Punto Final, Nº770 – Desde el 9 al 22 de noviembre de 2012.
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“La Araucana” y Gabriela

 

Tríptico de “El joven Lautaro”, de Fray Pedro Subercaseaux.


Quiénes leen hoy La Araucana? Parece una pregunta trivial, pero tiene importancia. Lo más probable es que sean muy pocos. Casi siempre por obligación académica o por curiosidad pasajera. Pero en sus tiempos, cuando la publicó su autor, Alonso de Ercilla y Zúñiga, entre 1569 y 1589, tuvo gran éxito. Y elogios. De autores como Cervantes (capítulo VI de El Quijote, y también en La Galatea), Quevedo, Lope de Vega y otros, y no solamente españoles: hasta comienzos del siglo XIX, en plena efervescencia independentista, tuvo amplia difusión entre los patriotas. Narra la conquista de Chile y la lucha entre los araucanos, que defienden su tierra, y los conquistadores españoles. El poema está compuesto de tres partes; la primera -y más extensa- cuenta hechos anteriores a la llegada de Ercilla a Chile, donde vivió casi un año y medio. La segunda parte es una especie de crónica poética de la campaña en que participó y la última, cuenta la prisión que sufrió por orden del gobernador García Hurtado de Mendoza y las postergaciones que sufrió a su regreso a España.
Escrita en octavas reales(1), La Araucana fue libro de cabecera de muchos, entre ellos de O’Higgins. También la conoció Francisco de Miranda y sin duda Bolívar, que en su Carta de Jamaica habla de “los fieros republicanos de Arauco”. Pero el tiempo fue haciendo su obra. Incluso en Chile, donde el mayor esfuerzo de difusión y estudio fue el trabajo de José Toribio Medina, en cinco volúmenes, dedicado al poema y su autor. Muchos años después, la académica y escritora Eugenia Neves hizo una versión teatral con motivo de los quinientos años de la llegada de Colón a América y hace poco, el recientemente fallecido cantautor Herman Schwember escribió sobre la vida de Ercilla.
La Araucana parece condenada al silencio, por lo menos como modelo literario. En cambio, su importancia social por su contenido humanista y de admiración por pueblo mapuche tiende a aumentar. Neruda, -para quien La Araucana no era sólo un poema, sino un camino- escribió: “El inventor de Chile, don Alonso de Ercilla, iluminó con magníficos diamantes no solo un territorio desconocido. Dio también la luz a los hechos y a los hombres de nuestra Araucanía. Los chilenos, como corresponde, nos hemos encargado de disminuir hasta apagar el fulgor diamantino de la epopeya. (…) A nuestros fantásticos héroes les fuimos robando la mitológica vestidura hasta dejarles un poncho indiano, zurcido, salpicado por el barro de los malos caminos, empapado por el antártico aguacero”.

EL POEMA: MENSAJE Y CONTENIDO
Para evitar confusiones, tal vez haya que distinguir el poema como creación, del poema como mensaje y contenido. Gabriela Mistral lo hizo. A su manera, naturalmente franca y sin prejuicios. En 1932 en una carta encontrada en sus archivos por el especialista Luis Vargas Saavedra, escribió: “El conquistador español nos había regalado el apelmazado ‘bouquin’ (libraco, nota de PF) original de Alonso de Ercilla que pesa unos quintales de octavas tan generosas como imposibles de leer en este tiempo”. Y en otra parte: “El bueno de Ercilla trabajó con sudor en la loa nutrida de trescientas páginas compuestas en la piedra de tallar de las octavas reales. Cumplió con todos los requisitos aprendidos en su colegio para la manipulación de la epopeya, masticó Ilíadas y Odiseas para reforzar el aliento e hizo, jadeando, transporte de la epopeya clásica hasta La Araucanía del grado 40 de latitud sur.
Tan fiel quiso ser a sus modelos según se lo encargaron sus profesores de retórica; tan presente tuvo sus Aquiles y sus Ayaxs, mientras iba escribiendo; tan convencido estaba, el pobre, de que la regla para el canto es una sola, según la catolicidad literaria, que se puso a cantar y contar lo mismo que Homero cantó a sus aqueos, a los indios salvajes que cayeron en sus manos”. Y sin compasión agregaba Gabriela que tampoco el libro había servido a los mapuches ni “a un cariño permanente dentro de la lengua”. Y remachaba: “No hay tal. La intención generosa sirvió en su tiempo de reivindicación -si es que eso sirvió- pero la obra se murió en cincuenta años de la mala muerte literaria que es la del mortal aburrimiento, la de disgustar por el tono falso, que estos tiempos sinceros no perdonan y de enfadar por el calco homérico de tosca ingenuidad”. Insistiendo: “Bastante pena se siente de la nobleza de propósitos y de la artesanía desperdiciada. La Araucana está muerta y sin señales de resurrección dichosa, aunque me griten ¡sacrilegio! los letrados ancianos y ancianos inocentones y pacienzudos que la leen aún y la comentan en Chile, que en España y América a ninguno se le ocurre ya comentarla ni leerla (…) Manoseada por el curioso del año 1932, nuestra Araucana se nos queda en la mano como un pedazote de pasta de papel pesada y sordísima”.
Unos años después, Gabriela profundizaba en sus ideas, “…a la tierra de Chile, denigrada por el viejo Almagro y temida a causa de su lejanía y por un pueblo indio duro de mascar, vino hombre con visión tan breve y tan trascendental como el capitán Ercilla y Zúñiga”.

LA COLERA DEL MAPUCHE
La Mistral trata de desentrañar la raíz profunda de la inaudita resistencia de los mapuches, llamados entonces araucanos: “¿De dónde saca el araucano aquella cólera rabiosa, aquella constancia y qué pretendía (…) en su siglo de maravillosa rebelión?”. Y arriesga una respuesta convincente: “…el araucano primitivo con su mirada recta de hombre natural y su intuición de niño supo desde el primer momento que allí no había otra cosa sino pelea”. Y ello porque se trataba de la tierra. “Cuan bien supo y no la llamada gente ciega que ceder la tierra era perderse y además perecer. Con la tierra todo había de irse: la mujer, el niño, los hábitos, los dioses, la razón de vivir y la alegría”. Y eso aparece en la obra de Ercilla: “Aquí están vistos, tomados, oídos y dichos por nada menos que el mejor de los enemigos, por el más rival de ellos”. Y vuelve para aclarar el cimiento de la resistencia: “El instinto, un rico, fresco y recto instinto dijo al auca de una vez por todas que la avalancha recién llegada era su antípoda, su revés y que contra paganía cristiandad, contra el cuerpo desnudo la malla, y contra el cuerpo a cuerpo, el fogonazo del cañón invisible, contra el valor de la tierra verde, la síntesis del poder por el oro”. Porque, en la conquista de América la motivación profunda de la empresa fue la codicia, el oro y la riqueza sin límites, y no la fe ni el ansia de gloria para el rey de España, al que se le ofrecieron “feraces tierras y templos en que el oro está cuajado por las manos del indio”.
El siglo XVII marcó un cambio. Poco a poco la guerra interminable fue vista como un desastre. No solamente ayudó la constatación de que no parecía posible derrotar definitivamente a los indígenas. Puede haber ayudado la aparentemente derrotada política de la guerra defensiva que impulsó el padre Luis de Valdivia. Y algo también seguramente el sistema de “parlamentos” y posiblemente, además, la difusión de La Araucana con su contenido de respeto y admiración por los indígenas. “La paz empezó a percibirse entre los españoles como una necesidad para todos, tanto para las autoridades como para los pobladores del reino, sobre todo para aquellos que habían conseguido amasar las primeras fortunas en el país. Esta necesidad tan imperiosa, les habría hecho presumir que la guerra era producto de sus propios excesos. Una sensación de culpa invadió los espíritus: ‘Nos ha dado Dios en este Reino’, decía el veedor general en 1644, ‘más guerra con estos desdichados naturales que la que nosotros por nuestra infernal codicia queremos que haya’”, escribió hace un tiempo el profesor Jorge Pinto Rodríguez, Premio Nacional de Historia 2012.
A medida que se acumulaban los elementos que impulsarían los movimientos independentistas en América, crecía el ejemplo de lucha de los araucanos para defender su libertad, según lo narrado por Ercilla. Embellecidos por la imaginación del poeta, los araucanos se convierten en héroes sin mengua, lo que engrandece a los españoles que los derrotan. Lo que importa, es la lucha y el despliegue de virtudes heroicas. La misma descripción de las atrocidades de los españoles y de su codicia por el oro, fortalece la causa de los indígenas.

EL EJEMPLO ARAUCANO
No es extraño, entonces, que el ejemplo histórico de los araucanos se haya convertido en aspiración para los que serían los libertadores de sus pueblos de la dominación española. Logias laicas que funcionaban desde comienzos del siglo XIX tomaron el nombre de Lautaro. La valentía y altivez de los indios se incorporó al discurso político y a la retórica necesaria para justificar la aspiración libertaria y -en su ejemplo heroico- los sacrificios que demandaría la fundación de nuevos Estados sobre naciones ya existentes. En Chile, O’Higgins, Camilo Henríquez, Carrera, Juan Egaña, Freire, y los jesuitas en su destierro europeo, compartían la admiración por los araucanos. En el primer escudo nacional aparecieron dos araucanos y en la recepción oficial para celebrar el primer aniversario del 18 de septiembre, se pidió a las señoras que fueran vestidas en forma parecida a las indias. Juan Egaña publicó sus Cartas pehuenches, Camilo Henríquez se refirió muchas veces a los héroes araucanos. El poeta Bernardo Vera y Pintado aludió a ellos y a su lucha contra los conquistadores en la letra del primer himno nacional chileno y en el actual se mantienen algunos rastros. Nombres como Caupolicán, Fresia, Lautaro, Tegualda, Guacolda, Galvarino, Lincoyán, y otros, vienen de La Araucana.
En los años siguientes a la Independencia, los araucanos, una vez consolidada la paz en la región de Chillán, Concepción y Arauco, gozaron de libertad, fueron considerados un pueblo con características propias, una nación, y pudieron prosperar en paz y en buenas relaciones con los chilenos. Si los araucanos habían sido los ejemplos de valentía, independencia y dignidad que enarbolaron los patriotas de la naciente república, no podían ser aplastados por los mismos que los distinguían. “En síntesis, hasta mediados del siglo XIX predominó la idea de que la Araucanía formaba parte del territorio nacional y que los mapuches, aunque eran una nación diferente, debían formar parte de la gran hermandad nacional. Es más, esa nación diferente, que sobrevivía en territorio chileno, fue asociada a rasgos y valores que se traspasaron al chileno por provenir éste de aquella. (…) Al mapuche se le miraba con respeto, con un dejo de admiración y reconociendo en él a nuestros antepasados. La nación no podía prescindir de ellos: con insistencia se buscó incorporarlos a la ‘chilenidad’”, escribe el historiador Jorge Pinto. Esta situación empezó a cambiar a mediados del siglo XIX. Nuevamente se impuso la codicia. Las tierras de los araucanos fueron entonces el botín. Comenzó “la Pacificación de la Araucanía” y con ella nuevamente la guerra de exterminio.

(1) Estrofas de ocho versos endecasílabos que riman entre sí: 1-3 y 5; además el 2-4 y 6; y el 7 con el 8.

Hernán Soto

Bibliografía:
Luis Vargas Saavedra, “Don Alonso de Ercilla y La Araucana vistos por Gabriela Mistral”, en revista Mapocho, N° 20, 1970.
Eduardo Solar Correa, “Alonso de Ercilla”; en Semblanzas literarias de la Colonia, Editorial Francisco de Aguirre, 1969.
Jorge Pinto Rodríguez, De la inclusión a la exclusión. La formación del Estado, la nación y el pueblo mapuche. Colección IDEA, Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de Santiago de Chile, 2000, 248 págs.
La Araucana, Editorial Francisco de Aguirre, 1977, 618 págs.

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 770, 9 de noviembre, 2012)

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