Documento sin título
Buscar |
|
Opinión |
|
|
|
Carta al director
|
|
Ediciones
Anteriores. |
|
En
Quioscos |
|
Archivo
Histórico |
|
Acto Miguel Enríquez |

|
Regalo |
|
|
La tragedia del MH-17 y la ética imperial
La destrucción en pleno vuelo del avión MH-17, de la empresa Malaysian Airlines, se ha convertido en tema omnipresente en los medios periodísticos y en los cabildeos diplomáticos. El hecho terrible ocurrió en Ucrania, en una región en guerra, lo cual hace más complejo su esclarecimiento. Los rebeldes que luchan contra el régimen de Kiev entregaron a los Países Bajos la llamada “caja negra” y ahora debe llevarse a cabo la investigación del incidente, determinar cómo se produjo y quiénes son los responsables.
Pero Washington se precipitó acusando a Rusia inmediatamente, y ha desatado una campaña mediática digna de los peores episodios de la Guerra Fría. Manipula la tragedia y los sentimientos de la gente, que siempre repudiará y condenará todo atentado contra la aviación civil con su secuela imperdonable de muertes de personas indefensas -en este caso casi 300- atrapadas sin salida en una nave que estalla y se desbarata en las alturas.
La actitud norteamericana es provocadora y cínica. En materia de protección a la aviación civil internacional Estados Unidos exhibe un expediente siniestro. Para los cubanos y los caribeños es una historia dolorosa y triste cuyos antecedentes vale la pena recordar.
La IATA, agrupación de las compañías de aviación, y el sindicato internacional de pilotos abogaron durante años por normas estrictas para asegurar que los actos criminales contra la aviación civil, por su crueldad y cobardía, fuesen siempre debidamente esclarecidos y garantizar que nunca hubiese impunidad para sus perpetradores. Esos objetivos quedaron plasmados en el convenio internacional para la Protección a la Aviación Civil Internacional firmado en Montreal, vigente desde 1973.
Con el fin de evitar que algún culpable quedase sin castigo, el texto de Montreal estableció, para todos los Estados, una obligación absoluta e ineludible. Si alguien sospechoso de estar vinculado a un hecho de ese tipo era encontrado en cualquier parte, debería ser extraditado al país que lo juzgaba o, si por cualquier motivo no lo hiciera, tendría que someterlo a sus tribunales como si el incidente hubiera ocurrido en su propio territorio. A partir de ahí no habría escapatoria para el criminal: o lo enviaban al país que lo reclamaba o era sometido a la justicia en el lugar donde apareció. No hay otra opción según el importante precepto del derecho internacional contemporáneo.
Estados Unidos está violando tan solemne compromiso desde los tiempos de la administración Bush, con Luis Posada Carriles, en 2005. Posada había escapado de la prisión venezolana donde lo encerraron como acusado principal por la destrucción en pleno vuelo, el 6 de octubre de 1976, de un avión civil cubano y el asesinato a sangre fría de 73 personas. El avión estalló, a plena luz del día, frente a las costas de Barbados, pequeña y apacible isla del Caribe que jamás conoció conflicto alguno con nadie. En vez de ocultarse, el señor Posada se paseó por las calles de Miami, alardeó de su presencia en una aparatosa conferencia de prensa y fue entrevistado por la televisión local. Semejante espectáculo se dio a comienzos de 2005.
Hace ya casi diez años Venezuela lo reclama para continuar el juicio interrumpido. El gobierno bolivariano cumple así con una orden del Tribunal Supremo de Justicia y es coherente con la actitud que en este sentido asumieron incluso gobiernos de la IV República, que desde 1985 solicitaron a Interpol la búsqueda y captura del delincuente fugitivo. No era fácil encontrarlo porque al salir de la cárcel, con la ayuda secreta de la Casa Blanca, se fue a dirigir las operaciones encubiertas de apoyo a la contrarrevolución nicaragüense, todo lo cual se explica con lujo de detalles en el voluminoso expediente sobre el caso Irán-Contras elaborado por el Senado norteamericano. Develado el turbio e ilegal trasiego de armas y drogas, Posada se sumergió en el clandestinaje pero sin apartarse de su larga carrera terrorista contra Cuba.
Organizó y dirigió la colocación de bombas en hoteles y centros turísticos cubanos en los años noventa que, entre otras cosas, causaron la muerte a un joven italiano. Fue detenido, juzgado y hallado culpable en el año 2000 por el intento de asesinar a Fidel Castro -y a centenares de panameños que se reunirían con el líder de la revolución cubana en la Universidad de Panamá- y guardó prisión hasta que, a instancias de Washington, la presidenta Mireya Moscoso lo indultó, en su último acto de gobierno. Volvió otra vez a las sombras hasta su reaparición, ante luces y micrófonos, en Miami.
Si en algo ha sido constante la conducta de Washington es en su protección a Posada Carriles. Rehusó cooperar con la comisión del gobierno de Barbados que investigó el incidente con la colaboración de otros Estados caribeños y así consta en el informe final emitido por ese país. Se negó a suministrar información al tribunal venezolano que juzgaba a los terroristas, dato registrado por esa instancia judicial. No accedió siquiera a la solicitud que le hiciera, públicamente, en octubre de 1976, en la sede de la ONU en Nueva York, el entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez.
Se comprende su empeño en obstruir la justicia. Documentos oficiales desclasificados prueban que Washington conocía anticipadamente que Posada dirigía un plan para destruir el avión cubano y nada hizo para impedirlo. Tampoco le ha importado que el mismo personaje haya publicado, por supuesto en Miami, un libro de memorias que describe su interminable trayectoria de fechorías. O que de ellas hiciera ostentación en entrevista de primera plana al New York Times en julio de 1998. Ni que, a instancias de su diplomacia, el Consejo de Seguridad de la ONU, haya aprobado en septiembre de 2001 una resolución ordenando, bajo amenaza de sanciones militares, que el principio de extraditar y juzgar a los terroristas debía aplicarse “sin excepción alguna”. Esa resolución sirvió para atacar a Afganistán y embarcarse en la guerra más prolongada de la historia estadounidense, pero no existe cuando se trata del terrorista preferido de Washington.
Hay que dilucidar la tragedia del MH-17 y demandar que se haga justicia. Pero urge igualmente exigir a Estados Unidos que ponga fin a su contubernio con un asesino que engendró y continúa amparando como a su hijo predilecto.
Ricardo Alarcón de Quesada
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 810, 8 de agosto, 2014)
revistapuntofinal@movistar.cl
www.puntofinal.la
www.pf-memoriahistorica.org
¡¡Suscríbase a PF!!
|
Punto Final
|