Edición 712 - desde 26 de junio al 8 de julio de 2010
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Autor: Ricardo Candia Cares

Mostrándose como cualquier ciudadano, la ex presidenta Bachelet se subió al  palco y aplaudió la actuación de la selección nacional en su triunfo ante Honduras. Antes de esta noticia, no se sabía mucho de apariciones públicas igual de llamativas. Quizás sea por la guerra sucia que se libra entre quienes fueron sus ministros regalones. Quizás sea porque hasta tan lejos no llegan las noticias del alza del Transantiago, del aumento paupérrimo del tres por ciento del miserable sueldo mínimo, ni de la caída libre de la educación pública, para ser faenada por los comerciantes que esperan al aguaite.
Para nadie es un misterio que el deporte, sobre todo cuando tiene esos destellos maravillosos que luce en esta era la selección nacional, tiene una aplicación política mañosa. No es casual que la cuarta alza consecutiva de esa estafa rodante llamada Transantiago sea anunciada en cuanto dejaron de sonar por las calles de Santiago las patrióticas vuvuzelas chilensis. Ni que la ex presidenta, responsable de tanto descalabro, aparezca en Nelspruit como si nada.
Con los canales de televisión a tiempo completo mostrando las zigzagueantes y maravillosas fintas de Alexis,  pasan casi inadvertidas las alzas del Transantiago y el aumento miserable del salario mínimo. Poco se sabe que, según las estadísticas, más de quinientos mil chilenos ganan ese sueldo y que tres de cada diez, menos de doscientos cincuenta mil pesos. Sin inmutarse, los dirigentes de la CUT, suspendidos en el aire a salvo de la realidad, exigen, en sus palabras, un seis por ciento de reajuste, es decir, llevar el salario mínimo a 175 mil pesos. Los parlamentarios de la Democracia Cristiana creen que lo justo serían 180 mil. De otros sectores no se ha escuchado decir esta boca es mía.
Lejos de este incómodo escenario, Michelle Bachelet aplaude a Bielsa y sus muchachos y se olvida del legado de sus tres colegas y de ella misma. Un país segregado, sufriendo un apartheid social, económico y político que debería avergonzar y tener a miles protestando e impulsando la desobediencia civil.
El gobierno de Piñera no ha necesitado crear ninguna ley para aplicar a rajatabla su programa antipopular. Ya fueron creadas durante los últimos cuatro gobiernos y en especial, durante el mandato de Michelle Bachelet. Si la educación pública hoy está al borde de desaparecer, ha sido sólo posible por la herencia que dejaron las iniciativas legales y políticas de la ex presidenta. La traición al movimiento “pingüino”, el Consejo Asesor Presidencial y la Comisión Presidencial para la Educación, son los antecedentes necesarios para la aplicación de la política fascista de Lavín para dar por terminados los rudimentos de lo que alguna vez fue la educación pública chilena.
Del mismo modo con relación a la estafa monumental del Transantiago. La implementación, de la que se hizo cargo Michelle Bachelet -da lo mismo si Lagos tiró la primera piedra-, ha significado para los habitantes de Santiago más sufrimientos, malos tratos, calles con largas filas verdes que antes eran amarillas, y más encima, la exacción que significan las alzas sufridas en tres meses consecutivos. Para el gobierno de Piñera, que desprecia a la gente por mucho que parezca que no, es suficiente con mantener las cosas tal como las encontró.
El triunfo de la selección mostró a miles marchando por las calles de Santiago, en una fiesta merecida. En el mejor de los casos, las celebraciones se extenderán mientras los muchachos de Bielsa sean capaces de seguir ganando. Cuando se apaguen los ecos de las celebraciones, no sólo quedará una estela de papel picado y la historia gloriosa de una selección nacional como nunca hubo antes. También seguirá funcionando un país en que la gente se está acostumbrado a aceptar todo, sin levantar la voz indignada. El hipnotismo comprensible que genera el fútbol servirá para hacer pasar coladas las alzas y los reajustes ratones.
Desde hace mucho se viene discutiendo el papel de la Izquierda. Hasta ahora, se parece mucho a ese picadillo que la gente tira desde las ventanas y que queda esparcido en el pavimento. De tanto discutir, la realidad parece confundirse con los sueños que cada uno tiene, según sus ideas. Como si no hubiera hoy ninguna tarea para la que fuera alguna vez combativa y valiente Izquierda chilena.
Un proceso de desobediencia civil legitimado por la irrupción de miles exigiendo sus derechos debiera cambiar la cara de satisfacción de los mandamases. No pagar el pasaje del  Transantiago hasta que sea el servicio que ofreció la millonaria campaña de promoción, y como lo merece la gente, es la mínima acción de rechazo que debiera impulsarse. La desobediencia civil ha sido históricamente una vía legítima para exigir los derechos. Si hasta ahora nadie ha levantado esa consigna, será por la hipnosis que genera un poquito de poder o por el desgano que produce mirarse al espejo. Desobedecer también es no escuchar a los mismos acomodados ganadores de siempre,  irresponsables que dejaron al país en manos de la derecha y ahora, desde cómodos palcos, aplauden los triunfos del fútbol con cara inocente y satisfecha.

 

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 712, 25 de junio, 2010)
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