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Acto Miguel Enríquez |

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Desafío y legados antípodas
La celda del preso político Nelson Mandela no era muy parecida a las que encerraron a decenas de miles de chilenos, no menos presos ni menos políticos que nuestro bien amado Madiba. Pero cumplió igual cometido.
Y mientras la presidenta recordó contrita las atrocidades del apartheid, a poco más de seiscientos kilómetros al sur de nuestra propia capital, tropas del ejército irrumpían en la castigada y no menos heroica comunidad de Temucuicui.
En su visita a Sudáfrica la presidenta comparó sus desafíos con los de Salvador Allende.
Pero para quienes tuvimos la fortuna de haber vivido con algo de lucidez ese tiempo encandilado por la posibilidad cierta de un futuro mejor para los jodidos de siempre, no hay punto de comparación. Salvador Allende, uno de los políticos más prestigiados de la historia contemporánea, dio prueba definitiva de la convicción de su desafío con su propia vida. Y con su propia muerte elevó demasiado arriba la vara para los que se han dicho sus legatarios, y que no le llegan al tobillo. No fue por cuestiones baladíes que el enemigo de todos los pueblos del mundo decidió acorralarlo desde el mismo día en que se dio a la tarea de encabezar el proceso que se proponía torcer el destino que los poderosos tenían reservado para esta tierra nuestra y su gente.
No hay en la historia nacional tres años más intensos, dramáticos y determinantes. Y la razón fue una sola: los perdedores de siempre, los despojados y humillados vieron en el proyecto que encarnaba ese hombre, una posibilidad que les fue negada desde siempre. Las ya legendarias cuarenta medidas impulsadas de entrada, demostraron lo que vale unir a la palabra empeñada la acción consecuente. La nacionalización del cobre, el salitre, el carbón, la estatización de la banca fueron medidas tendientes a reivindicar en la historia a los olvidados de siempre. Aumentaron los índices de escolaridad, de salud y de vivienda. Las mujeres ganaron espacios en donde nunca tuvieron opción; obreros y campesinos tuvieron participación activa en la producción, y en algunos casos, administraron sus empresas.
Y los trabajadores eligieron directamente a los dirigentes de la CUT en 1972, hecho inédito en la historia del movimiento obrero, avance democrático que sus actuales administradores traicionan cada cuatro años.
Los mapuches expresaron sus demandas y no sufrieron represalias. Y por primera vez en la historia son visitados por un presidente en sus propias tierras. Los trabajadores de la cultura lograron, como nunca antes, difundir poesía, música y teatro para, con y desde el pueblo. Los trabajadores lograron facilidades para continuar sus estudios.
Y nunca hasta entonces los jubilados gozaron de mejores pensiones.
Multitudes de jóvenes se incorporaron al trabajo productivo y los profesionales patriotas entendieron que debían estar en ese proceso que habría de cambiar Chile; y a pesar de los errores -muchos y múltiples-, las carencias y las torpezas, esa cosa nueva que avanzaba, contaba con un respaldo que el enemigo de los pueblos no aceptaría.
Ese proceso abrió un camino en el que la gente humilde creyó. Y por sobre todo, creyó en Salvador Allende. Más allá de los partidos, sus diferencias, sus conatos, irresponsabilidades y falencias, vibraba un pueblo genuinamente allendista que no reparaba en esos egoísmos históricos. La gente sencilla creyó en Allende. Y sigue creyendo en su legado moral, como si la muerte no fuera capaz de agotar su ejemplo sino que lo dotara de una fuerza mucho mayor conforme pasan los años.
Su ejemplo definió para siempre una magnitud de hombre capaz de brindarse al ejemplo más lúcido y feroz. Fue la consecuencia de un dirigente responsable de su tiempo y del respeto más profundo por su gente. No hay políticos, así sea que se autodefinan como sus sucesores, que hayan siquiera acortado esa distancia que hay entre el decir y el hacer. Salvador Allende pudo salvar su vida, pero prefirió el ejemplo definitivo en el momento de su hora, en la que no había muchas opciones. La traición lo atacó del único modo en que lo hace: cobardemente, incluso entre algunos de sus amigos.
La historia de verdad no se queda en formalidades de encintados y alocuciones estandarizadas para la galería y los amigos. No vale declamar en Sudáfrica lo que aquí se calla y se oculta. He ahí la prueba de que el intento de trascendencia de la presidenta es de vuelo bajo.
La presidenta puede lucir su legado: administró lo que quedó después de la derrota de un proyecto genuinamente popular y que no fue sino la expresión de la más dura venganza de los poderosos para ejemplo de los que vinieran. Y esa venganza es la que se expresa día a día en nuestro país, azotado por el capitalismo en su versión más cruel. Y lejos, muy lejos de asimilarse al legado allendista, se trata de ignorarlo por la vía vergonzosa de tener por aliados a los que lo asesinaron.
Ricardo Candia Cares
revistapuntofinal@movistar.cl
www.puntofinal.la
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Punto Final
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