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Aborto: el debate imposible
INCIDENTES al interior de la catedral de Santiago.
Los incidentes del 25 de julio pasado en la catedral de Santiago, al finalizar una marcha a favor del aborto, reflejan algunas de las carencias más graves de nuestra sociedad. Poco importa la posición que se tenga ante el dilema moral de la interrupción del embarazo. Lo que sucedió esa noche, cuando una parte de los manifestantes sobrepasó a los convocantes de la manifestación e ingresó a la catedral de forma agresiva e insultante, no se puede justificar ni entender bajo ningún concepto. Se trata de un ataque directo a la libertad de conciencia y al derecho a la práctica religiosa de las personas que allí se encontraban. No importa si se trata de una catedral católica, de una mezquita o de un santuario ancestral de pueblos indígenas. Con razón el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) condenó los sucesos recordando el deber de “respetar las expresiones culturales y religiosas de la sociedad” ya que “la libertad de culto así como la garantía de su ejercicio también se encuentran amparados por la Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos”.
¿Cómo se llegó a esta situación? ¿Qué deberíamos promover para que nunca se repita? Estas preguntas exigen explorar el contexto, sin ningún afán de disculpar los agravios y ultrajes que cometieron los manifestantes. Se trata de situar el suceso a partir de un criterio interpretativo: los sucesos de la catedral evidencian una falta de cualificación de nuestra sociedad para deliberar críticamente sobre dilemas ético-políticos. Esta incapacidad no es “natural”. Los chilenos poseemos el mismo potencial de racionalidad crítica y de argumentación cívica que cualquier pueblo del planeta. No se trata de un problema del carácter “latino” o de un temperamento pasional. Es una incompetencia adquirida, que tiene causas humanas, muchas de ellas promovidas deliberadamente con el afán de deshabilitar las capacidades de juicio y argumentativa de la ciudadanía.
Es muy probable que los manifestantes que ingresaron a la catedral lo hicieron animados por la convicción de estar realizando un acto de radicalidad en la defensa de sus derechos. Pero se trata de radicalidad en la forma, que encubre una debilidad de convicciones. Como decía Marx: “Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo(1)”. Radicalidad en bioética es explorar la totalidad de los dilemas, asumiendo que no existen leyes naturales ni verdades reveladas que puedan zanjar problemas como el aborto, la eutanasia o la clonación genética de una vez y para siempre. Este punto de partida vale tanto para descalificar los fundamentalismos religiosos, que clausuran el debate a partir de sus particulares doctrinas comprehensivas del bien, pero también para rechazar las formas “laicas” de fundamentalismo, que enarbolan posiciones igualmente dogmáticas y totalizantes en estas materias. Enfrentados a creencias religiosas, ideológicas o criterios de utilidad diametralmente distintos e inconmensurables, nuestra única posibilidad de convivir políticamente es identificar dialógicamente criterios procedimentales de justicia que nos permitan “des-sustantivizar” estas discusiones y situarlas en el ámbito de la razón práctica. El otro camino es una forma moderna de guerra de religiones, en la que todo se resuelve sobre la base del poder y la fuerza, ya que nadie va a cambiar un ápice en sus convicciones.
En el caso del aborto, legalmente nada ha cambiado desde el 15 de septiembre de 1989, cuando el almirante José Toribio Merino reformó el artículo 119 del Código Sanitario con el fin de impedir la interrupción del embarazo con fines terapéuticos, situándonos en el grupo de los países más restrictivos del mundo en materia de aborto. Pero en estos años nuestra sociedad ha cambiado mucho. El reciente “caso Belén” se suma a muchos otros, menos publicitados, que revelan lo aberrante de la actual legislación. ¿Que debería hacer (o haber hecho) esta niña de Puerto Montt, violada por su padrastro y embarazada de más de tres meses? Sería deseable que tuviera más de una opción a la cual recurrir, y que ella y su madre dispusieran de amplia libertad e información para optar en conciencia. Pero en el Chile actual se trata de una pregunta irrelevante, porque legalmente Belén sólo tuvo una alternativa. Cualquier forma de interrupción del embarazo, sin importar contexto ni atenuante, está igualmente penalizada. Y los debates sobre las opciones que la ley podría ofrecer a futuro también están clausurados. En ese sentido, Belén demostró mucha madurez, como dijo Sebastián Piñera. Pero es la madurez que da la pobreza y la cruel realidad, de quien a sus pocos años ya sabe lo que puede o no puede hacer en una sociedad que ha decidido anticipadamente por ella y su familia.
Nunca podremos dar respuesta al problema de Belén si no aprendemos a distinguir entre lo legal, lo científico y lo moral. Ello supone diferenciar, discernir y complejizar la discusión. Salir del blanco y negro del “aborto sí” o el “aborto no” y reconocer que la vida humana se despliega en un infinito abanico de grises, reconociendo al mismo tiempo y en el mismo plano su autonomía y dignidad. Tomás de Aquino lo tenía muy claro: ni todo lo moralmente reprochable es delito, ni tampoco todo lo legal es moralmente aceptable. Son planos diferentes. Los jueces deben imputar y sancionar lo que señala la ley como delictivo. La conciencia moral de las personas debe actuar en el fuero íntimo, juzgando sin importar si lo realizado es legal o ilegal. Y la convicción religiosa debe inspirar en la búsqueda inacabable del bien y la trascendencia.
El objetivo de una ley es salvaguardar derechos y bienes jurídicos. No le corresponde definir científicamente el comienzo de la vida humana, ni dictaminar lo éticamente bueno ni deseable, ni declarar lo que es pecado o virtud. El legislador debe delimitar un área en la que se garantice un mínimo de justicia en contextos en los cuales no existe una solución óptima, unánime y universal. Las iglesias y organizaciones religiosas deben disponer de amplia libertad para expresar su posición doctrinal, pero a la vez este derecho se debe diferenciar claramente de cualquier intento de imposición que vulnere la laicidad del Estado. Esta distinción es la que explica que en sociedades desarrolladas, incluso en Italia, parlamentarios católicos hayan votado hace décadas a favor de leyes que despenalizan el aborto en determinados contextos. Como lo explica el jesuita Juan Masiá: “Un diputado/a creyente podrá mantener su convicción en favor de la vida naciente y, a la vez, apoyar una legislación que despenalice en determinados supuestos las opciones autónomas de la madre acerca de la interrupción de su embarazo. Este diputado/a, moralmente responsable y religiosamente creyente, puede mantener la convicción de que no es justificable (ni por ética ni por fe) una determinada interrupción del embarazo y actuar en su vida de acuerdo con dicha convicción. Pero, al mismo tiempo, puede apoyar una ley que no penaliza el aborto en determinados supuestos. Este diputado/a no confunde el ámbito de lo penal con el de lo moral y lo religioso; asímismo, su obispo no le impondrá en nombre de la moral o la religión lo que debe votar(2)”.
Lo fundamental es reconocer que el ser humano no es una máquina que se enchufa y desenchufa mecánicamente. Hoy existe el peligro real de cosificar “lo humano” y no es necesario adherir a creencias religiosas para constatarlo. Jürgen Habermas, el gran filósofo alemán de nuestro tiempo, ha dedicado buena parte de su obra en los últimos años a denunciar lo que llama una “eugenesia liberal”, en la cual el ser humano se somete a un mercado genético, librado a la oferta y la demanda, orientado a satisfacer los gustos de los progenitores que pueden pagarlo(3). La pesadilla de una sociedad de seres predefinidos genéticamente como alfas, betas y gamas, como lo anticipó Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz, es hoy tecnológicamente posible y las presiones del gran capital se mueven claramente a favor de esta solución. Ante este desafío, no importa si eres cristiano, marxista, musulmán o librepensador: lo importante es levantar criterios compartidos que resguarden al ser humano como fin en sí mismo, y no como instrumento de intereses financieros y productivos. Ni pro-life ni pro-choice, la historia nos exige ser pro-persona. Porque no hay, ni nunca podrá haber, dicotomía entre estar a favor de la vida y estar a favor de decidir. Porque una vida sin libertad no merece ser vivida, pero una libertad que no dignifica la vida no es más que opresión encubierta.
ALVARO RAMIS
Notas
(1) Marx, Karl. “En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”, en La Sagrada Familia, Editorial Grijalbo, México, 1967.
(2) Masiá Clavel, Juan. “Ley, ciencia y conciencia ante el aborto”, El País, 13 de mayo de 2013.
(3) Habermas, Jürgen, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona, 2002.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 787, 9 de agosto, 2013)
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