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Opinión 820
La gran sorpresa
Los anuncios simultáneos en La Habana y Washington, el pasado 17 de diciembre, cierran un capítulo de la historia que había durado más de medio siglo. Esa mañana habían vuelto a casa, finalmente liberados, Gerardo Hernández Nordelo, Ramón Labañino Salazar y Antonio Guerrero Rodríguez, encarcelados hace dieciséis años por luchar contra el terrorismo anticubano, y había regresado también a su país el norteamericano Alan Gross, detenido en Cuba por su participación en proyectos subversivos organizados por Estados Unidos. Concluía así la larga y complicada batalla para liberar a los Cinco antiterroristas -René González Sehwerert y Fernando González Llort habían salido antes de la prisión tras cumplir sus injustas condenas- que sacrificaron su juventud y dieron siempre admirable prueba de heroica resistencia. Gobiernos, Parlamentos, organizaciones sociales y políticas, instituciones religiosas y personalidades de todo el mundo habían reclamado con insistencia su libertad.
Sobraban razones para excarcelarlos. Contra ellos se había realizado en Miami un proceso plagado de arbitrariedades, anulado por decisión unánime de los tres jueces de la Corte de Apelaciones de Atlanta en 2005, que lo definieron como “una tormenta perfecta” de prejuicios y hostilidad. Se les habían formulado, además de otras violaciones de menor cuantía, dos cargos importantes: “conspiración para cometer espionaje” a Gerardo, Ramón y Antonio, y “conspiración para cometer asesinato” sólo a Gerardo. Respecto al primer cargo la misma Corte, en decisión también unánime, reconoció que en este caso no había existido nada relacionado con espionaje, los acusados no habían hecho nada, ni lo habían intentado ni se les había orientado que realizaran algo relacionado con el espionaje, nunca buscaron informaciones secretas o vinculadas a la seguridad nacional de Estados Unidos.
En cuanto al cargo más grave presentado contra Gerardo, la misma Fiscalía admitió antes de terminar el juicio en Miami que carecía de pruebas y solicitó retirarlo a última hora, recurriendo para ello ante la instancia apelatoria. Sin embargo, bajo la presión de una campaña incesante de los medios locales, pagados ilegalmente por el gobierno, y de las amenazas de los grupos terroristas, el tribunal de Miami declaró culpable a Gerardo de una mendaz acusación que los propios fiscales admitieron habían fracasado en demostrar en una petición para retirarlo que reconocieron “carecía de precedentes”.
Pese a ello, el proceso para restablecer la justicia se prolongó hasta convertirse en uno de los más dilatados de la historia norteamericana.
La monstruosa injusticia sólo podía explicarse políticamente. Era consecuencia del odio irracional que acompañó siempre al propósito imperial de destruir a la revolución y apoderarse nuevamente de Cuba. La inmensa mayoría del pueblo norteamericano nunca conoció de la brutal arbitrariedad porque el proceso sufrió la más férrea censura de los grandes medios de comunicación, hasta que recientemente The New York Times le dedicó un editorial llamando a liberar a los tres que aún guardaban prisión como paso indispensable para avanzar hacia una relación más civilizada entre Cuba y Estados Unidos, objetivo a favor del cual ha insistido en los últimos meses el gran diario neoyorquino.
El 17 de diciembre el presidente Barack Obama dio a conocer su decisión de dar un giro histórico que terminaría con una política iniciada por Eisenhower antes que naciera el actual mandatario, y perpetuada por los inquilinos que le siguieron en la Casa Blanca, demócratas y republicanos quienes, más allá de matices y acentos diferenciales, habían dado continuidad a una línea de desconocimiento al derecho soberano de Cuba a seguir un curso independiente.
Obama decidió restablecer las relaciones diplomáticas, revisar la absurda inclusión de Cuba en la caprichosa lista del Departamento de Estado de países que apoyan el terrorismo y prometió promover la acción parlamentaria para eliminar el bloqueo económico, financiero y comercial codificado por la Ley Helms-Burton. El presidente anunció además un conjunto de medidas al alcance de su autoridad ejecutiva para facilitar los viajes y los intercambios entre los dos países.
Esas medidas, aplaudidas por Cuba, le granjearon a Obama el reconocimiento de la comunidad internacional. Su consecuente aplicación significaría un golpe contundente al bloqueo aún vigente y pudiera conducir, en la práctica, al desmantelamiento de algunos aspectos sustanciales de una política que ha sido condenada año tras año por la Asamblea General de la ONU y ha llevado a Washington al aislamiento universal.
El presidente Raúl Castro, por su parte, reiteró la disposición de Cuba a discutir con Estados Unidos cualquier tema sobre la base del estricto respeto a nuestra soberanía e independencia y manifestó una vez más que nuestro país seguirá desarrollando el camino socialista elegido y ratificado democráticamente por su pueblo.
El cambio en la política norteamericana hacia Cuba debería reflejarse también en una actitud diferente hacia América Latina y en particular hacia la Revolución Bolivariana, que sigue siendo objeto de la hostilidad imperial. Después de todo, uno de los factores que condujeron a esta importante modificación es la nueva época que vive hoy nuestro continente. La hostilidad hacia Cuba colocó a Washington en total soledad, sin el apoyo de nadie en el hemisferio. La nueva era que promete el presidente estadounidense debería extenderse a todos sus vecinos. Semejante cambio sería beneficioso para el pueblo norteamericano y para la economía y el prestigio de Estados Unidos, que aunque sigue siendo un país poderoso enfrenta numerosos y difíciles problemas internos y ya no es la superpotencia indiscutida que fue cuando Obama era un bebé. Los cambios proyectados enfrentarán la oposición de quienes ya han anunciado que tratarán de bloquearlos desde el Senado y la Cámara de Representantes, ambas bajo el control del Partido Republicano a partir del próximo enero, aunque no contarán ahora con el respaldo de los emigrantes cubanos. La mayoría entre ellos, según todas las encuestas, quiere una relación normal con Cuba y apoya al presidente. A diferencia de lo ocurrido hace quince años, cuando un comando federal liberó al niño Elián González secuestrado allí por la mafia terrorista, esta vez no salieron a las calles de Miami turbas violentas amenazando con incendiar la ciudad, coincidiendo, por cierto, con el inicio del “juicio” contra los Cinco. Las escasas protestas de los extremistas han pasado casi inadvertidas y no son pocos los que han expresado públicamente su respaldo a Obama.
Pero será dura la batalla en Washington. Todo parece indicar que el presidente aspira al final de su mandato a realizar algunas de sus promesas electorales y salvar su memoria en la Historia. Trata de hacerlo con la reforma migratoria y ahora con el inicio de una relación diferente con Cuba y quizás, lo intente en otras áreas también importantes. Por ello merece respeto y apoyo.
Ricardo Alarcón de Quesada
(Opinión de “Punto Final”, edición Nº 820, 26 de diciembre, 2014)
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