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La vía española al subdesarrollo
Desde los años 50 los economistas han tendido a homologar el concepto de desarrollo con el crecimiento económico. Uno de los autores clave en esa tendencia fue Walter W. Rostow, quien propuso que el desarrollo capitalista se asemejaba a un viaje predeterminado, en el cual los países pasarían necesariamente por cuatro etapas: la sociedad tradicional, el proceso de despegue, el camino hacia la madurez, hasta arribar a una sociedad de alto consumo masivo. Por lo tanto, hablar de desarrollo se asimiló a un progreso irreversible y cuantificable, lo que llevaría a avanzar paulatinamente y sin posibilidad de retorno a un futuro de abundancia y prosperidad. Bajo estos estándares era imposible que un país “desarrollado” pudiera retroceder y tuviera que volver a enfrentar dilemas y tensiones propios de los países “subdesarrollados”.
Sin embargo, España enfrenta un proceso de involución económica que desmiente radicalmente a las teorías tradicionales. Un país admirado por sus éxitos deportivos, la tierra del Barça y el Real Madrid, capaces de pagar los más altos salarios del mundo a sus jugadores, dueño de la poderosa flota empresarial que desembarcó en América Latina a inicios de los 90, comprando cuanta empresa pública se puso a la venta en los años dorados del neoliberalismo. En esa misma España, cunde el temor a un gran estallido social. Si en 2008 era la octava potencia económica mundial, hoy ya ocupa el duodécimo lugar y el FMI espera que siga retrocediendo año a año por lo menos hasta el año 2025.
A los brutales recortes al presupuesto público que ya se han practicado, ahora se sumará una nueva disminución de cien mil millones de euros entre 2012 y 2013. Y se estima que la cifra es todavía muy baja, y que un nuevo “rescate” desde Bruselas le va a exigir mayores apreturas presupuestarias. Mientras tanto, las grandes multinacionales hacen preparativos por la eventualidad de una salida española del euro. Se habla en pasillos de asaltos a supermercados y de un posible “corralito financiero”, tal como ocurrió en Argentina a fines de 2001. Se alargan las filas ante las sedes de las ONGs que distribuyen cajas de alimentos en las principales ciudades. La cifra de pobreza en regiones como Extremadura alcanzan el 38%, superando los niveles de Rumania y Bulgaria, tradicionalmente los más altos de Europa. Se agravan día a día los conflictos en áreas enteras de la producción, como en las comarcas mineras de Asturias y Aragón que ya han colapsado. Se respira en el aire el nerviosismo de los dirigentes políticos y la desesperación del 25% de la población desempleada que, según la OCDE, no logrará salir de esta situación por lo menos en los próximos cinco años. Se espera que a fines de este año la cifra de desocupados supere la barrera simbólica de los seis millones de personas.
¿Cómo pudo ocurrir semejante desplome en tan poco tiempo? Es importante pensar la crisis española en el marco más amplio de una serie de crisis anidadas unas dentro de otras. La debacle de España se sitúa dentro de la crisis de los países periféricos de Europa (que los especuladores llaman PIGS: Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España). Y a su vez, los problemas de estos países se inscriben dentro de la crisis de gobernabilidad monetaria del sistema Euro. Crisis que al mismo tiempo se explica por la situación financiera global y por la parálisis política de la Unión Europea. Pero esta concatenación de dificultades no exculpa a España de sus propias y peculiares responsabilidades, por lo que cabe afirmar que más que una crisis financiera o económica, lo que afecta a España es una crisis político-institucional, que ha originado y desembocado en la situación que hoy presenciamos.
Normalmente se achaca la culpa de la recesión española a la enorme burbuja inmobiliaria que creó el gobierno de José María Aznar a fines de los años 90, y que el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, conociendo su existencia y peligrosidad, no se atrevió a “pinchar” a tiempo. Esta situación creó un verdadero espejismo económico, en el cual fluyó a raudales el crédito fácil a las empresas y a los consumidores. Un falso milagro que ocultó un dato estructural: el endeudamiento rápido y generoso que ofrecieron los bancos y cajas de ahorro hizo olvidar que los salarios reales de la población se mantuvieron estables, y en muchos casos con tendencia a la baja. Pero las hipotecas ultrarrápidas, que además llevaban dinero para el auto y para cambiar el amoblado del departamento, tapaban estas penurias y daban a España el aura de un país rico. Al reventar en Estados Unidos la crisis de las hipotecas subprime los bancos alemanes y franceses, que financiaban el flujo de crédito español, cerraron el grifo del dinero y con ello arrasaron en cuestión de meses un 10% del PIB de ese país.
Estos son los datos económicos de la crisis. Pero detrás de esta dinámica se olvida la dimensión político-institucional del proceso, que explica la total incompetencia de las autoridades, el círculo de despilfarro y corrupción de los recursos públicos que se concatenó a la burbuja inmobiliaria, la connivencia entre partidos políticos y banqueros y la falta de transparencia en los órganos del Estado. Y lo más grave: la completa incapacidad de la Constitución de 1978 para garantizar su propio articulado en materia de derechos económicos y sociales. Puesto a prueba por la realidad, el texto constitucional ha flaqueado, se ha mostrado como letra muerta, como un rosario de buenas intenciones que edulcoró la transición posfranquista, pero que no logró dar cuerpo a un verdadero Estado social de derecho.
¿UNA SALIDA A LA CHILENA?
El gobierno de Mariano Rajoy ha aprovechado astutamente el pánico social para aplicar su propia terapia de shock, que se asemeja a una “chilenización” forzada de España: mientras recorta el presupuesto público se disparan las desigualdades sociales. Al mismo tiempo mercantiliza a ritmo vertiginoso todo bien público que tenga valor comercial: universidades, carreteras, vías férreas, hospitales, estaciones de TV públicas, y un amplio campo de servicios sociales. Busca recentralizar el país, quitando a las autonomías sus competencias, en un gesto de indisimulada nostalgia franquista. Se ha anunciado la privatización masiva de empresas públicas y el desmonte final de lo que queda del Estado de bienestar, construido a duras penas desde 1978. Se ha fulminado de paso un modelo de legislación laboral que contemplaba elementos de diálogo social y se le ha reemplazado por un modelo que conocemos bien en Chile, bajo el rótulo de flexibilidad permanente.
No es extraño que nuestro ministro de Educación, Harald Beyer, haya visitado a su homólogo español José Ignacio Wert el pasado 6 de julio, acompañado de un grupo de rectores de universidades privadas con el fin de presentarle directamente las virtudes del modelo de financiamiento universitario chileno. Una evidente señal de la estrategia que el Partido Popular planea utilizar ante esta catástrofe: cercar los bienes públicos y transformarlos en nuevos nichos de mercado que reactiven el circuito económico, pero al costo de transferir a la población la pérdida de sus derechos y las inversiones públicas costeadas por generaciones de trabajadores.
Es posible que estas medidas logren crear miles de “empleos-basura” que ayuden a amortiguar la penuria social en los próximos años. Sin embargo, por sí sola la receta “chilena” no será capaz de superar la crisis en los términos y las expectativas que la propia derecha española espera. La diferencia entre España y Chile es que nuestro país posee gran capacidad exportadora por tener abundantes recursos naturales y por mantener una tasa de cambio relativamente favorable. El modelo chileno no se puede aplicar si España se mantiene en el Euro y si no logra encontrar nichos en el mercado internacional en los que sea realmente competitiva. Y eso no es fácil si sus productores de naranjas ahora deberán competir con los de Marruecos o de Brasil. Y no es fácil salir del Euro si las deudas se mantienen a futuro en esa divisa, mientras la población se maneja en una nueva y devaluada peseta.
Cabe, por lo tanto, a la Izquierda española, en su pluralidad casi contradictoria, formular una alternativa consistente, que no puede arraigarse en el actual marco constitucional arrasado por la crisis. Debe superarlo para recoger los aspectos democráticos y solidarios de ese texto, replanteándolo en un contexto que garantice su plena exigibilidad y una democracia más intensa, que quite poder a los partidos y se lo entregue a los ciudadanos, como reclama el movimiento 15M. Por eso no es extraño que destacados constitucionalistas reclamen una Asamblea Constituyente como el verdadero remedio ante la crisis.
A la vez se ha reabierto el debate sobre cómo consolidar un modelo económico que sea productivo, basado en una economía del conocimiento y servicios de alta calidad, que permita de esa forma financiar salarios dignos. Un modelo de estas características exige reindustrializar, revitalizar la economía real e invertir en investigación científica, educación e innovación. Pero España dilapidó en los años de bonanza la posibilidad de canalizar en estos sectores sus recursos financieros, pensando en que el boom de la construcción duraría para siempre. Por eso una propuesta económica desde la Izquierda deberá agudizar su ingenio para poner en valor los recursos intangibles que posee España. Y en ese ámbito hay mucho que hacer: posee una población relativamente bien educada, con capacidad y tradición asociativa, con un potencial de capital social muy potente. Además posee infraestruturas públicas de buena calidad, y una ubicación geográfica envidiable, como puente natural entre Europa y América Latina, que vive un momento de bonanza y estabilidad.
Pero una nueva relación entre América Latina y España deberá cambiar las arraigadas costumbres de los inversionistas españoles en nuestro continente, que se han movido bajo criterios tan abusivos como los practicados por Repsol ( ex propietaria de YPF Argentina) o Endesa (impulsora de HydroAysén y propietaria de Enersis). Afortunadamente para los latinoamericanos, ahora no somos nosotros los que debemos aceptar las reglas del juego de los españoles. Hoy España es la que desesperadamente nos necesita. Y deberá aprender a bailar con otro compás, mucho más colaborativo y recíproco que el que ha practicado hasta ahora.
ALVARO RAMIS
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 765, 31 de agosto, 2012
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