Punto Final, Nº 754 – Desde el 30 de marzo al 12 de abril de 2012.
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Los dueños del cristianismo

Autor: Alvaro Ramis

Durante abril, el Senado continuará deliberando sobre tres proyectos que, con matices, proponen volver a despenalizar el aborto terapéutico, tal como lo contempló nuestra legislación hasta 1989. Como siempre, sectores conservadores aprovechan estas coyunturas con intereses distintos al asunto de fondo. Con su violenta retórica, inflamada de insultos a quienes disienten de sus posturas, lo que intentan es controlar el campo religioso en el que se sitúan. Buscan apropiarse del cristianismo e instalarse como los dueños de una tradición religiosa que constituye un bien colectivo. Se puede aplicar a este proceso el concepto “acumulación por desposesión”, tal como lo ha acuñado el geógrafo marxista David Harvey: la mercantilización de sectores hasta entonces cerrados al mercado. Para apoderarse del campo religioso se requiere un ejercicio de violencia simbólica que permita expulsar a quienes disienten. Se logra así cercar un territorio que no tiene fronteras estáticas, y se “privatiza” la religión, sus prerrogativas y zonas de influencia. Pero para ello deben lograr la legitimación pública de su dominio. De esa manera la apropiación se transforma en propiedad legítima sobre la base del reconocimiento social de un violento proceso de destrucción de un bien común.
¿Como ocurre en la práctica este proceso? Fijémonos en las declaraciones del senador Guido Girardi: “Lo que ha impedido esta discusión son los principios y prejuicios del judeocristianismo... la tradición judeocristiana es legítima, pero no puede ser impuesta a una sociedad”. O las afirmaciones del doctor Horacio Croxatto: “Los católicos no pueden imponer una dictadura moral, nadie puede imponer ninguna clase de dictadura. Y si un católico trata de imponer por ley que los demás ciudadanos se comporten de acuerdo a sus creencias, eso es dictadura moral y eso es inaceptable”. En ambos casos se comprende lo que dicen y es absolutamente justo a lo que apuntan. El problema es que con sus palabras se consolida el objetivo oculto del fundamentalismo: poder decir “el catolicismo soy yo”, “la tradición judeocristiana pasa por mi interpretación” y, por lo tanto, el debate en términos teológicos está clausurado. Más aún si quienes se sitúan fuera de ese campo religioso legitiman a los integristas como los propietarios absolutos de sus reglas de interpretación y validación simbólica.
No suelo citarme a mí mismo, pero creo que la naturaleza del debate lo permite. Si se revisa mi artículo “Aportes al debate teológico sobre el aborto terapéutico en Chile” (en http://alvaroramis.wordpress.com) se podrá advertir que la supuesta homogeneidad de la tradición judeocristiana respecto al aborto y la salud reproductiva no es más que una caricatura. En primer lugar, porque olvida la postura judía que permite abiertamente ciertas formas reguladas de aborto. Y en relación al cristianismo, se han opacado siglos de debates teológicos que han tratado de responder a un dilema en que no se puede establecer a priori un criterio descontextualizado y uniforme, como prefieren nuestros ultramontanos. Basta recordar la postura del cardenal Carlo María Martini, quien en 2006 afirmó muy claramente que cuando un feto amenaza gravemente la vida de la madre “en estos casos la teología moral ha sostenido el principio de legítima defensa”(1).
Por eso, el debate político en una sociedad laica no pasa por negar la existencia de argumentos basados en “éticas de máximos” o doctrinas comprensivas del bien. Estas posiciones no se pueden eludir de forma arbitraria. Las experiencias de laicismos forzados, tal como en la Turquía de Ataturk o en el socialismo real del siglo XX, han mostrado que a la larga esta separación forzada entre religión y política, entre lo público y lo privado, termina alimentando las tendencias más intolerantes e impositivas del fenómeno religioso. El laicismo del siglo XXI es aquel que reconoce, como nos dicen las feministas, que lo privado también es político, y por lo tanto, si la religión desea opinar de lo público, puede hacerlo pero debe someterse simultáneamente a la crítica pública de sus doctrinas y de sus argumentos. Pasar por la crítica interna de quienes se sitúan al interior de una convicción filosófica o de fe, y por supuesto por la crítica externa, desde toda la sociedad. Ese es el punto que intenta negar el integrismo, al sostener que la religión es incompatible con la razón y por lo tanto, un bastión inexpugnable en el que nadie puede entrar a debatir ni criticar.
Un argumento que provenga desde la tradición religiosa no es menos válido que uno basado en la razón instrumental. Basta reconocer el rol heroico que ha jugado el obispo Luis Infanti en Aysén para entenderlo. Pero un argumento religioso no puede ser concluyente ni puede ser un obstáculo para que una sociedad enfrente sus dilemas morales desde su heterogénea complejidad

  1. http://2006.atrio.org/?p=174

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 754, 30 de marzo, 2012)

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