Edición 691 - Desde el 7 al 20 de agosto de 2009
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Darwin a contraluz

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Darwin a contraluz


Autor: HERNAN SOTO

Aunque la importancia de su obra parece ocultar al hombre que la produjo, la personalidad de Darwin fue particularmente interesante -tanto por su concentración en la investigación científica como por sus condiciones personales, incluyendo la modestia, que constituyen hasta hoy un ejemplo para muchos-. Darwin escribió una pequeña autobiografía titulada Memorias del desarrollo de mi pensamiento y mi carácter cuando tenía 67 años. Destinada a sus hijos, es un relato sencillo dentro de los cánones de la Inglaterra victoriana, con apuntes de humor, insólita franqueza y dudas acerca de su verdadera importancia como científico, que al parecer consideraba un tanto exagerada.
Desde su regreso a Inglaterra, en l836 luego de haber dado la vuelta al mundo en el bergantín Beagle -que comandaba el capitán Robert Fitz Roy- en calidad de naturalista encargado de estudios científicos, Darwin se fue encerrando en sí mismo y en la ciencia. Contrajo matrimonio y vivió un par de años en Londres, dedicado a la investigación, a la asistencia y participación en sociedades científicas, a escribir la relación del viaje y al examen y ordenamiento de la enorme cantidad de muestras y ejemplares colectados. Hizo también vida social a tono con su posición y la de un joven científico que prometía convertirse en alguien importante.
En l842 se trasladó a vivir al campo, a su casa de Down donde prácticamente vivió al resto de su vida. Recuerda que le agradó mucho la “rusticidad del lugar” y su relativa distancia de Londres. “Pocas personas pueden haber vivido una vida más recogida que la nuestra. Aparte de algunas visitas a parientes y en alguna ocasión a la playa o a algún otro lado, no hemos ido a ningún sitio” escribe. Disminuye abruptamente la vida social, porque las visitas le afectaban la salud que “se resentía casi siempre a causa de la intensa excitación que me provocaba violentos escalofríos y accesos de vómitos”. Debió declinar todas las invitaciones a comer y echaba de menos las reuniones que “lo animaban mucho siempre”. Un puñado muy reducido de científicos, que eran también sus amigos, fueron sus visitantes habituales.
Con algo más de treinta años pudo dedicar su vida a la ciencia, como se había prometido a sí mismo, porque tuvo una situación que le permitió vivir de las rentas, un carácter tranquilo y ordenado y no hubo conmociones en su vida familiar ni situaciones escandalosas que atrajeran la atención pública. Darwin tuvo, en algún sentido, la vida cómoda de un buen burgués. Su diferencia fue que consagró su vida a una causa noble y desinteresada.
Es curiosa la magnitud del cambio que se produjo en Darwin a medida que se convertía en un científico maduro. Hasta su fisiología parece haber cambiado. El joven que rebosaba energía como estudiante, que amaba las fiestas y las diversiones, que parecía tener una salud a toda prueba, como lo demostró en los cinco años que duró la travesía del Beagle, fue cediendo paso al hombre enfermizo, lábil, que no resistía las excursiones ni la vida al aire libre, que dejó de disfrutar con la caza y con la pesca , para ocupar casi todo el tiempo en sus experimentos, la reflexión y la lectura. De cada libro hacía un resumen y preparaba fichas que podían serle útiles en un futuro hipotético. La correspondencia que recibía aumentaba, así como su trabajo para responderla.
El cambio alcanzó a las aficiones más elevadas. Dejó de interesarse por la poesía y el mismo Shakespeare le parecía insufrible, según cuenta en la autobiografía. Solamente conservaba cierta afición por las novelas, siempre que tuvieran un final feliz. Las otras, las que terminaban en tragedia, en sufrimiento, en abandono, debían hacer que sus autores fueran a dar a la cárcel, decía bromeando. Dejó de interesarse por la pintura, la música y hasta por los paisajes hermosos.
Su capacidad de autoanálisis, sin embargo, no lo abandonaba. Escribió: “Esta curiosa y lamentable pérdida de los más elevados gustos estéticos es de lo mas extraña. Los libros de historia, biografías, viajes (independientemente de los datos científicos que puedan contener) y los ensayos sobre todo tipo de materias me siguen interesando igual que antes. Mi mente parece haberse convertido en una máquina que elabora leyes generales a partir de enormes cantidades de datos; pero lo que no puedo concebir es por qué esto ha ocasionado únicamente la atrofia de aquellas partes del cerebro de las que dependen las aficiones más elevadas”.
Lamenta la situación y dice que si tuviera que vivir de nuevo se preocuparía de que eso no ocurriera: “La pérdida de estas aficiones supone una merma de felicidad y puede ser perjudicial para el intelecto, y más probablemente para el carácter moral, pues debilita el lado emotivo de nuestra naturaleza”.
Recordaba sus tiempos de vida social vívidamente, cuando le tocó compartir con científicos, nobles y personajes de la política o la academia. Prácticamente todos merecen recuerdos amables, entre ellos el profesor Henslow cuya amistad influyó más que ninguna otra en su carrera. Henslow fue capaz de descubrir en Darwin el genio y guiarlo con delicadeza y sabiduría y su discípulo nunca olvidó sus conocimientos, su talento y equilibrio de juicio. Para él, Henslow se identificaba con Cambridge y los tres años que estudió allí. Carlyle, un ensayista eminente, le fue en cambio definitivamente antipático porque hablaba despectivamente de todo el mundo, abominaba de la ciencia y monopolizaba las conversaciones. Cuenta que en una cena fue capaz de dejar callados a varios buenos charladores con una interminable arenga sobre… la importancia del silencio.
En sus memorias tiene pocos tapujos para confesar sus errores científicos. Confiesa que le avergüenza haber “demostrado” que la existencias de una rada paralela en la costa de Inglaterra se debía a la acción del mar. Estaba equivocado y se dio cuenta de ello cuando conoció la teoría de los lagos glaciares de Agassiz, un naturalista norteamericano. Darwin comenta que su visión era correcta teniendo en cuenta el nivel de los conocimientos existentes y porque no existía, a su juicio, para entonces otra explicación posible. Concluye que el error fue una buena lección para “no confiar jamás en el principio de exclusión en el terreno científico”.
Darwin indaga en sus cualidades y defectos para el trabajo científico. Estos últimos le parecen ser más interesantes, porque las otras -constancia, vocación, trabajo y sentido comun-, no son mayormente novedosas. Darwin declara que no tenía rapidez mental ni ingenio desarrollados. Su memoria era amplia, pero su retentiva escasa: “Nunca he sido capaz de retener una fecha o verso más de unos pocos días”. Según él, le era difícil expresarse con claridad y concisión; y necesitaba un reflexivo examen para darse cuenta de los puntos débiles de una tesis o argumento. Creía tener una limitada capacidad de abstracción y que por eso, nunca habría triunfado en metafísica o matemáticas, en las que, por lo demás, avanzó muy poco.

(Publicado en revista “Punto Final”, edición Nº 691, 7 de agosto , 2009. Suscríbase a PF.  punto@interaccess.cl)