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Un amigo, Rafael Maroto
RAFAEL Maroto (izq.) y su amigo, José Aldunate.
Tuve algunos contactos un tanto formales con Rafael, cuando era “Mons. Rafael Maroto”, vicario del arzobispo de Santiago Raúl Silva Henríquez. Tenía que pedirle algunas autorizaciones. Pero a fines de julio 1973, me lo encuentro en el aeropuerto de Cerrillos. Yo tenía que ir a Calama, respondiendo a una iniciativa propuesta por un sacerdote holandés, Juan Caminada. Era la de incorporarme a un grupo de “curas obreros”. Saludé a Rafael:
-¿Qué haces aquí?
-Voy a Calama, contestó. A lo de Juan Caminada.
-Qué gozo me da hallarnos juntos en esta aventura, le digo.
-El gozo es mío también, me contesta. Y nos volvimos a dar la mano.
Con ese gesto iniciamos una amistad que duraría diez años, hasta nuestra despedida en el lecho de su muerte.
En Calama pasamos por un mes de “discernimiento”, que incluía una semana de trabajos de obrero en Chuquicamata. Al final, formulamos nuestro compromiso. Hacernos obreros con los obreros para realizar una meta original: abrir la Iglesia al mundo obrero. Eramos ya un grupo de doce comprometidos. El 11 de septiembre vino el golpe militar. Juan Caminada y los extranjeros fueron expulsados y quedamos en Chile sólo cinco: Rafael Maroto, Mariano Puga, José Correa, Santiago Fuster y yo. Pero los cinco nos propusimos mantener nuestro compromiso y reconstruir el Movimiento de Calama. Para este efecto organizamos retiros y juntamos una cuarentena de socios, no solamente sacerdotes sino religiosas, laicos, matrimonios que se identificaron con nuestro plan. Entre ellos estuvieron Roberto Bolton, Sergio Naser y otros.
Lo fundamental para cada miembro del equipo era el trabajo obrero. Algunos estuvimos en la construcción. Rafael se empleó como bodeguero del Metro, que estaba en construcción. Además, había que comprometerse en partidos u otras instituciones sociales. Rafael se comprometió en el MIR. Llegó a ser vocero del MIR. Como tal, alcanzó mucha visibilidad y mucha acogida en el partido, que era, por supuesto, un partido clandestino.
Detengámonos un momento en este punto, que alcanzó mucha relevancia en la vida de Rafael. Yo fui contrario a su opción y la discutí muchas veces con él. Era contrario porque el MIR se había conducido muy en oposición al presidente Salvador Allende, y porque recurría a la violencia. Nosotros tomamos el camino de la no-violencia, sobre todo en el Movimiento contra la Tortura “Sebastián Acevedo”. Yo tenía la convicción de que a través de la violencia nunca podríamos vencer al gobierno militar y sus huestes. Que el único camino viable era el pacífico, el que efectivamente tomó Chile y logró superar el dominio de Pinochet. Y pienso que si Pinochet hubiera sido muerto en el atentado, hubiera quedado como héroe para la historia. De hecho, ha quedado para la historia como torturador y además ladrón. Esto gracias a los enjuiciamientos incompletos, por supuesto, a que fue sometido.
EL MIRISMO DE RAFAEL
Pero volvamos al mirismo de Rafael. Me intrigó siempre. También me intrigó el mirismo de Blanca Rengifo, que era religiosa, abogada, fundadora de una reputada institución de defensa de los derechos humanos. Católicos religiosos en las huellas del marxismo violentista. ¿Cómo entenderlo? El mirismo de Rafael y de Blanca podría interpretarse como una reacción frente a la rigidez eclesial, como una necesidad sentida de abrirse a nuevas situaciones.
Tengamos en cuenta que la Iglesia ha cambiado porque los tiempos han cambiado. La Iglesia quiere vivir en los tiempos y para los tiempos actuales. En ellos tiene una tarea que desempeñar. La Teología de la Liberación había traído nuevos aires, pero estos no eran acogidos por la institucionalidad de la Iglesia. Mantengo mi posición contraria a la violencia en esa coyuntura; pero no me atrevo a condenar a todos los que creyeron que la violencia podría haber sido una mejor salida.
Volvamos al momento histórico en que Rafael se encontró con una situación sorpresiva de dictadura militar, de persecución cruel de los adversarios, de absoluta supresión de las libertades democráticas. Tenía él la habilidad de responder con energía a las necesidades del momento y, al mismo tiempo, comprometer a otros en esa misma reacción. Lo recuerdo moviéndose constantemente en su autito, llevando de aquí para allá a gente perseguida, buscando colocarlos en refugios. Eran refugios las embajadas amigas, donde entraban los perseguidos para esperar ser liberados del país y enviados al extranjero. Me asocié a esta operación de “salvataje”. También por invitación, y sugerencia de Rafael, me incorporé a otras actividades de resistencia, al establecimiento de una publicación clandestina, El Policarpo, al apoyo a algunas “tomas” de terreno.
Mientras tanto, apoyábamos la pastoral de Iglesias comprometidas con los derechos humanos y con el logro de una democracia. Se constituyó una Coordinadora de Comunidades de Base conducidas por sus propios jefes laicos. Sus reuniones anuales juntaban a dos mil delegados, no solamente de Santiago sino de otras partes. La Zona Oeste, con Mariano Puga, era un bastión popular, una pastoral defensora del hombre, defensora de la vida y supervivencia del pueblo oprimido. Con Ollas Populares, con Comprando Juntos, con centros de subsistencia colectiva, se combatía una pobreza y una cesantía prevalentes. Acompañábamos a los familiares de detenidos desaparecidos y a las organizaciones de la Vicaría de la Solidaridad en sus acciones de protesta y de búsqueda de la justicia. En estas acciones nos encontrábamos como socios y compañeros de lucha con organizaciones de carácter político, socialistas y comunistas. Había compañerismo en la lucha común. Estábamos totalmente ajenos a las acusaciones mutuas entre católicos y comunistas, al marxismo “intrínsecamente perverso” y a la “religión opio del pueblo”. Estos dichos no se oían en absoluto.
Podríamos decir que en esos años la Iglesia desarrolló una nueva rama: la de una Iglesia liberada y liberadora de prejuicios, abierta a las situaciones emergentes; una Iglesia del pueblo o popular, en el buen sentido.
LAS BRASAS SIGUEN ARDIENDO
No podríamos decir que se realizó el sueño de Juan Caminada cuando llegó a Calama, para instituir el Movimiento Calama que abriera la Iglesia al mundo obrero y popular. No se efectuó en forma de un cambio total -casi imposible-, sino en la forma de una tercera rama o forma de la Iglesia. Además de la Iglesia conservadora de todos los tiempos, de la Iglesia de centro representada por la Democracia Cristiana, nacía una Iglesia de Izquierda, donde había socialistas, comunistas, también miristas y otras especies. Por lo menos era una Iglesia donde el obrero corriente y común podía sentirse como en casa.
Rafael fue tremendamente consecuente con sus convicciones. Eran dos: su fe religiosa y su compromiso con el mundo obrero. Fue también, hasta el final, plenamente responsable con sus compromisos miristas. Por ellos fue perseguido, fue relegado a Tongoy, donde lo pude visitar. Quebrantado en su salud lo acogió y lo cuidó una familia de obreros que lo había acompañado cuando fue bodeguero del Metro. Falleció en un centro de acogida de una congregación religiosa.
Falleció en plena posesión de su fe y en su identidad sacerdotal. No es verdad que fuera excomulgado. El arzobispo de entonces, Mons. Francisco Fresno, lo visitó en su lecho de enfermo y convino con él un acuerdo: mientras fuera vocero del MIR, no celebraría rito católico alguno, pero permanecía en plena posesión de sus facultades sacerdotales. Nunca fue excomulgado.
A partir de 1983 tuvimos nuevos arzobispos en nuestra patria. A partir de 1979 tuvimos un nuevo Papa en Roma, Juan Pablo II. Con ellos, la Iglesia, tanto universal como nacional, conoció orientaciones de restauración. A diferencia de Brasil, por ejemplo, no se apoyó desde arriba a los movimientos de las iglesias de base. En Chile la Coordinadora de Comunidades de Base fue sometida a un vicario y desapareció en el gobierno de Mons. Oviedo. La Teología de la Liberación recibió advertencias que la hacían sospechosa de influencia marxista. La Democracia Cristiana mantuvo esquemas antiguos de doctrina social que la cerraban a nuevas posiciones. Podríamos decir que habían ya avanzado en la Iglesia posiciones de Izquierda que fueron restringidas al volver la democracia al país, pero sostengo que las brasas siguen ardiendo.
Se podría considerar como un logro que la Democracia Cristiana y el Partido Socialista hayan podido gobernar amigablemente veinte años en Chile, y que las posiciones del Concilio Vaticano II estén brotando al cumplirse 50 años de su fin, y sean tan acogidas por el mundo laical. La crisis de la Iglesia actual es en cierta manera la crisis de las posiciones antiguas, y hay que buscar en el mundo laical y de la Izquierda los gérmenes de revitalización que han quedado en ellos.
P. JOSE ALDUNATE, S.J.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 788, 23 de agosto, 2013)
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