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Memoria y derechos humanos
El humor macabro
En una conversación entre compañeros de trabajo de la Dina, un agente le cuenta a otro que los detenidos “se iban a dormir con los pescados”. Lo leí en un libro sobre el “mocito” de Manuel Contreras. Anécdota banal en el centro del horror que, por supuesto, no era horroroso para ellos. Más aún, desplegaban un sentido del humor frívolo que surgía desde la crueldad y la indolencia, refiriéndose a las víctimas como “paquetes”, que podían ser desechados y lanzados al mar.
El humor y la crueldad están menos distantes de lo que podría dictar el sentido común. Para los militares los prisioneros y prisioneras siempre fueron, literalmente, el hazmerreír. No necesitaban excusas para hacer bromas macabras y ridiculizar con escarnio. En la tortura, en ese reducto de soledad e indefensión absoluta de la víctima, y de impunidad de los victimarios, era habitual obligar a la persona a cantar, contar chistes, llorar, implorar o contar y recrear intimidades, además de cortes de pelos y otras vejaciones corporales en medio de las risas del torturador principal y sus acompañantes. La humillación siempre era acompañada del castigo físico que, a fin de cuentas, dolía menos que el escarnio. Los mismos nombres de los castigos tenían un trasfondo de humor macabro. A la “parrilla” -especie de catre metálico electrificado- se le llama así quizás en siniestra comparación de las personas con la carne para el asador. Como en ese caso, el humor macabro cruza los lugares y acciones en que se perpetraron las violaciones de los derechos humanos. Un ex agente de la Dina describió con una irreverente metáfora: “A las personas que desaparecían les colgaban ‘un escapulario’ en el cuello y luego las lanzaban al mar...”. El “escapulario” era un peso que le amarraban al cuello para que no flotara. También en el mar, camino a la Isla Dawson, los prisioneros conocieron “el vuelo de la gaviota”: no era otra cosa que el grito desesperado de un preso al que habían amarrado a una especie de grúa y con ella lo lanzaban en picada a las aguas del Estrecho. Repetían el juego muchas veces.
Las carcajadas de los torturadores quedan como una pesadilla en el recuerdo de sus víctimas, lo que llevó sin duda a la actriz Gloria Laso a escribir su testimonio La carcajada de Romo. A la Villa Grimaldi le llamaban “el palacio de la risa”. A otra casa de tortura, “la venda sexy”. A la comitiva que para los familiares de las víctimas era “la caravana de la muerte”, para los militares fue “la caravana del buen humor”. En el sur de Chile, en Punta Arenas, existía el “palacio de las sonrisas”, el edificio de inteligencia en la ciudad. Era el centro de torturas.
Una broma macabra sistemática, recordada en numerosos testimonios chilenos, fue el simulacro de fusilamiento que obviamente aterrorizaba a la víctima y también a quienes escuchaban la supuesta ejecución. Hugo Valenzuela, apodado “El Negro”, había formado parte del grupo cómico profesional Los Acetatos, en los inicios de la década del setenta. En Chacabuco estuvo encargado de los espectáculos humorísticos. Además actuaba y escribía libretos. Luego de pasar por varios recintos, poco antes de ser trasladado al Estadio Nacional, sufrió un simulacro de fusilamiento. Y se rieron de él. Y en su recuerdo era muy distinta esa risa a la que despertaba el “otro humor”, que practicaba profesionalmente o en la vida diaria, y después para entretener a sus compañeros de prisión y reírse con ellos y no de ellos.
Vuelvo al libro La danza de los cuervos, sobre el “mocito” de la Dina. La capacidad de asombro -aunque quisiéramos- no se agota: el torturador “tenía una pistola en la mano apuntando a la sien de la mujer ensangrentada, ya medio ida. Pasaba un segundo, otro más, le prometía que la iba a matar… percutaba el arma. Y nada, era una falsa ejecución. Se reían”. Se trataba de Reinalda Pereira, que murió en esa misma sesión de tortura. Estaba embarazada.
En los y las sobrevivientes, la broma macabra de la falsa ejecución queda como una cicatriz, con el dolor adicional de la humillación, la vergüenza y la impotencia ante la risa de la sinrazón, de la banalidad de quienes recordarían esa tortura como una anécdota del trabajo. Así, el humor sádico -macabro- contra las víctimas es más que una broma pesada y este reírse de otra persona era parte del castigo y constituye uno de los momentos que marcan el instante crucial del sufrimiento provocado por los agentes del Estado.
En otro polo de la complejidad humana, las personas prisioneras enfrentaron la adversidad recurriendo al humor; muchas veces también macabro y sarcástico, pero con una risa compartida entre pares. Sin sadismo…
Jorge Montealegre
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 764, 17 de agosto, 2012)
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