Punto Final, Nº 878 – Desde el 23 de junio hasta el 6 de julio de 2017.
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Crecer cero para salvar la vida

 

Ya en la década de los 60, un grupo de connotados científicos mundiales reunidos en París alertaron al mundo que, de seguir creciendo ilimitadamente y bajo los lineamientos del capitalismo salvaje, el planeta se vería seriamente afectado y en menos de 50 años los trastornos medioambientales serían desastrosos para la vida. Los más audaces o los más lúcidos intelectuales de la época nos proponían que no siguiéramos creciendo, que la taza de desarrollo fuera igual a cero para evitar tal catástrofe. Agregándonos que los recursos de la Tierra eran limitados y que había que acotar el consumo y el despilfarro de los países del llamado Primer Mundo.
Connotados políticos nos advertían, entonces, que nuestro cobre se agotaría y que debíamos fundar nuestra prosperidad en la diversificación de nuestras exportaciones, como en ponerle valor agregado a nuestras materias primas. Al mismo tiempo, la Humanidad fue comprendiendo que el petróleo y el carbón se encargarían de envenenar la Tierra, por lo que había que discurrir nuevas y más limpias formas de energía.
Hoy, en 2017, algo más tarde de lo que se pensaba, ya somos testigos del severo cambio climático y de las hecatombes que se suceden todos los días. Ciertamente, enfrentamos una realidad acuciante y amenazadora, salvo para el insensato presidente de Estados Unidos y quienes como él quieren seguir acumulando riquezas aunque estén ya, como todos nosotros, con la soga al cuello respecto de nuestra subsistencia. Ya hemos comprobado en estos días cómo el imperio empresarial de Trump recibe millonarios pagos de países con los cuales debe interactuar políticamente. Por lo que ha sido acusado de conflicto de intereses.
Con todas las severas advertencias de la comunidad científica, ya vemos que es imposible ponerle atajo al crecimiento y a la explotación indebida de nuestros recursos básicos. Ni los gobiernos más humanitarios o progresistas de la Tierra se atreven a plantear como objetivo el “crecimiento cero”, la sustitución del petróleo o el carbón (cuando los tienen), por fuentes de energía inocuas. De ello resulta que día a día seamos más los pesimistas respecto de nuestra subsistencia, por mucho que la inmensa mayoría de los países esté, por fin, aviniéndose a cambiar nuestras prácticas energéticas y de consumo. Pero parece ser que ya es muy tarde, como nos advierten quienes observan cómo se están partiendo los hielos del polo norte y de la Antártica o el aumento de la temperatura del planeta afecta la agricultura y agota nuestras reservas de agua dulce.
Alberto Acosta, un lúcido comentarista ecuatoriano que recién nos visitó, decía que ha prosperado en Europa la idea de detener el crecimiento para salvar el planeta. Aunque lo más correcto sería que los países más desarrollados incluso decrecieran en realidad, e hicieran un esfuerzo por consumir menos dentro de la inmensa prosperidad que ya han alcanzado. Ello podría permitirle a los más pobres crecer de acuerdo a sus urgentes necesidades. Claro, porque sería insostenible que algunos vivan en la opulencia ya alcanzada, mientras otras naciones se mantengan en la precariedad.
De lo anterior se deduce, inevitablemente, que el gran objetivo debe ser ahora el de la equidad y no el del crecimiento para salvar el planeta. Que los que tienen demasiado dejen de percibir tanto y se propongan una más justa distribución de la riqueza. Porque ya se asume, además, que si de pronto todos los países del mundo alcanzaran los niveles de consumo de Estados Unidos o Europa, muy posiblemente la Tierra colapsaría en menos de diez años.
De esto es que resulta una verdadera falacia proponer en nuestro país y en otros la necesidad de “igualar para arriba”, como se dice. Agotando, consecuentemente, y en poco tiempo, nuestras reservas naturales. Lo responsable y audaz, aunque nos parezca increíble, sería exigir que los ricos ganen menos y tengan que elevar considerablemente sus impuestos si quieren seguir en la holgura desmedida. Mientras, todavía son millones los que no tienen techo, medicinas y ni siquiera consumen las calorías necesarias para su organismo.
En este sentido, es escandaloso consentir con el gasto militar y la fabricación de armas de destrucción masiva. Millones y millones se despilfarran por los países ricos y pobres, que podrían destinarse a la investigación científica, entre otros propósitos, para acondicionar nuestras ciudades, desarrollar las energías saludables, mejorar nuestros sistemas de transporte y salud, además de financiar una educación igualitaria que nos enseñe que todos los seres humanos tenemos derecho a una vida digna. Sin fastuosidades ni miserias.
Que la riqueza, como nos dicen muchos líderes religiosos, sea considerada un pecado social además de un atentado terrorista a la naturaleza y a la vida. ¡Cómo quisiéramos que los nuevos líderes políticos y sociales dejaran de seguir obnubilados por ese desarrollo neoliberal, consumista e inequitativo! Consideramos que está demostrado que en los momentos de mayor holgura, cuando obteníamos buenos precios por nuestros productos básicos, la inequidad social solo se pronunció en cada uno de nuestros países. Lo que significa que cuando alcanzamos los más altos índices económicos tuvimos mayor concentración de la riqueza e inequidad. Es la falsa idea que los índices del crecimiento significan prosperidad, y una mejor calidad de vida para la mayoría de la población o para los pobres.

Juan Pablo Cárdenas S.

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 878, 23 de junio 2017).

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