Edición 717 desde 3 al 16 de septiembre de 2010
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La mala suerte del populacho

Autor: Ricardo Candia Cares

Costaría encontrar el momento en que este país, mejor dicho este pueblo, comenzó a ser aporreado por frecuentes tragedias. Pero habrá acuerdo en una fecha que inaugura una temporada de miedo: el 11 de septiembre de 1973.
A partir de entonces, el pueblo ha soportado castigos que no dejan de sorprender por su dureza. Como si fuera un sino perverso, la naturaleza, de tarde en tarde, se deja caer con fuerza sobre los más desposeídos, como si fuera capaz de elegir donde hacer más daño. Escasas veces son los poderosos los que sufren las inclemencias de terremotos, diluvios, derrumbes o golpes de Estado.
A riesgo de parecer pesimista, se podría pensar que la mala suerte persigue a los pobres donde quiera que intenten guarecerse. Hay una especie de maldición vigente, a juzgar por las veces y formas en que la gente humilde es azotada por desgracias de distinto origen.
Los mineros enterrados vivos en una mina que sus dueños mantenían de milagro, tuvieron sumidas en el dolor a sus familias. Pero lo que en un momento fue causa de consternación nacional, está derivando en una moda que permite ver a un desfile de personajes en busca de protagonismo. Donaciones y ofrecimientos se hacen saber por los medios de comunicación. Y el gran protagonismo es de los héroes de la superficie: el presidente y el ministro de Minería.
Queda pendiente la discusión respecto de las condiciones de trabajo en que deben laborar los mineros. Y la esperanza que el sufrimiento de los treinta y tres hombres que esperarán meses antes de ser rescatados, haga que las cosas cambien para sus colegas que en faenas similares desafían a la muerte cada día.
La desgracia de los mineros de Copiapó ha tenido como daño colateral la desaparición de los efectos del tsunami del que ya nadie habla, así como el sufrimiento de los mapuches que reclaman, mediante la huelga de hambre, el respeto a sus derechos.
Pero no sólo la tierra, el mar o el cielo se encargan de hacer más amarga la vida de los pobres. Cuando no los asfixia la sequía, los ahoga la inundación o sepulta la Tierra, son los poderosos de siempre los que dejan caer sobre el sufrido atorranterío otra cuota de castigo. Desde el patrón que explota sin misericordia al trabajador que sobrevive al crédito y de milagro, hasta el general que azuza sus tanques contra el populacho rebelde. Hay una nutrida historia reciente que habla de castigos y malos tratos. Cuando no son los milicos, han sido los políticos.
La asonada fascista de septiembre de 1973 inaugura un tiempo de sufrimiento. Ese golpe dejó a los chilenos en estado de shock, que aún no se logra superar. Los efectos que tuvo la represión extendida por 17 años han sido de tal profundidad, que será necesaria mucha agua bajo muchos puentes para que se mitiguen.
De existir la mala suerte, radica en Chile. La esperanza alimentada en tantos años de padecimientos fue traicionada no más se difuminaron los arcoíris y las promesas de alegrías que nunca llegaron. Por veinte años la misma gente que ya lo había pasado mal en los anteriores diecisiete volvió a quedar en manos de los nuevos administradores que se olvidaron de casi todo.
Es cierto: ya no hay cárceles secretas, torturados, desaparecidos, ni asesinados y el país se sacudió de la oscura tropa anterior. Sin embargo, la Concertación no cumplió expectativas ni esperanzas. A poco andar se vio que esperar justicia por todos los crímenes cometidos, era esperanza fallida. Promotor del golpe en su tiempo, el presidente Aylwin no fue más allá y se limitó a un gobierno tembleque que la gente miraba con asombro.
Lo restante ya se sabe. La prepotencia de Lagos y Frei hicieron recordar los mejores tiempos grises. El pueblo, nuevamente los mismos, fue presa inerme de la profundización de un modelo castigador y vengativo. Se reactivó la represión, se hicieron leyes para controlar en secreto a la chusma, se precarizó el ya precario trabajo, se volvió la espalda a las reivindicaciones de los profesores, se permitió a los empresarios hacer y deshacer con los tontos útiles, sus trabajadores. Se privatizó todo, hasta los goles del domingo. Se organizó la monumental estafa del Transantiago. Desapareció la educación y salud públicas, y la gente pobre llega a morir a los hospitales y consultorios.
Justo cuando se estaba yendo Bachelet, entre nubes y querubines, y estaba llegando Piñera, entre fachos y milicos, la Tierra vuelve a castigar a los mismo de siempre. Terremotos y tsunamis arrasan con lo que encuentran a su paso mientras los obligados a dar la alarma jugaban al cacho.
Hace falta un sahumerio colectivo. Los poderosos, que siempre salen indemnes de todo, sacan cuentas y definen cursos de acción que no comprometan sus brillantes carreras políticas y negocios. El resto, da lo mismo.

(Publicado en “Punto Final” edición Nº 717, 3 de septiembre, 2010)
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