Documento sin título
Buscar |
|
Ultimo Editorial |
|
Aniversario47° de Punto Final |
|
Carta al director
|
|
Ediciones
Anteriores. |
|
En
Quioscos |
|
Archivo
Histórico |
|
Publicidad del Estado |
El fallo de la Fiscalia
 |
Regalo |
|
|
Condenando la traición
Pablo Neruda (*)
Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores y mediocres. Muchos presidente chicos y sólo dos presidentes grandes, Balmaceda y Allende. Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se hace llamar aristocracia. Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron llevados a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.
Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En ambos casos la oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos los militares hicieron de jauría. Las compañías inglesas, en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos, las casas de los dos presidentes fueron desvalijadas por órdenes de nuestros distinguidos “aristócratas”. Los salones de Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias al progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos aviadores.
Sin embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo acercaba más y más el mando unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus propósitos. En todo instante se vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre el medio en que vivía era tan grande y tan grande su soledad, que concluyó por reconcentrarse en sí mismo. El pueblo que debía ayudarlo no existía como fuerza, es decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado a conducirse como un iluminado, como un soñador: su sueño de grandeza se quedó en sueño. Después de su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los parlamentarios criollos entraron en posesión del salitre: para los extranjeros la propiedad y las concesiones; para los criollos, las coimas. Recibidos los treinta dineros, todo volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de hombres del pueblo se secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más explotados del mundo, los de las regiones del norte de Chile, no cesaron en producir inmensas cantidades de libras esterlinas para la city de Londres.
Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un gobernante que consultaba todas sus medidas. Fue el antidictador, el demócrata principista hasta en los menores detalles. Le tocó un país en que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabía de qué se trataba. Allende era un dirigente colectivo, un hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales cuentas y razones, la obra que realizó Allende en tal corto tiempo, es superior a la de Balmaceda; más aún, es la más importante en la historia de Chile. Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos objetivos más que se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva.
Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación. El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del palacio de gobierno, uno evoca la blitzkrieg de la aviación nazi contra las indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante dos siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que se ha publicado en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la República de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón, envuelto en humo y llamas.
Tenían que aprovechar ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo. Aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.
(*) Confieso que he vivido.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 765, 31 de agosto, 2012
revistapuntofinal@movistar.cl
www.puntofinal.la
www.pf-memoriahistorica.org
¡¡Suscríbase a PF!!
|
Punto Final
|