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¿Antisemitas?
BENJAMIN Netanyahu, de terrorista de Irgún a primer ministro de Israel.
Quienes criticamos abiertamente las políticas de Israel, siempre debemos enfrentar una acusación frontal descalificadora que se resume en la etiqueta “antisemitismo”. Caer bajo esa denominación siempre es un golpe duro, ya que asimila a quienes enfrentan al gobierno israelí con una tradición de discriminación, violencia e intolerancia que llegó a su nivel más extremo bajo la Alemania nazi. Por eso los gobiernos y organizaciones pro-israelíes han encontrado en este recurso un arma comunicacional poderosa, que debe ser desmontada de forma radical.
De partida, el concepto “antisemitismo” es altamente confuso, ya que la noción de “pueblos semitas” no es racial sino lingüística, y abarca a un conjunto variado de comunidades del Medio Oriente cuyas lenguas tiene una raíz común. Entre otros idiomas se consideran semíticos al árabe, arameo, acadio, fenicio, maltés, yemení y el hebreo. Por lo tanto, más que antisemitismo lo que se quiere decir es “antijudaísmo”.
Es evidente que las políticas de ataque y violencia contra el pueblo judío han sido constantes en la historia de Occidente y han dado origen desde muy antiguo a variadas formas de violencia y terror. Sin embargo, los críticos actuales del moderno Estado de Israel no formulan sus juicios en razón del carácter “judío” de ese Estado, sino porque sus políticas atentan sistemáticamente en contra los derechos humanos, especialmente del pueblo palestino. Más aún, muchos de los más duros críticos de Israel se sienten parte del judaísmo, ya sea como identidad cultural o como práctica religiosa.
Lo que se quiere decir, entonces, es que los críticos son “antisionistas”. Esta etiqueta también es contradictoria, ya que nunca ha existido “el sionismo”, sino diferentes “sionismos”, que han estado siempre en pugna y controversia. Lo único que han tenido en común estas diversas corrientes es haber promovido la constitución de un Estado nacional judío, pero las formas, el método, el lugar y los objetivos de esta meta no han sido uniformes. Todos los sionismos deben ser sometidos, indistintamente, a una crítica permanente, en razón de su carácter nacionalista. Pero ser crítico no implica desconocer las enormes diferencias entre estas tendencias.
Una de las corrientes iniciales del sionismo se inspiró en el pensamiento de Marx, y basaba su proyecto en la idea de crear un Estado judío como resultado de la lucha de clases. Sería un esfuerzo conjunto tanto de la clase obrera judía como de la población árabe asentada en Palestina. De allí que su estrategia original se basara en la constitución de comunas agrarias (los kibutz) y de sindicatos en las ciudades. Esta corriente era fuertemente anti-imperialista, y criticaba a Theodor Herzl y otros líderes sionistas por pensar que las grandes potencias podrían llegar a promover una patria judía como fruto de acuerdos, pactos y concesiones internacionales.
El sionismo socialista realizó importantes contribuciones al pensamiento emancipador de la Humanidad. Entre otros cabe destacar a Dov Ber Borojov, quien trabajó en su obra La cuestión nacional y la lucha de clases el problema de la compatibilidad entre las luchas de emancipación social y las luchas de liberación nacional. A Bojorov se debe la distinción entre países centrales y periféricos, que sería retomada en los años sesenta por la teoría de la dependencia en América Latina. Para Borojov y los primeros sionistas socialistas, las clases obreras árabes y judías tenían intereses comunes, ya que ambas eran explotadas y dominadas en una relación colonial. Por lo tanto, podían articular sus luchas en contra de estas formas de explotación y desarrrollar en conjunto su proyecto de liberación. En palabras de Bojorov: “Cuando las tierras improductivas sean preparadas para la colonización, cuando se introduzcan las nuevas técnicas de producción, y cuando los otros obstáculos sean removidos, habrá suficiente tierra para ubicar tanto a judíos como árabes. Las relaciones normales entre judíos y árabes prevalecerán”(1).
El problema histórico es que esta corriente socialista será arrastrada hasta abandonar estas propuestas y se asimilará en la práctica a la corriente hegemónica, que se denomina “sionismo revisionista”. Bajo esta etiqueta se ubica al sionismo heredero de la ideología de Vladimir Jabotinsky y que hoy hegemoniza ampliamente al pensamiento del gobierno y la sociedad israelí.
Al sionismo de Jabotinsky se le llama “revisionista” porque se enfrentó tanto al sionismo de Herzl, que abogaba por las vías diplomáticas, como al sionismo socialista. Su programa desdeñaba la vía pacífica, y por ello impulsó desde su origen la constitución de una organización terrorista llamada Irgún, destinada a la conquista violenta del territorio palestino. Irgún nació en 1931 y es el antecedente directo de todas las formas de terrorismo que han afectado al Oriente Medio posteriormente. Su acción más brutal fue el atentado contra el Hotel Rey David, en Jerusalén, y que causó 96 muertos. Irgún y Jabotinsky nunca ocultaron que su interés radicaba en la conquista total de todo el territorio que estaba bajo el protectorado británico en 1945, incluyendo al actual Israel, Jordania, Cisjordania y Gaza, y por lo tanto, excluyendo totalmente a la población árabe de todo derecho sobre este espacio. Por este motivo, desde su origen importantes personalidades judías, como Hanna Arendt y Albert Einstein alertaron sobre esta ideología y auguraron su efecto perverso en el agravamiento de los conflictos en Medio Oriente.
Una vez que se constituyó el Estado de Israel, Irgún disolvió sus fuerzas en las FF.AA. del nuevo país. De allí que el componente “revisionista” ha sido desde su origen la columna vertebral de sus fuerzas armadas. Paralelamente, se constituyó el partido Hirut, como expresión del sionismo revisionista, ocupando el rol de la derecha militarista y antisocialista. Con el paso del tiempo, Hirut se fusionó con otras facciones de la derecha hasta formar el partido Likud, actualmente en el poder. Los herederos del liderazgo de Jabotinsky han sido cuatro: Menajem Beguin, primer ministro entre 1977 y 1983, Isaac Shamir, primer ministro entre 1986 y 1992, Ariel Sharon, primer ministro entre 2001 y 2006 y Benjamín Netanyahu, quien gobernó entre 1996 y 1999 y que volvió al poder en 2009 hasta la actualidad. El sionismo revisionista que sostiene Netanyahu no tiene ningún pudor en reivindicar las ideas y los métodos de Jabotinsky y la organización terrorista Irgún. En 2006 Netanyahu presidió la “conmemoración” del atentado al Hotel Rey David homenajeando públicamente a los autores de este salvaje atentado.
El drama de Israel y Palestina no se puede entender sin analizar la responsabilidad histórica de Jabotinsky y sus herederos políticos, encarnados en el partido Likud. Pero tampoco se puede comprender sin analizar la deriva del antiguo “sionismo socialista”, convertido desde hace décadas en un vagón de cola del Likud, tanto en la política exterior militarista y expansionista, como en el abandono de las políticas sociales orientadas a la propia población israelí.
La crítica a Israel no es antisemita, ni antijudía, ni siquiera en principio, antisionista. Es simplemente la denuncia necesaria e irrenunciable del carácter criminal y terrorista del “sionismo revisionista” fundado por Jabotinsky, y continuado por Likud y sus cómplices, como causa directa del conflicto en Medio Oriente. No es posible imaginar un escenario de paz en esta región mientras este sector político continúe conduciendo la política de Israel. Por lo tanto, su derrota es una tarea política fundamental para todo aquel que anhele un futuro en el que sea posible la convivencia y la prosperidad del pueblo de Israel, de Palestina y de todo el Oriente Medio.
ALVARO RAMIS
Bojorov, Dov Ber: Eretz Israel en nuestro programa y tácticas, 1917.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 812, 5 de septiembre, 2014)
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