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Premio Nobel al absurdo
¿Qué tal si nominamos al pacificador ministro Hinzpeter al Premio Nobel de la Paz? ¿O a los talibanes afganos? Al menos a la facción moderada, esa que negocia en secreto la retirada de Estados Unidos mientras bombardea las escuelas de niñas. También se podría pensar en el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, quien luego de implementar por una década las salvajes políticas militares de Alvaro Uribe ha tenido que reconocer que la única manera de acabar con el conflicto colombiano es en una mesa de negociación y no en el campo de batalla. Si este año se ha premiado a la Unión Europea, y en 2009 a Barack Obama, no creo que sea imposible que estos candidatos puedan ser reconocidos. Recordemos que el Nobel de la Paz también lo recibió Henry Kissinger el 10 de diciembre de 1973, sólo tres meses después del mayor triunfo militar de su carrera: el derrocamiento del presidente Salvador Allende.
Admito que no me gustaría estar en la piel de quienes tienen que deliberar y definir este premio. También reconozco que si algunos premiados han sido derechamente repudiables, en la mayoría de las ocasiones el premio ha sido merecido y ha colaborado a hacer visibles violaciones a los derechos humanos y fortalecer las luchas no violentas de los pueblos. Pero el comité noruego ha argumentado esta vez que la Unión Europea ha contribuido “durante seis décadas al avance de la paz y la reconciliación, la democracia, y los derechos humanos en Europa”. En teoría, así es. En la práctica ha ocurrido algo totalmente diferente, y sobre una mentira a medias no se construye una media verdad.
El ideal cosmopolita y post-nacional que ha impulsado la conformación de la Unión Europea es uno de los proyectos más desafiantes que pueda contemplar la Humanidad en el siglo XXI. Podemos rastrear en esta aspiración los valores más preciados de la Ilustración, expresados en la idea de “paz perpetua” de Kant, el contractualismo social de Rousseau y el internacionalismo de Marx. Con mucha razón Lula afirmó recientemente que la integración europea no sólo es un patrimonio de los ciudadanos europeos, sino que es un patrimonio de la Humanidad. Si Europa fracasa en su objetivo de construir su integración, no cabe cifrar muchas esperanzas en nuestros proyectos de integración latinoamericana. Si Europa no logra mantener su Estado de bienestar y sus políticas de cohesión social, no cabe hacerse ilusiones de lograr algo semejante en América Latina. Si Europa no logra preservar los derechos laborales de sus trabajadores, se hace difícil conservar el optimismo respecto a garantizar el trabajo decente en nuestros países. Sin embargo, hacer estas constataciones no puede llevarnos a olvidar cuál ha sido la evolución concreta de Europa en las últimas décadas.
Es difícil saber cuándo ocurrió, pero en algún momento el proyecto europeo perdió el rumbo. ¿Fue el día en que François Mitterrand convenció a su socio alemán Helmut Kohl de embarcarse en el proyecto del euro? ¿O tal vez en 1992, con la firma del tratado de Maastricht, como aplicación europea del Consenso de Washington? ¿O fue en 2005, cuando los ciudadanos de Francia y Holanda rechazaron en las urnas una “Constitución Europea” decidida entre cuatro paredes y que consagraba definitivamente la orientación neoliberal de sus políticas? ¿O tal vez en 2007, cuando la Comisión Europea decidió aprobar los mismos contenidos de esa fallida Constitución por medio del Tratado de Lisboa? ¿O acaso en 2008, cuando el Parlamento Europeo aprobó la directiva de la vergüenza, que criminaliza a los inmigrantes sin papeles? ¿O fue en 2010, cuando bajo las amenazas del infierno se obligó a los irlandeses a repetir un referéndum con que habían rechazado el Tratado de Lisboa, en 2009? ¿O ha sido en 2011, cuando han convertido a Grecia y Portugal en países secuestrados, esclavos de una deuda tan injusta como impagable? ¿O es sólo ahora, en 2012, cuando han arrojado al precipicio social a España e Italia?
Por todo esto será difícil convencer a irlandeses, griegos, portugueses, italianos o españoles de los méritos de esta fausta institución para recibir tan prestigiado galardón. Porque lo que ven es que sus derechos sociales y sus democracias están siendo desmanteladas a una velocidad galopante y la Unión Europea, lejos de inhibir este proceso, lo incentiva a marcha forzada y sin piedad, bajo la excusa de mantener a flote el euro y salvar a sus instituciones financieras.
Para América Latina lo que pase en Europa no es indiferente. En los 80 y 90 nuestro continente fue el conejillo de Indias de los poderes financieros globales. El proyecto tuvo un nombre: impedir que los países del sur global accedieran a derechos sociales y a democracias de calidad. Hoy hay un nuevo experimento: desmantelar los Estados de bienestar ya consolidados y desmontar las democracias avanzadas hasta reducirlas a papel mojado. Si lo logran, ya sabemos lo que nos espera.
Alvaro Ramis
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 769, 26 de octubre, 2012)
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