Punto Final, Nº 759 – Desde el 8 al 21 de junio de 2012.
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Algunos eventos recientes, con aparente desconexión entre ellos, han dejado una vomitiva estela de malos olores. Sólo por nombrar dos: los cerdos de Freirina y las declaraciones del ex presidente Patricio Aylwin. Aunque no parezca, entre estos dos casos de podredumbre hay una vinculación que los une de manera íntima, aunque no muy evidente para el observador inadvertido. Ambos son negocios que pretenden, como cualquiera, optimizar ganancias y minimizar pérdidas.
No importa si se asesina el medioambiente, se secan los ríos, se envenena el agua y se abusa de la ya castigada gente, como hizo Agrosuper, la empresa explotadora de cerdos. O, en el caso del ex presidente, se elude responsabilidad en el motín criminal de los militares y se miente de manera descarada, que es una forma de degradación.
De corresponder sólo a su opinión, las expresiones de Aylwin serían no mucho más que palabras dichas con la chochería de sus noventa y tres años. Pero respondiendo, como en efecto es, a una convicción política conocida desde hace mucho, no debería motivar ningún escándalo. Salvo para aquellos cándidos que lo creen un demócrata cabal.
Asimilar las declaraciones del ex presidente a las de un viejito gagá, es mirar para otro lado. Sus dichos obedecen a una convicción desde remotos tiempos, cuando sus vinculaciones con la CIA y el Departamento de Estado tomaban la forma de pagos en contante y sonante para desestabilizar el gobierno de Salvador Allende. El acuoso ex presidente jamás ha dicho esta boca es mía para negar lo que dijeron en su oportunidad los senadores norteamericanos que investigaron esa época, cuando demostraron que la mano del Tío Sam dejó caer generosamente millones de dólares para sus arcas partidarias. Quizás con el paso de los años, habrá olvidado el olor del dinero.
Pero las palabras de este demócrata “en la medida de lo posible” han tenido y seguirán teniendo efectos secundarios en un sistema político con muestras de fragilidad que mantiene en vilo a sus sostenedores. Como el pavor de los que ven alejarse la posibilidad de acomodos políticos con vista a las presidenciales, que los ha llevado a reaccionar de manera tibia ante las agraviantes palabras de Aylwin. Quienes han debido sacar fuerte la voz en defensa de la verdad corrompida en las palabras de ese señor, han dicho dos o tres cositas desinfectadas y blandengues.
Hasta ahora, nadie de la casta política ha dicho que este fiel representante de quienes han dirigido el país durante cincuenta años miente con descaro. Y que lo ha hecho sobre la base de principios que le son tan caros: su anticomunismo visceral, su desprecio inevitable a todo lo que huela a pueblo, su retorcida manera de autodefinirse como demócrata, transfigurando hechos comprobados en versiones inocuas.
En gran medida, esta ética política ha hecho escuela en la oligarquía que se ha repartido el poder en más de veinte años de posdictadura. En este lapso se ha perfeccionado un método en que, por sobre todo, está el fin. Los medios, las formas y los principios que antes eran insalvables, hoy ya no juegan.
De vez en cuando aparecen elementos de conflicto, pero no pasan de ser cachañas que sólo sirven para acomodar las aristas, limar las asperezas y suavizar las formas. No es otra cosa lo que pasó en la cuenta presidencial del 21 de mayo. Tras anuncios con fanfarrias, parecía que los diputados y senadores de la oposición harían un festín de protestas que violarían las costumbres republicanas.
Pero sólo fueron protestas piñuflas. Algún parlamentario mostró un cartelito profiláctico, otro lució una chapita de jardín infantil y el más audaz, dijo dos o tres cositas inofensivas.
Veinte años de vida en común deben tener su efecto en la relación cotidiana de los matrimonios. Sobre todo si ya se cumplieron las bodas de porcelana y se superó con creces la comezón del séptimo año. En esos casos, de vez en cuando se difiere por detalles nimios, pero, enfrentados a las responsabilidades de la descendencia y el futuro común, desaparecen una vez que bailan a la luz de las velas, y se juran amor y fidelidad para lo que resta de eternidad.
Las dos almas de la misma derecha que ha instalado esta cultura que con frecuencia deja de manifiesto sus olores nauseabundos, han sabido controlar los efectos de las desavenencias.
Es cierto que las declaraciones del ex presidente “en la medida de lo posible” agregan un pelo a la sopa, pero nada que no se resuelva con comprensión y mucho amor. Lo que vale es el destino, donde unos y otros están indisolublemente unidos. Sabiendo que es más lo que los une que aquello que los separa, se perdonan y se besan. Luego copulan y todo comienza de nuevo. El aroma perfecto del poder siempre podrá más que el olor de sus propias excretas.

RICARDO CANDIA CARES

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 759, 8 de junio, 2012.

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