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Yo nunca he leído a Lenin
VLADIMIR Lenin (centro) con León Trotsky (izq.) y Lev Kámenev durante un congreso del PC, 6 de mayo de 1920. Trotsky fue asesinado en México en 1940 y Kámenev, primer jefe de estado del Estado soviético fue fusilado en 1936, ambos víctimas de Stalin.
Muy escasas veces escribo en primera persona. Considero que hablar de uno tiene la misma carga aburrida y estéril que mirarse media hora seguida en un espejo. Sin embargo, a propósito de una columna publicada por elclarín.cl, se formó un debate entre varias personas y una de ellas me recomendó leer a Lenin.
Confieso que jamás he leído a Lenin y esa discusión entre anónimos e identificados me hizo pensar por qué nunca lo he hecho. En mi casa crecí escuchando las historias que a mi mamá le contaba mi abuelo acerca de la República de los soviets, de cómo los campesinos, los soldados y los obreros habían construido un país sin explotados y explotadores. En aquellos tiempos, en los campos de Malleco no había luz eléctrica, escuelas, esperanzas, ni libros de Lenin.
En los galpones de la estación de trenes mi abuelo Pedro escribía, por los años treinta y cuarenta, consignas revolucionarias amparado por la oscuridad y el silencio. Era de baja estatura, usaba terno negro, bigote y sombrero de anarquista. Se ganaba la vida como carpintero. A su hija Blanca le contaba historias heroicas de la Rusia soviética en el secreto de su casa de campesino pobre y perseguido por rojo y respondón. Un patrón de fusta y caballo alazán lo echó del fundo y le quitó sus herramientas de trabajador. Luego, mi abuelo Pedro se murió de tuberculosis.
A mi madre todavía niña nunca se le olvidó lo que el mueblista Pedro Cares le contó sobre ese mundo distinto al que había conocido en su corta vida: trabajo de sol a sol, una galleta por alimento, maltrato, explotación, hambre, sudor y penas. Tampoco su esperanza de un mundo en que a las personas se les respetara en tanto seres humanos dotados de derechos. La tierra podía ser el paraíso de toda la Humanidad.
La hija del mueblista tuvo nueve hijos con un obrero ferroviario de la maestranza de San Bernardo. Cuando tomábamos desayuno nos contaba esas historias secretas. Y, junto con el pan amasado que hacía y la leche que nos daba, nos fuimos alimentando con esas historias para entrar al duro mundo que esperaba por nosotros.
Cuando Salvador Allende ganó las elecciones, ya mi madre venía votando por él desde hacía mucho. Las palabras de aquel médico rechoncho, la poesía que ponía en sus discursos, eran como las de su padre en entonación y promesas. Ese socialismo que le auguraba Pedro Cares a su hija, se parecía al que refería Salvador Allende. Días después de la elección, yo ya militaba. Y más tarde lo harían casi todos mis hermanos.
Cada día de la Unidad Popular tuvo la magia de parecer el primero, pero también el último de la historia. Nos largamos a vivir la vida brincando con una energía que parecía ser infinita: había que estudiar, trabajar, salir a rayar paredes y desfilar al otro día. Para todo eso y más, alcanzaba la vida. Por eso no había tiempo de leer a Lenin. Una vez el “Choño” Sanhueza nos dijo que el enemigo fundamental era el imperialismo norteamericano y yo me convencí que esa era suficiente teoría.
Hasta que cayó la noche y comenzó otra vida. Murieron compañeros, otros desaparecieron. Nosotros teníamos alguna idea del trabajo clandestino, así que en breve estábamos funcionando. Yo había tenido, en plena Unidad Popular, misiones clandestinas muy extrañas que no contaré porque no me creerían. Y también por un sentido de la lealtad que mantendré siempre. De manera que no fue muy difícil comenzar a trabajar. Se hizo lo que se pudo. Los compañeros me encomendaban trabajos y responsabilidades, que cumplí con resultados variables. Por mucho tiempo se vivió con otro nombre, pero con el mismo miedo y sin leer a Lenin por razones de seguridad.
Un día me mandaron en una misión al extranjero. Fue una de las mejores cosas que me han pasado. Fue una experiencia formadora, cuyos ecos aún retumban en mi memoria. Allá, lo último que habría hecho, sería haber leído a Lenin. En mi tiempo libre, dormía. De vuelta fui destinado a variadas tareas, una de las más importantes y formadoras fue hacer de jefe en algunas regiones. Trabajé con compañeros valientes, audaces, sencillos, decididos. Por años pasamos frío, hambre, miedo. Pero algo se hizo.
Una vez estuve a punto de hacerme de un libro de Lenin: Escritos militares. Ahora me arrepiento de haberlo rechazado. El compañero que me lo llevó era quien me atendía una vez al mes, a nombre de los jefes superiores. Ahora es dirigente de los profesores y debería recordar la vez que le dije que devolvía el libro porque apenas podía hacer mi trabajo con el poco dinero disponible, y porque nadie me había preguntado si lo quería o no. Hoy sería una joya bibliográfica.
Después caí preso. En la Calle Cinco, vivíamos muy organizados y disciplinados más de cien presos políticos. Una vez los jefes me dijeron que estaban organizando una escuela de cuadros, obviamente clandestina, y que me destinaban a ser el profesor de normas leninistas de organización. Debía por lo tanto leer a Lenin -en el penal circulaban sus libros- para preparar mis clases. No alcancé porque por esos días me dieron la libertad.
Mis hermanos andaban cada quien en lo suyo, desparramados por el país. Mi hermana transmitía desde su casa con una radio clandestina y guardaba bajo su cama el producto de algunas recuperaciones. El enfrentamiento con la dictadura subía en calidad y cantidad. Teníamos el pálpito que se venía algo grande, pero también teníamos dudas.
Contrariando mis órdenes y arriesgando mi seguridad, fui a ver a mi madre para saber de ella y de mis hermanos. Vivía sobresaltada por las noticias. Temía que un día dijeran que había caído uno de sus hijos. Escuchaba todos los días Radio Moscú y la Cooperativa, hasta muy tarde. Esperaba que en donde estuviéramos hubiera alguien que nos cuidara como ella cuidaba a los combatientes que llegaban a nuestra casa. Les daba del pan que amasaba, les lavaba la ropa, les pedía que se cuidaran.
Esa vez me dijo que quería conversar conmigo. Su mirada campesina era de una transparencia honesta y profunda cuando me pidió: “Hijo, creo que se va a venir la guerra. Y deberán ir a pelear. Yo estoy muy vieja para ir con ustedes. Pero quiero que les digas a los compañeros que yo les haré el pan mientras ustedes combaten”.
Ese fue el único curso de cuadro que tuve y quise en mi larga vida militante. Y ese día me di cuenta que jamás iba a leer a Lenin.
RICARDO CANDIA CARES
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 766, 14 de septiembre, 2012)
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