Documento sin título
Buscar |
|
Ultimo Editorial |
|
|
|
Carta al director
|
|
Ediciones
Anteriores. |
|
En
Quioscos |
|
Archivo
Histórico |
|
Acto Miguel Enríquez |

|
Regalo |
|
|
La Constitución incumplida
Además del carácter autoritario-presidencialista de la Constitución impuesta en 1925 (reseñado en Punto Final N° 810), varias disposiciones de ella, trascendentales para la vigencia de la democracia y de los derechos humanos, quedaron incumplidas. La principal fue la relativa a su artículo 1°, que estipuló: “El Estado de Chile es unitario. Su gobierno es republicano y democrático representativo”. Esto fue completamente distorsionado por el sistema electoral que impuso la propia dictadura en 1925 para implementar legislativamente -en teoría- lo anterior. En un primer momento el gobierno pretendió en forma cabal diseñar un sistema electoral que representara la voluntad popular. Para ello, a través del Decreto-Ley 542 del 23 de septiembre de 1925, se estableció una cédula única electoral que -al establecer efectivamente el secreto del voto- haría imposible la corruptela del cohecho y del acarreo del inquilinaje a votar por los candidatos del patrón, lo que permitía en el pasado la cédula confeccionada por cada partido.
Sin embargo, el sorprendente resultado de la elección presidencial del 24 de octubre -en que el candidato apoyado por todos los partidos históricos (desde conservadores a democráticos), Emiliano Figueroa Larraín, obtuvo el 71,1% de los votos (186.187), y el candidato apoyado solamente por el PC y un embrionario movimiento de “asalariados” (Unión Social Republicana de Asalariados de Chile), José Santos Salas, logró un notable 28,3% (74.091)-, aterró a los principales partidos históricos. Más aún cuando en Santiago, Figueroa apenas derrotó a Salas (18.367 contra 17.727); y este último triunfó en comunas populares como Quinta Normal, Matadero y el sector norte del Mapocho.
Todo esto llevó a conservadores, liberales y radicales a presionar fuertemente al gobierno de facto de Luis Barros Borgoño a volver al sistema de cédulas confeccionadas por cada partido, que permitía la compraventa verificada de votos por los apoderados de mesas y el manejo del voto de los inquilinos (ver El Mercurio, 31-10-1925 y La Nación, 4-11-1925). Esto lo consiguieron con el Decreto-Ley 710 del 6 de noviembre que, además de reintroducir la corruptible cédula de partido, incluyó un complejísimo sistema de pactos electorales destinado a beneficiar antidemocráticamente a los partidos más poderosos.
Lo notable fue el hecho de que dicha modificación de tanta importancia se hiciera en forma tan eficazmente solapada, que no generó ningún debate en su momento y después, durante muchos años. De hecho, ni los democráticos, ni el PC, ni la naciente Usrach -que iban a ser fuerte e injustamente perjudicados por el cambio- alzaron la voz… La única mención y justificación que se ve en la prensa de la época es la de El Mercurio, y que además es de una gran debilidad argumental: “Fuimos los primeros en señalar la conveniencia de revisar cuidadosamente la nueva Ley de Elecciones (Decreto-Ley 542). Reconocemos que estas dos medidas, la cédula única y la forma de votación (con lápiz indeleble) corresponden a garantías ensayadas en otros países con éxito para la corrección del acto electoral; pero no podemos pensar que ellas, en manos de un electorado menos culto, pueden tornarse en sentido desfavorable para el mismo fin que se persigue” (31-10-1925).
La distorsión del cohecho permitió a la derecha, pese a perder todos sus candidatos presidenciales hasta 1958, obtener casi siempre las mayorías parlamentarias necesarias para bloquear cualquier transformación de importancia del sistema. Solo con el arrollador triunfo de Carlos Ibáñez en 1952, aquella perdería teóricamente la mayoría parlamentaria; pérdida que se haría efectiva solo en 1958, al distanciarse claramente Ibáñez de la derecha y al constituir la centroizquierda el Bloque de Saneamiento Democrático, integrado por radicales, agrariolaboristas, democráticos, democratacristianos, socialistas y comunistas. Así, Ibáñez y los partidos del Bloque llevaron a cabo dos reformas claves para democratizar efectivamente el sistema político: la introducción de la cédula única electoral y la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia, que había ilegalizado al PC y afectado al movimiento sindical desde 1948.
Además, es importante destacar que la derecha, dado el mayor cuestionamiento ético-político que se hizo del cohecho -en relación al periodo anterior a 1925-, acuñó desfachatadamente en los años 30 la sentencia de que “el cohecho es el correctivo natural del sufragio universal”. Y que la centroizquierda, demostrando una gran fragilidad política, no priorizó en los años 30 y 40 la crucial lucha por democratizar efectivamente el sistema político, pese a que obtuvo la Presidencia en varias ocasiones.
Así, la centroizquierda se “quedó callada” cuando en 1937 el diputado nazi Fernando Guarello desafió al conjunto de los partidos, al anunciar la presentación de un proyecto de cédula única electoral: “Si todos los bandos representados en esta honorable Cámara, tienen en realidad el propósito de permitir y facilitar una elección libre y honrada para las próximas luchas municipales y presidenciales, si, sobre todo la derecha en general no está dispuesta a seguir elevando a la categoría de verdad revelada la frase práctica y cínica de que el cohecho es el natural correctivo del sufragio universal, si sus declaraciones de prescindencia electoral son sinceras, yo les pido que lo demuestren ahora mismo prestando desde luego su aprobación a la petición enunciada, y luego después en su oportunidad, facilitando el pronto y favorable despacho de estas modificaciones tan necesarias a la libertad y a la conciencia de nuestro pueblo” (Boletín de Sesiones de la Cámara de Diputados; 7-12-1937).
Un segundo artículo de gran importancia que quedó sumamente deteriorado fue el 10 (N°3) sobre el derecho a la libertad de expresión que estipulaba: “La Constitución asegura a todos los habitantes de la República (…) la libertad de emitir, sin censura previa, sus opiniones, de palabra o por escrito, por medio de la prensa o en cualquiera otra forma, sin perjuicio de responder de los delitos y abusos que se cometan en el ejercicio de esta libertad en la forma y casos determinados por la ley”.
El menoscabo de este derecho se hizo a través de la legislación que lo reglamentó: el Decreto-Ley 425 -¡expedido el 20 de marzo de 1925, antes de la aprobación de la misma Constitución!- que sancionaba con penas de prisión a “quien profiriere gritos o cantos sediciosos”; a quienes “maliciosamente publicaren disposiciones, acuerdos o documentos oficiales que deban mantenerse reservados por su naturaleza”; o a quienes “ofendieran” a un jefe de Estado extranjero, en “discursos, conferencias, gritos o amenazas pronunciados o proferidos en lugares o reuniones públicas, transmitidos por la radiotelefonía (…) sea por medio de escritos (…) sea por medio de carteles exhibidos al público”. Y a través del Decreto-Ley 670 del 2 de noviembre, que estableció que en tiempos de guerra o de “conmoción interior”, “el presidente de la República (…) podrá decretar (…) la censura y fiscalización de todos los medios de publicidad, de los servicios de transmisión de noticias y de la correspondencia privada”.
Ambos decretos-leyes fueron incluso duramente criticados por El Mercurio, El Diario Ilustrado y La Nación. Respecto del primero, El Mercurio señaló que “el cúmulo de sanciones severas establecidas para infracciones que se multiplican con extraordinaria acuciosidad, recuerda los viejos tiempos de Ordenanzas Militares” (24-3-1925). Y luego, del segundo, agregó: “He aquí, pues, un nuevo paso en el camino de una definitiva sujeción de la prensa y de todas las comunicaciones entre los habitantes del país al control arbitrario de los gobiernos” (1-11-1925).
A su vez, El Diario Ilustrado sobre el primero expresó que “las conminaciones, las multas y los procedimientos judiciales y administrativos señalados en el Decreto-Ley en serie interminable y a propósito de cosas que salen de la tuición de los diarios, importan de hecho una coacción aplastadora sobre la prensa” (23-3-1925). Y del segundo, se preguntó: “¿Qué es conmoción interior? ¿Quién juzga cuándo hay esa conmoción? Juzga el gobierno, y será conmoción lo que el gobierno estime o quiera estimar que hay conmoción. El Decreto-Ley importa, en la práctica, entregar a la voluntad del gobierno la expresión de las opiniones y aun la correspondencia epistolar privada” (31-10-1925).
Y La Nación respecto del primero afirmó que “se observa en la envergadura general de la ley, un espíritu francamente restrictivo, drástico, cual si en vez de inspirarse en la finalidad de garantizar la libertad, lo hubiera hecho en la de cercenarla” (25-3-1925). Y sobre el segundo indicó que “impugnamos el Decreto-Ley que acaba de dictar el gobierno y (…) nos permitimos insinuar la conveniencia de que este decreto sea revisado” (2-11-1925).
Peor aún, el derecho a la libertad de expresión fue todavía más limitado a través de la Ley de Seguridad Interior del Estado (que reseñaremos en un próximo capítulo de esta serie) aprobada en enero de 1937, que aglutinó diversas normas liberticidas que habían aprobado gobiernos de facto entre 1927 y 1932. Ella contó, sí, con el entusiasta respaldo de los tres diarios mencionados, y con el estridente rechazo de la minoría parlamentaria de centroizquierda que poco después, siendo gobierno, la aplicaría…
Hubo otras tres disposiciones de gran importancia de la Constitución de 1925 que nunca fueron aplicadas, dado que hasta 1973 no se aprobó ninguna ley que las reglamentara. Ellas fueron las relativas a la creación de asambleas provinciales, al establecimiento de tribunales administrativos y a la estipulación del derecho de indemnización en casos de errores judiciales.
En efecto, dicha Constitución estableció “asambleas provinciales” que serían muy importantes para la administración de las provincias. Así, el artículo 94 indicó que el intendente de la provincia -designado por el presidente de la República- las presidiría. El artículo 95 especificó que “cada Asamblea Provincial se compondrá de ‘representantes’ designados por las municipalidades de la provincia en su primera sesión por voto acumulativo (…) y su duración será por tres años”. A su vez, los artículos 98, 99 y 100 señalaron sus atribuciones; artículo 98: “Las Asambleas Provinciales (…) tendrán las atribuciones administrativas y dispondrán de las rentas que determine la ley, la cual podrá autorizarlas para imponer contribuciones determinadas en beneficio local. Podrán ser disueltas por el presidente de la República con acuerdo del Senado. Disuelta una Asamblea Provincial, se procederá al reemplazo de sus miembros en la forma indicada en el artículo 95 por el tiempo que le faltare para terminar su periodo”. A su vez, el artículo 99 dispuso: “Las Asambleas Provinciales deberán representar anualmente, por intermedio del intendente, las necesidades de la provincia, e indicarán las cantidades que necesiten para atenderlas”. Y el artículo 100 estableció: “Las ordenanzas o resoluciones que dicte una Asamblea Provincial, deberán ser puestas en conocimiento del intendente, quien podrá suspender su ejecución dentro de diez días, si las estimare contrarias a la Constitución o a las leyes, o perjudiciales al interés de la provincia o del Estado. La ordenanza o resolución suspendida por el intendente, volverá a ser considerada por la Asamblea Provincial. Si esta insistiere en su anterior acuerdo por el voto de los dos tercios de los miembros presentes, el intendente la mandará promulgar y llevar a efecto. Pero, cuando la suspensión se hubiere fundado en que la ordenanza o resolución es contraria a la Constitución o a las leyes, el intendente remitirá los antecedentes a la Corte Suprema, para que resuelva en definitiva”.
Notablemente, hasta 1973, ningún gobierno ni coalición política promovió el cumplimiento de estas importantes disposiciones; pese a que 112 de los 147 diputados representaban a las provincias, como asimismo 40 de los 45 senadores hasta 1967, y luego 45 de los 50…
Además, la Constitución estipuló, a través de su artículo 87: “Habrá Tribunales Administrativos, formados con miembros permanentes, para resolver las reclamaciones que se interpongan contra los actos o disposiciones arbitrarias de las autoridades políticas o administrativas y cuyo conocimiento no esté entregado a otros tribunales por la Constitución o las leyes. Su organización y atribuciones son materia de ley”.
Tampoco hubo ningún intento de aplicarlos, pese a que ellos pudieron haber evitado numerosas violaciones de derechos humanos cometidas a través del abuso, discriminación o lenidad de autoridades o funcionarios gubernamentales. Dichos tribunales, incluso, habrían constituido un mecanismo aun más efectivo -por su carácter resolutivo- que los actuales defensores del pueblo que existen en numerosos países del mundo y que solo tienen un carácter de autoridad moral.
Por último, el artículo 20 de la Constitución de 1925 ordenó que: “Todo individuo a favor de quien se dictare sentencia absolutoria o se sobreseyere definitivamente, tendrá derecho a indemnización, en la forma que determine la ley, por los perjuicios efectivos o meramente morales que hubiere sufrido injustamente”.
Esta disposición habría reconocido un derecho de extrema importancia, particularmente para los sectores populares que tienden a ser siempre más detenidos y sentenciados injustamente por el Poder Judicial.
FELIPE PORTALES (*)
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios muy relevantes de la historia de nuestro país que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor: Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 812, 5 de septiembre, 2014)
revistapuntofinal@movistar.cl
www.puntofinal.la
www.pf-memoriahistorica.org
¡¡Suscríbase a PF!!
|
Punto Final
|