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Ultraderechista francés inspiró a Arturo Alessandri
ARTURO Alessandri Palma, arengando al pueblo.
Increíblemente, quien es considerado por muchos como el padre de nuestra democracia, Arturo Alessandri Palma, tuvo entre sus principales inspiradores a un pensador ultraderechista, militarista y precursor del fascismo: el francés Gustave Le Bon (1841-1931).
En efecto, la obra más célebre de Le Bon, Sicología de las multitudes, se transformó en una verdadera Biblia para todos los políticos de la primera mitad del siglo XX que buscaban desnaturalizar la democracia a través de la manipulación de masas.
Arturo Alessandri no hacía misterio de su admiración por Le Bon. Por el contrario -como veremos- se ufanaba de ello. Además, el destacado político Manuel Rivas Vicuña (en su Historia Parlamentaria) y el historiador Ricardo Donoso (en su Alessandri, agitador y demoledor) nos confirman dicho sentimiento de Alessandri. También nos cuentan de la admiración que por el pensador galo sentía nuestro historiador ultraconservador y racista por antonomasia: Francisco Antonio Encina.
Le Bon, entre otras cosas, había atacado duramente a la paz, “cuya certidumbre produciría antes de medio siglo una corrupción y decadencia más destructivas del hombre que la peor guerra”, agregando que “no hay mejor estimulante moral y material para un pueblo que la guerra o la amenaza de guerra”. Además, Le Bon elogiaba a la guerra señalando que ella era “portadora de grandes bienes” y creadora del alma nacional: “Solo las guerras crean y fijan esta alma”. Y que “sin el régimen militar obligatorio a que hoy día se encuentra sometida la población masculina de Europa, la anarquía, el socialismo y otros disolventes de la civilización moderna habrían progresado con paso de gigantes”. Por último, especificaba que un servicio militar de dos años para “la totalidad de nuestros bachilleres y licenciados” serviría para “la regeneración de la raza francesa, degenerada por la universidad” (Genaro Arriagada. El pensamiento político de los militares; CISEC, s/f; p. 97-8).
Pero fue Sicología de las multitudes el libro más admirado de Alessandri. En él se planteaba una tesis esencialmente antidemocrática. Partía Le Bon señalando que “hoy las reivindicaciones de las multitudes se presentan cada vez con mayor franqueza, pretendiendo destruir por completo la sociedad actual para llevarla al comunismo primitivo (…) Limitación de horas de trabajo, expropiación de minas, de ferrocarriles, de las fábricas y del suelo; repartición igual de todos los productos, eliminación de todas las clases superiores en provecho de las clases populares, etc. Tales son estas reivindicaciones”; lo que sería especialmente perjudicial, puesto que “síntomas universales, visibles a todas las naciones, nos muestran el crecimiento rápido del poder de las multitudes” y que “es preciso resignarnos a sufrir el reinado de las multitudes, ya que manos imprevisoras han destruido las barreras que podían contenerlas” (Edit. Albatros, Buenos Aires, 1958; pp. 18-21).
Enseguida Le Bon sostenía que “el conocimiento de la sicología de las multitudes es hoy el último recurso del hombre de Estado que quiere no gobernarlas (puesto que la cosa se ha hecho bien difícil) sino, al menos, no ser gobernado por ellas”. Y en una muestra de su absoluto desprecio por la democracia, agregaba: “Sólo profundizando algo la sicología de las muchedumbres es como se comprende la acción insignificante que las leyes y las instituciones tienen sobre ellas; cuán incapaces son de tener opiniones fuera de las que le son impuestas; que no se las conduce con reglas basadas sobre la equidad teórica pura, sino buscando aquello que pueda impresionarlas y reducirlas” (p. 22).
EL PODER DE LAS IMAGENES
Luego, el autor francés planteó que hay una suerte de alma colectiva de las muchedumbres (o masas) y que, dado su primitivismo, “los sentimientos manifestados por una muchedumbre siempre presentan el doble carácter de ser simples y exagerados”. Por lo que “exagerada en sus sentimientos, la muchedumbre sólo es impresionada por los sentimientos excesivos. El orador que quiere seducirla debe abusar de las afirmaciones violentas. Exagerar, afirmar, repetir” (pp. 55-6). Y agregaba que “estudiando la imaginación de las muchedumbres, hemos visto que aquella se impresiona especialmente mediante las imágenes. No siempre se dispone de éstas, pero es posible evocarlas por el juicioso empleo de palabras y de fórmulas. Manejadas con arte poseen magia. Hacen nacer en el alma de las muchedumbres tempestades, y saben también calmarlas (…) El poder de las palabras está enlazado con el de las imágenes que evocan y es completamente independiente de su significación real. Aquellas palabras cuyo sentido peor se define, son las que poseen mayor acción. Tales son, por ejemplo, los términos democracia, socialismo, igualdad, libertad, etc.” (pp. 112-3).
De todo lo anterior, Le Bon diseñó un explícito plan de seducción electoral de las masas: “Investiguemos cómo se las seduce (…) La primera condición que debe reunir el candidato es el prestigio (…) Si los electores, cuya mayoría está compuesta de obreros y aldeanos, eligen pocas veces a uno de su clase para representarlos (es porque) éstos carecen para ellos de prestigio (…) Tampoco basta para asegurar el triunfo del candidato el que éste tenga prestigio. El elector necesita que se le lisonjeen sus conveniencias y vanidades. Hay que abrumarlo con lisonjas extravagantes y no vacilar en hacerle las promesas más fantásticas (…) El programa escrito del candidato no debe ser demasiado categórico para que no sirva de arma a sus adversarios: en cambio un programa verbal nunca pecará de demasiado extenso. Pueden ofrecerse sin temor las reformas más impactantes. Por lo pronto, estas exageraciones producen muy buen efecto y no comprometen para lo futuro. Se observa constantemente, en efecto, que el elector nunca se preocupa de saber hasta qué punto ha cumplido el elegido el programa proclamado y por el cual se supone que tuvo lugar la elección (…) Volvemos a encontrar otra vez el influjo de las ‘palabras’ y de las ‘fórmulas’ , cuyo mágico imperio hemos demostrado ya. El orador, conocedor de su uso, lleva dondequiera a la multitud. Las expresiones análogas a la de infame, viles explotadores, el admirable obrero, la socialización de las riquezas, etc., producen siempre el mismo efecto, aunque estén ya un poco desusadas. Pero el candidato que encuentra una fórmula nueva, mejor aún si carece de sentido preciso y es, por consiguiente, capaz de responder a las más diversas aspiraciones, obtiene un éxito seguro (…) En cuanto al influjo que pueden ejercer los razonamientos sobre el espíritu de los electores, es preciso no haber leído nunca un relato de una reunión electoral para no saber a qué atenerse en este punto. Se cruzan afirmaciones, invectivas, a veces golpes, nunca razones (…) Las multitudes tienen opiniones impuestas, nunca opiniones razonadas” (pp. 188-93).
En su campaña de 1920 Alessandri hizo uso y abuso de la demagogia recomendada por Le Bon. Célebres, en este sentido, se hicieron sus expresiones “mi querida chusma” y “la canalla dorada”.
LA VOZ DE LA DEMAGOGIA
En este mismo sentido Alessandri se cuidó de definir lo más simple y crudamente posible la antinomia entre su candidatura y la del liberal más de derecha, que representaba también a los conservadores propiamente tales: Luis Barros Borgoño. La propia representaba al pueblo todos los valores positivos; y la contraria, a la oligarquía con todos los valores negativos. Y para esto buscaba las expresiones e imágenes más gráficas y evocativas de dicha oposición: “Ante la imagen de los privilegios ilícitos que benefician a unos pocos con desmedro de la generalidad, yo levanto la imagen redentora de la justicia y el derecho. Ante la imagen de la reacción, yo levanto la imagen de la renovación y del progreso; ante la imagen del dolor, de la miseria y del hambre, yo levanto el estandarte de la redención social sobre la base de la justicia y del derecho” (Sol Serrano. “Arturo Alessandri y la campaña electoral de 1920”, en 7 Ensayos sobre Arturo Alessandri Palma; ICHEH, 1979; p. 76).
De manera más punzante, agregaba: “No es raro, es más bien justo, que el candidato de la coalición (Barros Borgoño) vaya a buscar las más grandes de sus adhesiones bajo la cripta artesonada y elegante de la Bolsa de Corredores; no es raro tampoco que el candidato de la Alianza Liberal, que comulga en el altar de la democracia, vaya a buscar el concurso del pueblo que sufre, que llora y que pide justicia y amparo” (Ibid.).
A su vez, la multitud quedaba tan enfervorizada con él que “la casa de Alessandri en la Alameda estuvo siempre rodeada de gente que le hacía ‘guardia de honor’ y por las calles se realizaban desfiles que acompañaban al candidato mientras caminaba por el centro de la ciudad teniendo que suspenderse el tránsito de tranvías, automóviles y coches (…) Subían al candidato en silla de manos y lo llevaban hasta su casa gritando consignas, y no se alejaban hasta que Alessandri salía al balcón y les hablaba (…) despertando tal fervor en estos hombres, mujeres y niños que, según cuentan algunos testigos, sacaban el estuco de su casa para usarlo como medicamento” (Ibid.; pp. 77-8).
Por cierto que la derecha más conservadora “no entendió” el fin último, también conservador, de Alessandri. Sí lo hicieron los radicales oligárquicos del sur -“de la vieja guardia”- según cuenta Alessandri: “(Ellos) que me temían porque mis doctrinas sociales se hacían aparecer como subversivas, una vez que me escucharon, comprendieron que precisamente yo trataba de defender el orden público mediante la evolución requerida por los momentos históricos que vivía la Humanidad” (Augusto Iglesias. Una etapa de la democracia en América; Edit. Andrés Bello, 1960; p. 344).
ALMORZANDO CON LE BON
La admiración y el seguimiento de Alessandri a Le Bon llegó a tal grado, que cuando pasó su primer exilio en Francia (1924-25), contó él mismo en sus Memorias que “ (el general) Mangin (segundo de Petain, cuando estuvo de visita oficial a Chile) me oyó ponderar los indiscutibles méritos de las obras científicas y sobre sicología de Le Bon; me expresó que aquel sabio era muy su amigo y que sería para él una inmensa satisfacción saberse conocido, aplaudido y admirado por el presidente de Chile. Con este motivo y cuando la prensa anunció que me encontraba en París, Mangin fue a saludarme y para que conociera a Le Bon, me invitó a un gran almuerzo en uno de los principales restaurantes de la ciudad. Presidía Le Bon, y campanilla en mano, según el uso de las Asambleas Culturales, Le Bon proponía temas científicos o de estudio y designaba al orador que debía tratarlos (…) sin advertírmelo, Le Bon me concedió la palabra para que diera a conocer a Chile, para que contara con detalle los últimos sucesos que habían motivado mi salida del gobierno, su posible futuro. Deseaba especialmente que expusiera la aplicación que yo había dado en mi campaña electoral, de formidable renovación y progreso de las doctrinas de M. Le Bon, refiriéndome especialmente a las de su libro sobre Sicología de las multitudes”.
Continuando su relato, Alessandri señalaba que “cumplí la tarea encomendada en la mejor forma que pude y, al final, fui estrepitosa y largamente aplaudido por los comensales, que pasaban de treinta. Me esforcé por probar que M. Le Bon tenía razón cuando sostenía que a las masas debía atraérseles dirigiéndose al sentimiento más que a la razón. Estaba en lo cierto cuando atribuía el triunfo oratorio a los caudillos que lanzaban afirmaciones vigorosas sobre los hechos que se presentaban como indiscutibles y a los que sabían repetir sus ideas en diversas formas para incrustarlas en el cerebro de los oyentes hasta convertirlas en pensamiento y alma colectiva de la multitud. Confirmé la profunda verdad de estas afirmaciones con la experiencia recogida y reiterada en mi campaña electoral. Manifesté que así como el artífice, martillo en mano, descarga golpes repetidos hasta vencer la resistencia y hacer penetrar hasta el fondo el clavo que fija y afirma o como el fundidor que, a fuerza de repetidos golpes, da al metal candente la forma que desea, también el orador manejando la fuerza espiritual de su mente debe modelar el sentimiento de sus oyentes en la forma deseada, siguiendo los justos y sabios consejos de M. Le Bon”.
Y finalizaba: “El Maestro, que así lo llamaban, me felicitó muy cordialmente y se manifestó profundamente complacido ante el inesperado éxito de este nuevo discípulo llegado de ultramar” (Recuerdos de gobierno, Tomo II; Edit. Nascimento, 1967; pp. 25-6) ¡Qué muestra de dependencia europeísta y de desprecio a la democracia, en las palabras de Alessandri!
Es cierto que no podría haber sido calificado de “fascista”. Incluso esto mismo se lo expresó al propio Mussolini en una entrevista que tuvo con él durante esa estadía en Europa. Pero es claro, también, que al seguir la inspiración ultraderechista y “manipuladora de masas” de Le Bon, estaba concordando con objetivos básicos del fascismo: desnaturalizar la democracia y someter a la Izquierda.
El que la historiografía y la educación chilenas -pese a lo anterior- todavía considere a Alessandri como un paladín de la democracia, nos ilustra hasta qué punto conservan su fuerza nuestros mitos acerca de la democracia chilena. Por cierto que es imposible contribuir al nacimiento de una auténtica democracia a través de un designio tan claro y descarado de manipulación y “seducción” de la generalidad de la población. Especialmente cuando el mismo está inspirado en uno de los pensadores de la historia contemporánea que trata con más desprecio a los sectores populares.
FELIPE PORTALES (*)
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas de su libro Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 831, 26 de junio, 2015)
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