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Hacer la pega
Algo funciona mal cuando cumplir con el deber se transforma en algo extraordinario. Eso es lo que se ha reflejado con el fiscal Carlos Gajardo, que se atrevió a tirar de los cabos sueltos en el caso Penta hasta el punto de dejar caer el pesado velo que cubría las componendas y complicidades entre el capital y la política. Si se mira a primera vista, Gajardo no hizo más que cumplir con su rol, y hasta donde pudo y lo dejaron. Pero sabemos que no fue sólo eso. Se atrevió a entrar en la caja negra de las platas cruzadas entre los poderosos, que en una pasada se forran con miles de millones. Por eso no le será fácil continuar con su vida como si nada hubiera pasado. Ya encontrarán la forma de hacérselo pagar, y con intereses.
Yo no he visto a Carlos Gajardo en veinticinco años. Pero lo recuerdo, como si fuera ayer, como compañero en el colegio de los Hermanos Maristas, en Curicó. El debía tener un año más que yo, porque iba en el curso superior al mío. Eran los años finales de la dictadura, en un colegio pagado, católico, de hombres, en una ciudad provinciana, conservadora y agrícola. La mitad de mis compañeros eran hijos de antiguos patrones de fundo, reconvertidos en exportadores después de la reforma agraria. Por lo tanto, furibundos partidarios de Pinochet. La otra mitad se dividía entre los hijos de los funcionarios locales del régimen, de los alcaldes de los pueblos, o militares arraigados en la provincia. También eran hijos de comerciantes que apoyaron el sabotaje a la UP. Y finalmente unos cuantos hijos de profesionales, abogados y médicos, principalmente. Los Hermanos Maristas, españoles, todavía numerosos y omnipresentes, dirigían directamente el instituto bajo una mentalidad profundamente nostálgica del franquismo, al que identificaban miméticamente con el pinochetismo criollo. Y los profesores se mantenían a recaudo de expresar cualquier opinión política que incomodara a los estudiantes y a los Hermanos. En el patio reinaba un orden absoluto, de la mano del señor Osses, carabinero en retiro, que solamente se sacó el uniforme para ejercer como inspector de la enseñanza media.
En ese ambiente, el año 1988 me sorprendió en segundo medio, con 15 años. Carlos debía tener 16, y estaba en tercero. Ya en marzo todo indicaba que el proceso político desembocaría en el plebiscito de octubre, y sin decirlo, todos entendíamos que ese sería el verdadero “año decisivo”, en el que finalmente se jugaría el futuro de nuestras vidas. Sin embargo, de ese tema, nadie decía nada. Era un tema tabú, salvo para los más furibundos hijitos de alcalde o de coronel, que despotricaban contra cualquiera que pronunciara las palabras prohibidas: democracia, derechos humanos, libertad, justicia.
Yo, como muchos, estaba aterrado. Me parecía insoportable que la dictadura se pudiera prolongar en el tiempo, y que se legitimara con trajes de civilidad. Pero como el resto, prefería callar. Compraba a escondidas la revista Análisis y la llevaba a la casa envuelta en papel de diario, como si fuera una revista pornográfica. Pero en clases no me atrevía a abrir la boca y romper el consenso forzado impuesto por la mayoría ahí presente, que paradojalmente reflejaba a la minoría social y política del país.
Un día vi a Carlos Gajardo cruzar el patio con una gran y llamativa chapita del No. Era a inicios del año. Y creo que nunca se la sacó hasta octubre de ese año. Obviamente era el único en ese ambiente hostil que había tenido semejante atrevimiento. En otros ambientes, tal vez en Santiago, o en otro colegio, el gesto de Carlos no hubiera tenido nada de especial. También había gente que estaba arriesgando mucho más, en la clandestinidad, en la lucha directa contra el tirano. Pero el gesto de Gajardo, por mínimo que sea, no era menos valiente. Yo sentía en la piel el hielo que se arremolinaba a su paso, las amenazas del inspector de patio para que se sacara el objeto subversivo, la inquina de algunos profesores, y sobre todo el cerco invisible que se tejía en torno a él, a una edad en la que los pares lo son todo para un adolescente. Por eso yo no estaba dispuesto a asumir los micro-riesgos cotidianos a los que Carlos Gajardo se enfrentaba cada día. No estaba dispuesto a ser aislado o ser visto con sospecha.
Tantos años después recuerdo la escena y creo que Carlos Gajardo fue lo suficientemente inteligente y moralmente autónomo como para enfrentar al ambiente imperante y expresar lo que era de sentido común: que la dictadura debía acabar y que se debía iniciar una etapa democrática, en regla. Eso era todo. No sé lo que piensa políticamente más allá de ese gesto. Y por eso siento que mi aparente prudencia y recato fue una irresponsabilidad culpable.
Veinticinco años después siento que el Carlos Gajardo de 16 años, al que no le importaba lo que pensaran de él en su colegio, sigue vivo en el fiscal de la Unidad de Delitos de Alta Complejidad de la Fiscalía Oriente. Sigue haciendo lo que debe hacer, aunque el mundo se le venga encima. Sigue siendo excepcional, porque se deja guiar por su conciencia y no por su conveniencia. Un acto de sublime heroísmo, que no consiste más que en cumplir con lo que se debe hacer y para lo que se le esta pagando un sueldo. En Chile, un país donde la normalidad es un escándalo permanente, donde todos los que tienen algo de poder se tapan mutuamente, hacer la pega, nada más que la pega, puede ser motivo de orgullo y una razón para que te levanten un monumento. Y Gajardo se lo merece.
Alvaro Ramis
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 823, 6 de marzo, 2015)
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