Punto Final, Nº793 – Desde el 8 hasta el 21 de noviembre de 2013.
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Si lo que se relaciona con la necesidad de cambiar la actual Constitución no fuera de la importancia que tiene, el debate acerca de marcar o no el voto con las ya famosas letras AC, no pasaría de ser otra más de las excentricidades de cierta gente que de una u otra manera se dice contraria al modelo.
La idea es la siguiente: cuando usted vaya a votar, independientemente por quien lo haga, incluso si lo hace en blanco o anula, ponga en un vértice del voto las letras AC. Para los promotores de la iniciativa, eso significaría que usted está por una nueva Constitución, redactada por una Asamblea Constituyente, esto es, por un grupo de personas, elegidas democráticamente, que se reúnen en un plazo acordado y discuten un nuevo articulado, el que luego sería expuesto a una consulta nacional para su aprobación.
Supongamos por un momento que en las papeletas de noviembre aparecen muy pocas letras AC. En ese caso, habrá que concluir que no hay mucha gente por una Asamblea Constituyente, por lo que habría que extrapolar que la mayoría se siente bien con la actual Constitución y que no ve razones para cambiarla, por lo menos, por el medio propuesto. Entonces, eso sería todo.
Al contrario, si una gran mayoría de los votos, digamos un setenta por ciento de ellos, muestran en una esquina las siglas propuestas, habría que pensar que esa mayoría está por el mecanismo de redacción de una nueva Constitución. Sería un mensaje para el sistema político. Una alerta que les informaría que algo pasa más abajo de la cota mil, y es necesario que se le ponga atención a ese clamor. No vaya a ser que las cosas se salgan de madre.
Hasta ahora el sistema ha demostrado su buena factura, su perfección para apagar los amagos que de vez en cuando amenazan lo bucólico de su reinado. Una vez cooptados quienes se suponían sus más enconados enemigos, la cosa se hizo mucho más fácil. Los costos energéticos para mantener el sistema se hicieron mucho menores cuando los enemigos más enconados ya dejaron de ser el peligro que parecían representar.
Nunca el modelo ha estado al borde del precipicio. Ha sabido salir indemne hasta de los peligros más serios. Ha hecho gala de una resiliencia tal, que de cada embate más o menos serio, ha salido fortalecido. Para el modelo sí ha sido cierto lo que algunos idealistas repiten con la frecuencia de los crédulos: las crisis son una oportunidad.
Pongamos por caso aquella puesta en escena propia de los faraones cuando el ex presidente Ricardo Lagos promulgó la Constitución de 2005, que ya no llevaba la firma del tirano, y que en palabras del entonces presidente, ya no dividiría a los chilenos. Un rumor de satisfacción, de cosa resuelta, de asunto terminado recorrió el espinazo del país. Había, ahora sí, una nueva Constitución. Pero ya sabemos qué pasó: nada.
Considérese majadería, pero otro ejemplo ilustrativo en esto de arrancar hacia adelante con el propósito de tranquilizar a la gente crédula, fue la magistral convocatoria a la comisión presidencial para la educación que hizo en su momento, complejo, la ex presidenta Bachelet. Y veamos lo que salió de esa clase de judo aplicado a la política: nada. Es decir, la LEGE.
Voces de inmenso valor, personas probas y de buen tono democrático han impuesto la idea de marcar el voto. Ha prendido significativamente la campaña, y algún candidato ha salido a decir su palabra al respecto. Es cierto que detrás de esa iniciativa hay un tono de exigencia democrática que no se puede desdeñar. Y que desde esa constatación se debe entender esa idea, la de marcar AC, como un aporte al propósito de extender el convencimiento de que es necesario superar, pero de verdad, el actual orden constitucional.
Otra cosa es su eficiencia. Y desde ese punto de vista, la campaña AC nos recuerda las andanzas del barón de Münchhausen y su coleta prodigiosa. No. El asunto no es tan fácil.
La suma de todas las energías democráticas, las que dan la impresión de ser francamente mayoritarias, para que cumplan con terminar con el oprobio que significa aceptar impávidos que una minoría poderosa trasforme este país en una mierda de país, debe expresarse más allá de lo testimonial. Y así como están las cosas, eso se llaman elecciones, nos gusten o no.
El tiempo de los Kalashnikov y de las Sierras Maestras o ya pasó, o nunca fue. El caso es que la fuerza de las movilizaciones si no se expresa como fuerza electoral, va a chocar con su techo hasta su agotamiento. La política es fuerza y la cuestión de la política es el poder. Mientras esas mayorías no se expresen políticamente pero de consuno, mejor nos sentamos a mirar como chocan los trenes.
Mientras no se levanten voces que ordenen una sola consigna y que para los efectos prácticos se disponga de una sola lista para las elecciones que sean, y que se logre un solo candidato o candidata para las presidenciales que vengan, esas mayorías a las que se alude con frecuencia serán solo visiones quiméricas, a las que se les dotará de capacidades que nunca serán vistas, por lo siglos de los siglos, amén.

Ricardo Candia Cares

 

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 793, 8 de noviembre, 2013)

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