Punto Final, Nº 864 – Desde el 11 hasta el 24 de noviembre de 2016.
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El caso de Chile

La Conquista genocida



La Conquista de América ha sido uno de los mayores genocidios de la historia. De acuerdo a diversos especialistas, significó el exterminio de cerca del 90% de la población aborigen del continente. Ello no solo producto de la matanza de personas, sino también de la dura explotación laboral y de la introducción de enfermedades. Lo notable del caso chileno es que su conquista se llevó a cabo luego de la expedición de las Leyes de Indias, cuyo objetivo declarado fue mejorar el trato de los indígenas. Aunque por cierto influyó también el hecho de que buena parte de aquellos -los mapuches entre el río Bío Bío y Toltén- presentaron una resistencia permanente a su dominación.
Existen espeluznantes relatos de las matanzas, mutilaciones y vejaciones efectuadas por los conquistadores hispanos en nuestro país; relatos de sacerdotes y cronistas que los acompañaron y que, por tanto, no pueden descalificarse como obras de enemigos de España o del catolicismo. Tenemos así al cronista Hernando de Santillán, quien viajó a Chile en 1557 y que describió las atrocidades cometidas por sus compatriotas, realizadas incluso en contra de los indígenas que aceptaban la dominación española. Entre ellas, que muchos fueron muertos con perros bravos que los despedazaban, o fueron quemados vivos. A otros se los mutilaba “cortando pies y manos, narices y tetas”; se les robaba sus tierras; se violaba a sus mujeres e hijas; se les obligaba a llevar cargas encadenados; se les talaban sus sementeras “lo que les causó grandes enfermedades, muriendo mucha gente de frío y producto de comer yerbas y raíces; y los que quedaron por necesidad se acostumbraron a comerse unos a otros por hambre” (José Bengoa. Conquista y barbarie; Edic. Sur, 1992; pp. 42-3).
Asimismo, Crescente Errázuriz, historiador y arzobispo de Santiago (1918-1931), cita en sus obras una carta del propio Pedro de Valdivia, quien luego de una batalla ordenó la mutilación de centenares de indígenas: “Mandó mutilar Valdivia a esos cuatrocientos infelices, cortándoles la mano derecha y las narices. En seguida, como para añadir a la ferocidad el escarnio, les dijo que era el castigo por su rebeldía: se les había hecho saber la obligación de someterse al rey de España” (Ibid.; p. 42).
A su vez, el dominico Gil González de San Nicolás denunció a mediados del siglo XVI que los conquistadores “llevan encadenados a hombres y mujeres indígenas y los usan de cebo para perros, para entretenerse mirando cómo los perros los destrozan. Destruyen las cosechas, queman las casas llenas de indios adentro, cerrando las puertas de manera que ninguno pueda escaparse” (Brian Loveman. Chile. The legacy of Hispanic Capitalism; Oxford University Press, New York, 1988; p. 60).
Muchos otros aborígenes -como en el resto de América- murieron de hambre o producto de las terribles condiciones de trabajo impuestas en los lavaderos de oro y en las encomiendas agrícolas. Testigo de lo anterior fue, entre otros, el obispo de Imperial, Antonio de San Miguel, quien informaba hacia 1582 que los indios encomendados recibían salarios que no les permitían alimentarse debidamente “y los tratan peor que esclavos y como tales se hallan muchos vendidos y comprados de unos encomenderos a otros y algunos muertos (…) y las mujeres mueren y revientan con las pesadas cargas y a otras y a sus hijos los hacen servir en sus granjas y duermen en los campos y allí paren y crían mordidos por sabandijas ponzoñosas y muchos se ahorcan y otros se dejan morir sin comer y otros toman yerbas venenosas y hay madres que matan a sus hijos luego de parirlos, diciendo que lo hacen para librarlos de los trabajos que padecen” (Bengoa; 1992; p. 44).
Asimismo, Fray Diego de Medellín le denunciaba al rey de España en 1587: “Todos estos naturales andan tan mal tratados y tan aporreados (…) que (…) se van acabando, porque además de sus trabajos, que son tantos que quien no los ve no los podrá creer (…) les echan derramas (impuestos) para pagar los corregidores y para otras cosas, ocupándolos ocho meses en minas, y dos en ir y venir. Y cuando vuelven a su tierra, no hayan qué comer, porque no han sembrado ni lo pueden hacer” (Humberto Muñoz. Movimientos sociales en el Chile colonial; Impr. San José, 1986; p. 68).
Por otro lado, el historiador Alvaro Jara relata que “el trabajo de los lavaderos de oro ha sido descrito por los cronistas de la época con sombríos colores, uno de cuyos tonos incide en la amplia mortalidad de los indígenas provocada por la excesiva dureza de las labores y la prolongada permanencia dentro del agua de los ríos para lavar las arenas auríferas en el tiempo más frío del año” (Guerra y sociedad en Chile; Edit. Universitaria, 1987; p. 263).
Las pestes traídas por los españoles -especialmente tifus y viruela- diezmaron también a los aborígenes. En 1557 surgió la primera gran peste de tifus que de acuerdo a las crónicas habría provocado la muerte del “30% de la población indígena, lo que representaría alrededor de 300 mil personas. El año 1563 sobrevino la peste de viruela, que asoló a la población indígena, muriendo un quinto de ella” (José Bengoa. Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX; LOM, 2000; p. 35).
Lo anterior causó una gran disminución de indígenas en la zona norte y central chilena; y como las aspiraciones “señoriales” de los españoles les “impedían” trabajar la tierra, cuidar el ganado o lavar la arena de los ríos, “una de las soluciones fue la esclavitud de los indios de la guerra de Arauco, la otra la esclavitud negra y la tercera el amplio desplazamiento de las masas indígenas (huarpes) de allende la cordillera hacia el valle central y la región de La Serena” (Jara; p. 263). Por supuesto la traída de dichos indios desde Cuyo por la cordi-llera se efectuaba en condiciones inhumanas. Así, el obispo de Santiago, Juan Pérez de Espinoza, en carta dirigida al rey, en marzo de 1602, señalaba que cuando había pasado la cordillera “vi con mis propios ojos muchos indios helados (muertos)” (Ibid.; p. 289).
Al mismo tiempo, a medida que la guerra se intensificaba, a fines del siglo XVI fue creciendo de hecho la esclavitud indígena: “Cuando Martín García Oñez de Loyola (gobernador desde 1593) llegó a Chile, una actividad económica importante de las guarniciones del Ejército del Sur consistía en la caza de indios para uso personal o para la venta. Dado que los soldados encontraban más fácil capturar indios de tribus pacíficas, éstos fueron vendidos como esclavos en mucho mayor número que los rebeldes capturados en la guerra. Pese a los decretos del nuevo gobernador que ilegalizaban dichas prácticas, el historiador (…) Domingo Amunátegui Solar señaló que todo el territorio del obispado de Imperial se había convertido en un inmenso ‘mercado de carne humana’, donde los soldados se enriquecían a través de la venta de araucanos, y donde los encomenderos y ricos residentes de Santiago y La Serena obtenían sus sirvientes domésticos o reemplazaban a los nativos de sus encomiendas que fallecían por exceso de trabajo o enfermedades. En enero de 1598, Oñez de Loyola escribió al rey que a través del país se veían multitudes de indios lisiados o mutilados; sin manos, narices u orejas; e indios ciegos cuya condición trágica incitaba a los demás a morir antes que rendirse” (Loveman; pp. 57-8).
La crueldad de los conquistadores llegó a tal extremo que generó, a partir de 1598, un levantamiento general mapuche, el cual significó en pocos años la pérdida, por parte de los españoles, de todas las ciudades al sur del Bío Bío. Esta derrota impulsó a la Corona a establecer en 1600 un ejército permanente financiado desde Perú (antes los encomenderos debían proporcionar recursos humanos y materiales para tal efecto) y a legalizar, en 1608, la esclavitud indígena.
Durante el siglo XVII los españoles consolidaron como táctica guerrera la “maloca”, que consistió en invasiones fugaces de territorios indígenas con fines de pillaje, captura de esclavos y exterminio. Particularmente por su carácter remunerativo, el objetivo más codiciado era el secuestro de personas para su venta: “Mejor presa, de mayor demanda, de más rápida venta, a mejores precios, eran las propias personas de los indios de guerra y especialmente sus mujeres e hijos”. Así, “la guerra adquirió un carácter de pequeñas operaciones” para “apoderarse de cautivos y ganados” (Jara; pp.145-6). Esta táctica se siguió empleando incluso durante el periodo de “guerra defensiva” (establecida por la influencia del jesuita Luis de Valdivia), entre 1611 y 1625.
La esclavitud fue formalmente suspendida durante el periodo de guerra defensiva pero sin mucho éxito. Luego fue renovada hasta que finalmente fue abolida en 1679. Pero como toda la legislación protectora de indios, ella tampoco fue cumplida. De este modo se adoptó “el ardid legal llamado depósito, por el cual se colocaba a los indios capturados bajo la custodia de encomenderos o terratenientes quienes acordaban supervisarlos a cambio del derecho a utilizar su trabajo. El indio bajo depósito legalmente no ‘pertenecía’ a un español como esclavo, pero sí en la práctica. Así la economía chilena continuó dependiendo de la guerra, la caza de esclavos, el pillaje y la explotación del trabajo rural” (Loveman; p. 68).
Además, a medida que se iban incorporando cada vez más esclavos del sur al campesinado, la distinción económica y social entre trabajadores indígenas esclavos y “libres” se hizo cada vez más tenue: “Puesto que los indios esclavos trabajaban y vivían junto a los indios de encomienda, sin que existiera entre ellos nada más que una diferencia jurídica pero no étnica, es más o menos natural que los españoles tendiesen a olvidar en forma inconsciente lo que no era notorio a simple vista, esto es, que trataran de asimilar la condición jurídica de los esclavos al resto de los indios” (Jara; p. 306).
La inefectividad total del conjunto de la legislación indiana ha sido destacada particularmente por Domingo Amunátegui, quien emite un juicio lapidario al respecto: ”De esta exposición, puede deducirse que la tasa (ordenanza) de Laso de la Vega fue tan ineficaz como las de Santillán, Ruiz de Gamboa, Sotomayor, Rivera y Esquilache; y que al final de su gobierno (de Laso de la Vega en 1639) los nativos chilenos eran subyugados por el trabajo forzado con la misma dureza que en tiempos de Pedro de Valdivia. Las órdenes del rey y las ordenanzas suscritas por los virreyes y gobernadores quedaron en nada” (Ibid.; p. 65).
Tan bárbaro era el tratamiento a los indígenas en nuestro país, que connotados eclesiásticos justificaron explícitamente su resistencia y levantamientos contra los conquistadores. Así, Gil González de San Nicolás señalaba en 1562 “que los indios que se han alzado han tenido justicia en hacerlo por los agravios que les han hecho” (Bengoa; 1992; p. 83); y en 1573 el provincial de los franciscanos, Juan de la Vega, le escribía al rey: “Yo estoy admirado no de cómo los indios vencen a los españoles que es castigo del cielo sino de cómo no envía rayos que nos consuman a todos, pues con nuestra vida y malos ejemplos difamamos la ley evangélica” (Ibid.; p. 85).
Otro elemento particularmente traumático de la conquista española -tanto en Chile como en el resto de América Latina- fue la relación cuasi-violatoria que dio origen en un primer momento a nuestra identidad étnica mestiza: “La conquista de América fue, en sus comienzos una empresa de hombres solos que violenta o amorosamente gozaron del cuerpo de las mujeres indígenas y engendraron con ellas vástagos mestizos. Híbridos que, en ese momento fundacional, fueron aborre-cidos: recordemos, por ejemplo, que el cronista Huamán Poma de Ayala habla del mestizo como el ‘cholo’, el origen de esta palabra remite al quiltro, al cruce de un perro fino con uno corriente, es decir, de un perro sin raza definida. El mestizo era hasta entonces impensable para las categorías precolombinas. Pero también para las europeas” (Sonia Montecino. Madres y huachos. Alegoría del mestizaje chileno; Edit. Sudamericana, 1996; pp. 42-3).
Sin embargo, en el caso chileno el factor traumático del origen étnico adquiere una mayor relevancia. La lejanía extrema del país y, especialmente, el establecimiento de una guerra permanente hicieron que el número de mujeres españolas fuera bastante menor que en las demás colonias y que llegaran mucho más tarde.
Asimismo, la situación de guerra permanente marcó fuertemente a la sociedad nacional chilena respecto de los demás países latinoamericanos. Así como los siglos de guerra interna en España previos a la conquista americana habían dejado una secuela de violencia, barbarie y autoritarismo en el pueblo español, que se demostró en la propia brutalidad de la Conquista, lo mismo es válido para el caso del pueblo chileno. Más aún por tratarse de un pueblo muy aislado geográficamente y ubicado en el extremo del mundo.
Además, en dicha guerra había también un componente “interno”. De hecho hubo una significativa proporción de indígenas que oscilaron entre la subordinación, la rebelión y la huida hacia el sur, controlado por los mapuches. Además, los indígenas capturados como esclavos de guerra ciertamente tampoco eran “confiables”. De este modo, podemos afirmar que la sociedad chilena nació en los marcos de un conflicto bélico permanente -externo e interno-, lo cual predispone, de manera especial, el desarrollo de rasgos autoritarios, una visión traumática del conflicto y, por cierto, la disposición a utilizar la extrema violencia en todos los casos en que se vea amenazada la hegemonía de los titulares del poder,.

FELIPE PORTALES (*)

(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor, Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 864, 11 de noviembre 2016).

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