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Tragedias mineras
Sobrevivientes cuentan sus historias
Autor: MARCELO GARAY VERGARA
En Copiapó
AMERICO Méndez. Hoy tiene 60 años y vive en Santiago. Trabaja en la industria de la confección.
Treinta y tres vidas deben ser arrancadas a como dé lugar de las entrañas de la mina San José, en Copiapó. Pero tendrán que pasar varias semanas, o meses, para que se concrete ese anunciado final que trajo consigo la noticia de que están vivos, tras el contacto alcanzado a 17 días de ocurrido el colapso del yacimiento. Desde entonces, se trabaja a paso acelerado para traerlos de regreso. Tecnología de punta y sofisticada maquinaria están haciendo lo suyo. Y ahora que un país entero goza sabiendo que la astucia y el conocimiento de la mina les permitieron estar a salvo, sólo queda esperar. Esperar y resistir como lo siguen haciendo los 33, para no engrosar la nefasta lista de lápidas que ornan el Chile minero.
Fue la pericia de “zorros mineros” que cada uno de los 33 carga, la que los ha tenido viviendo con temperaturas de hasta 40 grados Celsius, niveles de humedad que superan el 90 por ciento, y casi en el ahogo que provocan los bolsones de polvo que se acumulan en el fondo de esta antigua mina de oro y cobre explotada desde 1890.
Desde el primer contacto que permitió saber que estaban con vida, se ha avanzado para establecer una comunicación permanente, enviar agua y alimentos y chequear sus condiciones de salud. Eso, mientras se trabaja en nuevas tareas de sondaje y la planificación técnica para la perforación de un ducto que permitirá sacarlos desde el fondo del pique.
¡Es día de pago!
La tarea es difícil. Los rescatistas y las familias de los atrapados lo saben. El tiempo vuela y las dificultades comenzarán a surgir tarde o temprano. Lo importante es no desesperarse y tener fe, como cree Pedro Garcés, un pirquinero de Curanilahue, en la región del Bío Bío. El 17 de agosto de 2005, Garcés quedó atrapado durante cuatro días a 90 mts. de profundidad en un pirquén. Solo. En silencio. Un golpe de agua lo sumergió cuando cumplía el primer turno junto a seis compañeros en el pique La Juanita, de Curanilahue. Una semana antes, otro minero había muerto aplastado bajo un montón de hulla.
La muerte rondaba en el chiflón, pero no importaba. Ni a Pedro ni a sus compañeros. Menos al futre. Una nueva tragedia se sumaba a la bitácora fatal de la casi extinguida industria del carbón del sur de Chile. Le antecedían explosiones de gas grisú, colapsos, incendios y cientos de derrumbes e inundaciones de los que pocos salieron airosos. Hombres que soportaron inanición, rogaron a Dios y -sedientos a veces-, bebieron su orina para mantenerse con vida.
Pedro alcanzó un lugar seco. Tanteando en la oscuridad dio con un trozo de madera, lo acomodó como pudo sobre la superficie y se sentó. Tiritaba. Se quitó la sucia polera que vestía, los pantalones y las rústicas botas de goma que calzaba: “¡Puta!, no más agüita, flaquito!”, exclamó, recordando al Jesús en el que creía sin mucha devoción. El agua no subió más. Durmió, cree, unas tres horas en el nicho subterráneo de apenas 1.5 mts. de altura por casi 2 mts., sin comida ni agua que beber. Esa fue la rutina en los siguientes días. Pero el hambre comenzó a vencerlo. El aire enrarecido calaba en su garganta y aunque tragó saliva, no pudo con la picazón. Su cabeza lidiaba con la locura, pero no cedió.
“Yo no sentía hambre ni nada. Lo único es que me ahorcaba la sed y eso me estaba haciendo mal. Entonces tomaba de mi pichí, porque se me secaba la garganta. Hacía ejercicios, sobándome las piernas, los brazos. Después me sentaba y seguía durmiendo. Yo pensaba en dormir no más. Sabía que tenía que salir de ahí y esperaba la luz”, recuerda hoy, sentado en el sillón de su casa, a cinco años de ese episodio que le valió el mote de “el muerto vivo”.
Veinte años trabajando como pirquinero, tal cual su padre y sus hermanos, la soledad le brindó una calma increíble. El agua fue chupada desde fuera por bomberos y rescatistas cuando Pedro llevaba tres días atrapado. A partir de allí, comenzó la búsqueda. Un policía dio con él entre los recovecos del socavón.
- ¿Sabes que día es hoy?, le preguntó.
- No, respondió.
- ¡Es sábado!, le dijo el policía.
- “¡Ah, es día de pago”, exclamó.
“La mente tranquila”, como dice, dio resultado. Una fría tarde de agosto lo recibió en la superficie. Su familia estalló en lágrimas, pero Pedro se enfadó. “¡Por qué lloran, mierda, si no pasó nada!”, le dijo a los suyos, medio en broma, medio en serio. “Estuve un ratito en el hospital. Cuando volví me enteré que mis compañeros habían hecho una colecta para comprar un féretro. ¡Métanse el cajón por donde les caiga. Cagó el velatorio!”, les dijo. Un mes después, Chile celebraba su aniversario patrio y Pedro ingresaba otra vez al pirquén. “Nadie me iba a dar la plata pa’ que mi familia coma. Tenía que luchar y no quedarme esperando”, rememora.
Organización sub-terra
Las características de la mina San José son proporcionalmente opuestas a las de los pirquenes de carbón que aún sobreviven a duras penas en el sur de Chile. Sin embargo, es vox populi que desde que fue reabierta el año 2009, después de ser clausurada a causa de varios accidentes con muertos y mutilados, ocurridos un año y medio antes, nunca alcanzó los estándares de seguridad exigidos. Nada se hizo. Nadie fiscalizó.
Los mineros de la San José -apodados “los kamikaze” en esa zona del desierto de Atacama-, saben ganarle a la adversidad. Apenas conseguido el primer contacto, los 33 trabajadores dieron muestras de ánimo con gritos y risas. La prueba de resistencia a la que estarán sometidos los mineros atrapados será vital. El apoyo desde la superficie estará dado por las raciones de alimentación que bajan diariamente desde la superficie, los medicamentos y las cartas de sus familiares. Pero por sobre todo, lo será la propia organización.
De ello también dieron cuenta cuando se supo que seguían con vida. Hasta ese milagroso día, se habían mantenido a la espera organizados como durante las faenas de extracción y producción de cada jornada. La clave estuvo en el liderazgo que asumieron desde el primer minuto los más veteranos.
Remigio Aguilera tiene hoy 44 años y sabe de eso. O lo aprendió. Junto a Elmo Rojas y Arturo Herrera fueron atrapados por un derrumbe a 58 metros de profundidad en la mina San Andrés de Andacollo, en 1999. Soportaron temperaturas bajo cero, vestidos con pantalón corto, poleras y botas de goma que les destruyeron los pies. Nunca dejaron de confiar en que saldrían con vida. “Nos organizamos de inmediato. Con unos baldes y unas tablas hicimos un camastro para dormir juntos y capear el frío, porque estábamos con pantalones cortos y poleras. Por eso creo que la organización que tienen ahora los 33, a 700 metros de profundidad, es clave no sólo para el ordenamiento y la coordinación con el exterior. Es importante para mantenerse firmes”, señala Aguilera.
“El momento más difícil fue cuando el cerro comenzó a chuparse como un embudo. El Herrera salió corriendo y bajó como 50 metros. Tuve que ir por él, porque era enfermo de los nervios. Cuando lo encontré, sólo atiné a echarle garabatos y dejarlo llorar para que se calmara”, recuerda. “Creo que la capacidad, en el caso de los 33, está en que son mineros primero que todo. Y en que están más acompañados, pese a la profundidad en que se encuentran”, sostiene.
Un mes después de aquel accidente, Remigio volvió a la misma mina. Hoy sigue siendo el minero en el que se convirtió a la edad de 12 años. “La vida me cambió, al menos en la percepción, porque las condiciones materiales siguen siendo iguales. Sigo en la misma mina para sacar a la familia adelante”, dice.
Haciéndome minero, taita
El día que Américo Méndez se quedó atrapado en una mina de Andacollo tenía 16 años. Corría febrero de 1964 y el sol picaba fuerte en esta zona árida y arcillosa del norte chileno. Un mes llevaba bajando al pique, después de dos años haciéndolas de “viandero” (llevaba y traía ollas de comida) para los mineros del yacimiento Flor de Té, un viejo pique cuyo colapso era hasta ahora uno de los más emblemáticos en la historia de las tragedias mineras en Chile.
“Yo iba al colegio, tenía buen físico, pero como a esa edad nos gusta la plata, salíamos de la escuela y nos íbamos a la pensión a cargar viandas y partir a la mina. Mi papá no sabía, lo hacía a escondidas”, recuerda. El 19 de aquel febrero caliente, a las 14:20, la mina “se sentó”. Américo, Víctor (30) y sus compañeros Norberto Castillo (23), Fernando Castillo (24) y el veterano Orlando Flores (50) fueron sorprendidos por el derrumbe cuando extraían cobre a unos 135 metros de distancia de la boca del socavón. Otros dos compañeros de faenas, Juan Rodríguez (35) y Alfredo Román (34) corrieron la misma suerte, unos 50 metros más arriba. Permanecieron siete días en un hueco de no más de cinco metros de largo por dos de ancho, atrapados entre los paredones de la mina y un pique colindante, la Geraldo 3. Un par de lámparas a carburo, que decidieron dosificar, les permitió iluminarse. El segundo día de encierro escribieron en el muro con el tizne de la llamarada: “Quedamos atrapados a las 14:20 de 19/II/64”.
“Lo hicimos pensando que podíamos morir y así dejar un testimonio, aunque siempre tuvimos la esperanza de que íbamos a salir. El único momento en que dudamos fue cuando el cerro empezó a ceder y quedamos con una altura de 60 cms. Eso nos obligó a desplazarnos en cuclillas o arrastrarnos”, rememora. Se produjo un silencio sepulcral. Estuvieron ocho horas sin decir palabra. El cerro crujía, se quejaba. Américo y sus compañeros lo oían, les retumbaba en los oídos… y en el alma. No había comida y el agua era escasa. Al tercer día: oscuridad. Se mantuvieron firmes, durmiendo sentados. La humedad calaba hondo en sus pulmones.
“Le rezamos a la Virgen de Andacollo, todos. Por las noches, dábamos cinco golpes en las paredes hasta que recibimos respuesta del exterior. Eso nos dio confianza. Al día siguiente, el cuarto, apareció la sonda y se produjo el contacto. La sonda se asomó por las entrañas del pique, a unos tres metros del lugar donde yacían. Hasta allí se arrastraron para recibir suero, leche y trocitos de pollo cocido que preparaban brigadas de mujeres andacollinas. Fue el anuncio de un buen final. El regreso a la superficie estaba próximo y mejoró el ánimo en el vientre de la mina. “El viejo Flores cumplió abajo sus 50 años y le cantamos el ‘cumpleaños feliz’. Fue un momento de mucha alegría y nos inyectó esperanza. Cantábamos y a mí en particular, por ser el más joven, me hacían todas las bromas. ‘A voh, va a ser el primero que nos vamos a comer’, me chacoteaban”, recuerda Méndez.
Así lo supo el mundo. Luego del primer alimento, una especie de lapicera diminuta bajó prendida de un cable por la sonda, un tubo de apenas tres centímetros de diámetro. Era un micrófono que llevó la voz de cada uno de ellos a las radioemisoras apostadas en la boca del pique. Fue la primera transmisión radial desde el fondo de una mina. El periodista Mario Gómez López, de la vieja guardia del periodismo chileno, fue el encargado. Paradoja de la vida: el domingo 22 de agosto pasado, tras el contacto que permitió saber que los 33 mineros atrapados en la mina San José están con vida, el primer mensaje que salió del fondo fue escrito por el minero Mario Gómez, otro veterano.
El martes 26 de febrero, a las 06:05 de la mañana, Américo y su cuadrilla abandonaron la mina vendados, en medio de vítores y aplausos. Su padre, José, lo besó en la frente, pero no se olvidó de regañarlo. “¿Qué hacías allá abajo sin mi consentimiento?”. “Haciéndome minero, taita”, respondió el muchacho.
A 46 años de esa odisea, Américo, el viejo Víctor Castillo y su sobrino Fernando sobreviven. Los otros cuatro murieron en distintas circunstancias. Orlando Flores de muerte natural, al igual que Juan Rodríguez. Alfredo Román de silicosis que le destruyó los pulmones. Y Norberto cayó accidentalmente a un pique minero abandonado entre los cerros de su Andacollo natal.
Luis Urzúa, 54 años, jefe de turno en la mina San José y Mario Gómez, el mayor de todos los atrapados, con 63 años, supieron inyectarle organización al grupo y evitar la desmoralización. También José Ojeda, autor del hoy famoso mensaje “Estamos bien en el refugio, los 33”, que ya luce estampado en poleras. Su rol sirvió a los más inexpertos en el trabajo minero, como Carlos Mamani, ciudadano boliviano. El día del colapso de la San José era su quinto día de trabajo. También ha sido vital el liderazgo de “los viejos” -como los llaman en la mina- para el (…)
(Este artículo se publicó completo en “Punto Final” edición Nº 717, 3 de septiembre, 2010)
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