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Opinión
La última trinchera
El conflicto radicado en educación tiene relación directa con el poder. Y en esta pelea que se arrastra por decenios, la ultraderecha ha permeado el discurso seudo reformista de la Nueva Mayoría.
Nuestro sistema educacional no fue diseñado al azar. Es consecuencia necesaria del modo en que concibe el neoliberalismo a este país. La educación que hay en Chile es la que se necesita para la reproducción de la cultura neoliberal. No es una lesera, como diría la presidenta Bachelet.
Desde los niveles básicos hasta el universitario, lo que hace el sistema es modelar y controlar a quienes están destinados a poner los hombros sobre los cuales se construye el presente y el futuro de Chile. Por eso la idea de una escuela democrática, con profesores asumidos como sujetos de cambio y reflexión y estudiantes críticos e interesados en el país y su destino, resulta peligrosa.
La función docente se entiende como la de un trabajador más, que debe mostrar aquello que se espera de él, sin detenerse a observar lo que a su profesión le afecta del entorno, sin interesarse en lo que sucede dentro del aula y más allá. Se entiende a la educación como un proceso en que lo que importa es lo disciplinario, las materias que deben aprender los niños y jóvenes, la repetición imbécil de tópicos que no sirven de nada y que, por sobre todo, su gestión debe concordar con la planificación, las estadísticas, las mediciones y los presupuestos. Y por cierto, con la disciplina laboral.
En nuestra sociedad, una educación que apunte a formar habitantes críticos y lúcidos se entiende como un acto fuera de lugar. Un fenómeno que no está descrito en el paradigma que lo define todo. Una universidad con un sentido de patria, libre en sus formulaciones curriculares, definida como un espacio de creación y crítica, de revisión intelectual del sentido de ser de un país y sus habitantes, necesariamente entra en colisión con la sociedad que la contiene. Resulta una anomalía, una acción de permanente insurgencia. Una escuela con conciencia de las necesidades locales y sus potencias económicas y culturales, formadora de jóvenes responsables de lo que ocurre o no en su entorno, afincados a la realidad inmediata tanto como en horizontes lejanos, resulta también una contradicción.
Por eso la movilización de los profesores ha puesto sobre la mesa una de las mayores contradicciones del sistema. Es un dedo en la llaga que va más allá de salarios y evaluaciones. Desde La Moneda, el Mineduc y la Sofofa, saben que en ese reducto no se puede soltar la oreja. Cae educación, cae el resto. Por eso la presidenta, y vaya uno a saber qué otra mano mora, puso en esta cartera a un perfecto adalid del sistema, capaz de ordenar a su centenar de asesores para imponer su defensa en la trinchera más compleja.
Así como están las cosas, en un año estéril y terminal para la leyenda de la presidenta imbatible, los equipos secretos saben que deben dejar el negocio educacional bien amarrado por cuanto se relaciona con todo el resto de la obra de los conversos ex izquierdistas hoy transfigurados en perfectos derechistas. Todo lo otro puede esperar. No educación. Jamás educación.
Y para ese efecto estratégico se despliegan todas las formas de lucha: coerción, amenazas, descuentos, escenarios apocalípticos, y esa rareza, única en la experiencia histórica de la Izquierda, que se ha definido por sus creadores como “un pie en la calle y otro en La Moneda”, como si se pudiera ser yunque y martillo al mismo tiempo. Una lesera por donde se le mire.
Mientras tanto, la presidenta quizás tenga un vaga idea de lo que pasa con los profesores y la trabazón que su movilización han creado en las esferas del poder.
Atrapada en el escollo mortal definido por lo que verdaderamente es y como se ha querido mostrar a partir de dos o tres cositas sin importancia, leseras por donde se mire, aletea con desesperación por el siguiente triunfo de la selección de futbol, a la espera de la selfie que la haga popular.
Ricardo Candia Cares
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 831, 26 de junio, 2015)
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