Punto Final, Nº791 – Desde el 11 hasta el 24 de octubre de 2013.
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Hace veinticinco años todo indicaba que la dictadura -sinónimo de muerte, sufrimiento, dolor y miedo-, había sido derrotada y que la gente que había pagado el mayor precio por deshacerse de ella, se alzaría con la victoria. Pero no fue así.
La dictadura fue una herida profunda en la sociedad chilena. No sólo porque demolió el mayor avance que el pueblo de Chile había obtenido en términos de sus luchas y proyectos liberadores, sino porque en ese empeño dejó un reguero de muerte y sufrimiento, cuyas cicatrices aún perviven.
La dictadura dejó una herencia que se mantiene incólume, sólo porque la Concertación traicionó el significado profundo del No. Lo esencial de su cultura se mantiene vivita y coleando hasta nuestros días. El mayor logro de la Concertación fue hacer creer que bastaba con que los militares volvieran a sus cuarteles para que todo volviera a la normalidad. Y que todo lo demás, por razones misteriosas, no debía ser tocado. La Concertación dotó de un carácter legítimo la herencia de la dictadura. Y mientras pasan los años, más aumenta en los chilenos la sensación de haber sido estafados.
Todo lo que representó entonces el plebiscito del 5 de octubre, ha sido secuestrado por quienes sólo buscaban debilitar el avance del pueblo en su lucha liberadora. Y obedeciendo a sus patrones del Departamento de Estado norteamericano, se dispusieron a administrar algo que no les pertenecía, y a lo que no habían aportado nada trascendente. Para decir las cosas como son, la Concertación traicionó los esfuerzos dolorosos y trágicos que el pueblo chileno hizo en su lucha cotidiana contra la dictadura. Traicionó incluso sus propias definiciones. El día en que entre sus dirigentes hubo conciencia que la impunidad sería una parte determinante en lo que viniera, cayeron en cuenta que daba lo mismo si se prometía una cosa y finalmente se hacía otra.
A continuación sólo necesitó liquidar lo que había de prensa libre, amaestrar a los antiguos rebeldes y afirmarse en un discurso que parece pero no es, para instalar la operación que informaba que eso que andaba por ahí, era el retorno a la democracia. Pero no fue otra cosa que la continuación de la dictadura por otros medios y con otros administradores. A la Concertación le gustó el modelo económico: le quitó la grasa a la dictadura pero dejó su esqueleto, su carne y sus nervios y esa práctica abominable fue vendida a la gente, que buscaba sacudirse de los años terribles que parecían haber quedado en el olvido. Finalmente, todo aquello por cuanto se había peleado, que no era sólo la figura del tirano, ni sus desfiles, ni sus escoltas amenazantes, ni sus ejércitos secretos, ni los desfiles de vestidos de colores, se mantuvo no sólo incólume, sino que fue mejorado.
Es cierto que en los últimos años ya no se asesina, desaparece, tortura o se manda al exilio. Pero no por ese precio hay que caminar cada día agradeciendo la buena voluntad de los poderosos que circunscriben su buena puntería sólo a la zona de ocupación mapuche. Lo que se ganó en esta fecha fue un derecho que va mucho más allá de caminar a salvo de los criminales. Debió ser también el derecho a deshacerse de la cultura que éstos y sus empleados civiles construyeron. Resulta aberrante vivir agradeciendo lo mucho que hicieron en materia de crecimiento un grupo de genocidas.
Los presidentes de la Concertación estafaron el sufrimiento de millones. Blindados en la impunidad que a poco andar lo permitió, no tuvieron ningún reparo en cogobernar con la derecha, cada uno con sus énfasis, y diferenciándose en detalles insignificantes.
Hay un cierto parecido entre este octubre y el que vivimos hace veinticinco años. La gente sale a las calles, convencida que todo aquello que exige como derechos sólo se ganará si pelea, y el régimen responde sólo con represión y con malabares en los que ya pocos creen. Como en aquella ocasión, la exigencia no es sólo por mejoras en las condiciones de vida, de trabajo o estudio. Lo que cruza toda pelea de hoy, como las de ayer, es una exigencia por verdadera democracia.
Los poderosos han perdido en gran medida la iniciativa o, a lo menos, han tenido que considerar eso que pasa en las calles para ajustar sus políticas. Se proponen y discuten medidas correctoras de un sistema que da muestras de agotamiento, pero sólo para intentar, como hace veinticinco años, administrar una situación que los puede llevar a un rincón del cual les sea difícil salir.
No resulta aventurado advertir que se corre el riesgo que las mismas manos siniestras de entonces intenten una nueva operación de rescate que secuestre las exigencias democráticas de millones. Para las elecciones de noviembre próximo ya se despliegan cartelitos mentirosos y programas de utilería, en una nueva jornada que volverá a camuflar sus esfuerzos para salir indemnes y legítimos. Para luego volver a aparecer como los héroes de la jornada.

Ricardo Candia Cares


(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 791, 11 de octubre, 2013)

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