Juan Francisco González han sido tan merecedores del título de Maestro. Queda como herencia su lección: “Ver por los ojos del espíritu y del corazón”.

VIRGINIA VIDAL


(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 807, 27 de junio, 2014)


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