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Cuando todos
somos culpables, nadie lo es
Autor: Ricardo Candia Cares
De vez en cuando, el furor democrático afecta el sentido de orientación de algunas personas bienintencionadas y, repitiendo la monserga impuesta en años de reiteración machacona, se llega a creer que, en efecto, ante las tremendas calamidades que de vez en cuando afectan a la gente, todos tenemos la culpa.
Como para quedar bien con Dios y mejor con el diablo, se acepta sin más que las innumerables tragedias que han afectado siempre a los más desposeídos son culpa tanto de ellos, como de los que tienen la sartén y todo el resto por el mango.
No ha faltado el alma caritativa que ha dicho, sin que se le mueva un músculo de la cara, que la situación de los 33 mineros es una responsabilidad no sólo de los empresarios canallas, sino de los irresponsables trabajadores. Que el cerro se haya caído sobre sus espaldas -debajo del cual ganaban un sueldo de miseria comparado con lo que sus poderosos dueños se echaban a las faltriqueras-, sería en parte responsabilidad de ellos mismos.
Aceptar que todos fuimos es decir que nadie fue.
La consabida frase la inventaron los poderosos para diluir sus culpas y responsabilidades y es utilizada profusamente cuando los males se dejan caer con la fuerza de la venganza sobre los más desposeídos. Los otros, ricos, poderosos por gracia divina, por una certeza indesmentible del destino, siempre están a salvo. Y cuando les toca bailar con la fea, el despliegue de las autoridades, del Estado y todo lo demás, resulta enternecedor.
Así fue cuando, por desgracia para sus familias, unas jóvenes estudiantes murieron en un accidente de tránsito en el desierto de Atacama, hace unos años. Muy lejos de ahí, y de las autoridades de la época, una familia mapuche era diezmada por el fuego con el que intentaban entibar su pobreza. El trato para unos y otros fue vergonzosamente desigual.
Pero el caso en que son los poderosos los que la pasan mal, sólo se da en las películas. En la vida real, los dueños, administradores y sicarios, siempre están a salvo de las desgracias que de tarde en tarde ensombrecen el cielo de los pobres. Ya sea por terremoto, aguacero o milico.
Para el que quiera ver, la desgracia de los mineros de Copiapó es la suma de las desgracias de todos los trabajadores que día a día sufren accidentes iguales o peores. Hoy, se ha movido una maquinaria, perforadora y mediática, para salvar a esos “viejos”. Pero cuando un trabajador o trabajadora muere por derrumbe, veneno o miseria, nadie sabe. No sale en los noticieros, ni se alzan los estandartes tullidos de quienes deberían defenderlos.
No todos somos culpables. Como el pueblo no fue culpable del bombardeo del palacio de La Moneda por parte de la Fuerza Aérea hace 37 años. Como tampoco que sus esfuerzos por sacudirse de la tiranía hayan sido capitalizado por los acomodados de siempre. Como, mucho menos, de la traición de los gobiernos de la Concertación a sus propias promesas democratizadoras. ¿Qué responsabilidad tienen los desheredados y marginales si las organizaciones que nacieron para defenderlos se han oxidado y engordado sus dirigentes? Culpables no son los mapuches de haber sido durante tantos años víctimas del desprecio, la humillación y el despojo.
Los culpables de las calamidades que sufre el populacho son otros. Son los que fundaron un país en que todo tiene precio y muy poco valor. Culpables son quienes estúpidamente juntan riquezas que no valdrán un pucho el día en que el planetita reviente. ¿Qué culpa tendrá en la degradación del planeta un miserable don nadie de las postrimerías de la ciudad, un indio de las montañas, un pescador sin peces, un profesor endeudado en muchas veces su jornal?
Los poderosos, los locales y los foráneos, llevan al mundo al descalabro mediante millones de descalabros pequeños y cotidianos. La sumatoria es un camino que se acerca al punto de no retorno. En el camino a ese infortunio global, el populacho que gasta apenas el oxígeno gratis con el que respira, no tiene mucha responsabilidad.
Muchos advierten acerca de las consecuencias infernales que traería una guerra nuclear. Los poderosos dueños de esas armas hacen caso omiso. Y aumentan la producción de armas que sólo traerán sufrimiento y muerte y acercarán al mundo al Armagedón.
Basta de repetir la monserga ilegítima de que todos fuimos. Que es como decir que las víctimas tienen la culpa de exponerse ante el victimario, que el ratón tiene la culpa que se lo coma el gato, el explotado que se lo sirva cada día el explotador, el asesinado de haberse cruzado en el camino del criminal.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 720, 15 de octubre, 2010)
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