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La luca de Dios
Al alcalde de la comuna de Independencia, el advenimiento de la cultura imperante lo encontró bastante crecidito. Aun así, este predicador vivo entre los vivos, es un producto de este tiempo de dos caras, de realidades antípodas, polares e irreconciliables que fundó la Concertación nadie sabe con exactitud cuándo, pero cuya primera piedra fue puesta un martes once, cuando pilotos de la Fuerza Aérea de Chile bombardearon La Moneda.
Pero la conducta de este predicador edil no es tan distinta a la de otros personajes con más mérito intelectual y más poder, como aquellos que han gobernado con bonos electorales, dádivas, arreglines, acomodos, coimas, sobresueldos y un sinfín de técnicas algo más prolijas que la “luca” de Dios. Lo de Garrido no es tan distinto a otras formas de corrupción, manipulación o abuso, que son evidentes y reiteradas en casi todo lo que hacen las autoridades. De partida, todas casi eternas -como el alcalde-. Es una expresión de la cultura dominante. Pero no es la única.
Que un general de la República manifieste su odio por los pobres, los homosexuales y ciertos creyentes, confirma que la bipolaridad en Chile es una marca indeleble, que no es nada nuevo. El clasismo de las fuerza armadas, su aversión por todo lo que huela a roto, los llevó a demoler La Moneda con tanques y aviones. Y luego, a perseguir con saña a gente del pueblo hasta sumar miles de muertos y desaparecidos, centenares de miles de torturados y otros tantos exiliados.
Tampoco es posible desagregar de esta cultura el hecho atroz que, en virtud de reglamentos absurdos, un cruel degollador pueda caminar por las calles como si nada, mientras en las cárceles cumplen penas increíbles quienes roban dos chauchas. Luchadores contra el tirano no pueden regresar a su país, pero sujetos como el diputado Moreira, y los que adoran no sólo el bastón del dictador sino que el conjunto de su obra imperecedera de muertos, desaparecidos y torturados -que deberían estar condenados por autores, cómplices o encubridores-, gozan de todos los beneficios que otorga el sistema a los ganadores. Duermen, como si no le debieran a nadie.
El Rata es acusado de matar a un policía y las autoridades claman al cielo por justicia. Este niño, nieto de sangre de los cuatro presidentes de la Concertación y sobrino de sus príncipes y escuderos, no es más producto de esta cultura que el mismo paco que cae cuidando un supermercado. Ese niño y todos cuantos se le parezcan son el resultado más elocuente y penoso de la cultura que dio sus primeros pasos una vez que se dio el vamos a una transición que nunca fue, que aún espera.
Hoy es común saber de un niño de sexto básico con una treinta y ocho en el cinto. No llama la atención a casi nadie que un enano que dejó no hace mucho el jardín infantil ya haya matado a alguien. Estas noticias, pasadas por las pantallas de las televisoras del sistema en la sección policial, deberían ser los titulares de la sección cultura.
De vez en cuando salen por la tele las legiones de pobres que fueron trasladados a vivir en guetos subhumanos donde el diablo perdió el poncho y todo lo demás, y por esa vía condenadas a reproducirse en una sopa de carencias y marginalidad de la que no va a salir nada distinto a lo que ya viene saliendo. En esas zonas prohibidas, en esas antípodas del poder y la riqueza, ¿cuál será la esperanza mayor de millones de Ratas y Cizarros?
Los administradores de esta esquizofrenia dotan a esas bocas de lobo con escuelas que sólo van a reproducir al abecedario de la delincuencia en cualquiera de sus variantes, con hospitales para ayudar a morir, calles de espanto y habitaciones misérrimas, aunque cada una con su antena parabólica en los techos enclenques.
No son accidentes aislados los que explican la partición irreconciliable que define este país. Se hablan dos idiomas, las sumas y las restas son distintas según quien tenga la calculadora. El humo en un barrio es señal de estatus y en otro, la cosa negra que mata. Un mismo río tiene una cara bucólica en una punta y en la otra, es el hábitat en que las gaviotas, lejos del mar, intentan limpiar la mierda. Hasta los muertos valen distinto, según del lado que caigan.
Un político se ofrece para arreglarlo todo, y después vota en contra. Un carabinero salva a una niña en un atropello, y a la misma hora un paco despachurra de un palo a una niña idéntica. Un compañero levanta el puño y canta el himno de los himnos, y luego deja caer un puñetazo que rompe las esperanzas de quien alguna vez cometió el pecado de creerle. Un rico roba y los tribunales le piden disculpas por la molestia. Por lo mismo, un pobre es condenado a varios años por competencia desleal. Corruptos, mentirosos, ladrones, frescos y traidores mutan para posar abrazados con otros corruptos, mentirosos, ladrones, frescos y traidores. Un aguerrido dirigente universitario, mediante el arte del transformismo en estado puro, puede virar y llegar a ser un gordo y encorbatado candidato, valorando todo eso que poco antes había dicho que despreciaba.
Este es el legado de la Concertación. La tragedia de un país partido por la mitad con un tajo más profundo que todos los anteriores, lo que ya era demasiado. Es un país de tutsis y hutus, de chiitas y sunitas, de moros y cristianos, de blancos y negros, de chunchos e indios, de buenos y malos, de ganadores y perdedores, de tribuna y galucha, de giles y vivos. El país de la luca de Dios.
Naciste en un bando. Acostúmbrate, de ahí no vas a salir.
Ricardo Candia
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 767, 28 de septiembre, 2012)
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