Punto Final,Nº 862 – Desde el 14 hasta el 27 de octubre de 2016.
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País de lectores tardíos


El dueño de la librería Metales Pesados me dijo una vez, casi con odio: “Es mentira que antes el chileno leían más. En este país nunca nadie ha leído nada”. Me sorprendió una opinión tan negativa porque tenía la intuición de un pasado mejor. Y por otro lado: ¿Qué hacía la gente cuando no había televisión? ¿Solo beber? 
Chile no tuvo producción de libros ni otro impreso hasta el siglo XIX. Esto porque no había imprenta. Uno de los tres Antonios (José Antonio de Rojas) realizó un operativo internacional de contrabando para traer un cajón de libros, operativo que duró meses, incluyendo gestiones ante el Vaticano.
La primera imprenta la trajo José Miguel Carrera y allí nació La Aurora de Chile, dirigida por fray Camilo Henríquez, en 1811. Santiago fue la última capital sudamericana en tener una imprenta. Hay que recordar que a fines de la Colonia la lectura era una práctica “sospechosa” que podía llevar a problemas con la Inquisición.
El analfabetismo era generalizado en los albores de la república. Los que sabían leer no se interesaban en practicar. La Biblioteca Nacional fue por años una bodega y no disponía siquiera de un funcionario para abrir la puerta, indica el viajero inglés John Miers en 1826.
Se debió esperar hasta la década de 1850 para que surgiera el prestigio del libro y la lectura. El “fenómeno” ocurre por influencia de la generación del 42 y la emigración a Chile de argentinos ilustrados (por ejemplo, Sarmiento), que huían de la dictadura de Rosas. Con eso también aumentó la cantidad de imprentas. Y también el número de tipógrafos. De los 200 tipógrafos que había en 1850, el número creció hasta 700 en veinte años. A mediados del siglo XIX los problemas para el lector culto (personaje escaso) eran de contenido: se imprimían básicamente textos religiosos (o de instrucción), además de periódicos “con debates insulsos” al decir de Sarmiento. Los libros que llegaban a Chile eran básicamente novelas de amor y devocionarios.
Un problema era que Chile no poseía fábrica de papel. La importación fue creciendo de manera sostenida. De las 23 mil resmas que se importaban en la década de 1840, se pasó a casi dos millones en la década de 1880, debido al aumento de diarios: pasaron de cinco a más de cien en el periodo.
Hacia 1850 solo el 15% de la población sabía leer, aunque la tasa de alfabetización era menor en las mujeres, pese a que algunas de ellas tenían protagonismo en la difusión de la lectura. Mujeres de la elite prestaban un salón de su casa para lectura y conversación. Antes existía la tertulia colonial, donde a la mujer solo se le permitía tocar el piano y atender a los invitados. En el nuevo formato, ella era el centro. Una de las primeras “salonières” fue Mercedes Marín, quién tenía por invitados a Andrés Bello y al pintor Rugendas. En esos salones se leían obras en voz alta.
La lectura en voz alta también se dio entre las clases populares. Un mecanismo curioso fue la literatura de cordel o Lira popular: décimas en verso que eran vendidas en Mapocho o San Diego, y que hacían las delicias de los que sabían leer y de quienes oían esas lecturas. La lectura tiene su apogeo en la década de 1930. Las editoriales Zig Zag y Ercilla fueron sus protagonistas. Entre 1935 y 1936 se publicaba un título por día. Los precios eran irrisorios: ocho pesos, a un cambio de 25 pesos por dólar.

LOS LIBREROS
La primera librería la instaló el español José Tornero, en 1840, en Valparaíso. Tenía el evidente nombre de Librería Española. Tornero fue el primer vendedor de libros usados. Al poco tiempo fundó una sucursal en Santiago. Debido a la guerra con España, la librería cambió de nombre a Librería Central. Pero a esa altura no era suya. Siguió ligado a los libros y a El Mercurio de Valparaíso. Escribió el libro Reminiscencias de un viejo editor. Otra librería porteña fue la Americana, que además poseía imprenta. Su dueño, Carlos Segundo Lathrop, era escritor, dramaturgo y periodista. Su novela más conocida, Sara Bell, tiene casi 900 páginas. Fue balmacedista, editaba el diario El moscardón y murió en 1898.
Uno de los casos más notables es el de la librería Nascimento, fundada por Juan Nascimento en 1875. La librería no tendría la celebridad que alcanzó si no es por su sobrino, Carlos Nascimento, portugués, que llegó a Chile a trabajar con su tío y que funda la editorial. Duró casi todo el siglo XX.
Donde los libreros encontraron su territorio es en la calle San Diego. Pudiese ser por los periódicos obreros que existieron en sus alrededores, lo que derivaba de la cantidad de imprentas. Solo en los alrededores de la Plaza Almagro se editaban 18 periódicos obreros. Entre ellos destacaba La reforma, dirigido por el mismísimo Recabarren y estaba ubicado en lo que hoy es la iglesia de los Sacramentinos.
Un librero famoso de San Diego fue Araya, que además era peluquero, mencionado por Neruda en su “Oda Elemental a la Calle San Diego”. No se puede olvidar a Luis Rivano -recientemente fallecido- y una tropa de boliches, como los ubicados en la Plaza Carlos Pezoa Veliz (que están allí desde finales de los 70) y uno más reciente, el Rubén Darío, feria del libro permanente frente al Teatro Cariola. Es un local caótico y quizá peligroso: en cualquier momento puede caer encima una muralla de libros de tapa dura.

CUANDO SE JODIO CHILE
En lo que atañe al libro y la lectura, el principio del fin ocurre a mediados de los 50, y como tantas cosas, tuvo un mazazo final pinochetista. La historia cuenta que después de la crisis de 1929 y ante la falta de libros importantes, se produce un incremento de la producción nacional: Neruda, Mistral, Manuel Rojas, De Rokha, Huidobro, Joaquín Edwards. La exportación de libros a América Latina era una fuente de ingresos para el país.
En la década de 1950, España, Argentina y México pusieron en marcha planes estatales de apoyo a la industria del libro. Chile, extrañamente, no lo hizo. Para peor, agregó impuestos. El resultado fue una merma creciente en la producción. En los 60 las editoriales cambian al rubro de las revistas. 
El presidente Salvador Allende impulsa el primer programa ambicioso de potenciación del libro, luego de la estatización de parte de Zig-Zag que transformó en Quimantú. Las ediciones suben bruscamente, creándose innovaciones en los puntos de venta, como el uso de quioscos, buses y vendedores viajeros. La lectura volvió a crecer pero en 1973 esto se acabó. A Quimantú le cambiaron nombre y los proyectos empiezan a escasear, así como el personal. Una de sus tareas fue vender los libros de las bodegas para ser “molidos”. En 1982 la empresa dejó de existir. No fue la única: en los 80 la quiebra de editoriales fue masiva. Un final inesperado y lamentable.
Actualmente en Chile persiste, subterráneo y desfinanciado, el interés por la lectura alimentado principalmente por “la cuneta”, para quienes no pueden pagar los elevados precios de los libros. Pero la lectura es algo que va creciendo gracias a Internet: se lee mucho, sin abrir un libro.

RICARDO CHAMORRO

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 862, 14 de octubre 2016).

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