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Los rostros
Autor: Ricardo Pinto Neira
Están de moda por estos días. Por aquello de las grúas, decenas de contratos estratosféricos y condiciones insultantes para quienes en el fondo los alimentan: los espectadores. Son la clase alta dentro de una cúpula de socialité inoportuna que distorsiona los niveles de aceptación de la gente común y de su propia mochila del día. Y hay algo peor. Los animadores y personajes ancla de la pantalla chilena obedecen a un criterio más absurdo aún. Se les asimila como “de la gente”, cuando probablemente se manejen en un entorno paradojalmente opuesto a quienes los ensalzan, potencian, idolatran y siguen como si se tratara de seres cercanos.
Yo suelo decir que los rostros de la TV criolla son como los futbolistas. Sólo deben llegar a ese sitial para perpetuarse manteniendo un rendimiento simplemente regular. Desde una perspectiva simple, resulta casi ridículo ver cómo seres que una vez salieron en algún programa se convierten en un producto recurrente y solicitado, que termina vendiendo su imagen hasta la saciedad o el máximo estruje. Más cuando ésta se aleja permanentemente de la realidad que se oferta.
Alcanzar ese espacio de adoración puede depender de una situación circunstancial, un casting fortuito, un productor con buen ojo comercial o el “pituto”, que nunca falta. Y ya sabemos que hay escalones dentro de la televisión chilena. Grados de protagonismo, egos no resueltos y serruchos con mucho filo. Ser rostro en los tiempos modernos es un fin. Pésima señal, cuando en rigor debería ser una consecuencia.
El grave problema de este concepto es que dentro de los medios de comunicación actuales se tiende a la segmentación. El rostro es quien determina el éxito o el fracaso de un colectivo que, seguramente, trabaja el triple; se consagra su buena estrella a un solo personaje y su capacidad o empatía para llevar un hilo conductor frente a las cámaras. Entonces, este individuo, que se mantiene encabezando proyectos como parte de una industria de fantasías, se aleja cada día más del sitial de pluralidad laboral. Renuncia a su rol de componente para convertirse en una deidad de cartón que impone criterios y se alza por sobre los verdaderos talentos dentro de los equipos televisivos.
No es su culpa. Si existe un ejecutivo de canal televisivo dispuesto a pagar entre 5 y 25 millones de pesos por mes a “marcas individuales” que incrementan su valor por medio de aquellas empresas de publicidad que los utilizan, entonces la culpa no será del que vende humo sino de quien lo compra. Porque los criterios siguen siendo los mismos dentro de la conciencia del target. Quizás están errados desde siempre. Pero funcionan igual hacia y con un público cada vez menos exigente y participativo. Basta que un personajillo se dedique a despotricar en el espacio preciso, para instalarse en una tarima de millones que lejos de acercarlo a la audiencia lo inserta en un caudal de autoestimas dañinas que se convierte en una exigencia permanente, una verdadera cárcel para su bolsillo y su modo de vida.
Aunque también hay una perspectiva más pragmática y no por ello menos errónea. La de los periodistas como “caras visibles”, que también encierra vicios mayores. Muchos pierden su característica reporteril para fabricarse una maqueta que atenta contra su propio oficio. Ver televisión española y argentina es una lección permanente que se ignora o se imita en lo menos trascendente. Lo más probable es que usted haya visto en señales extranjeras a reporteros sin corbata, cómodos, de pelo canoso o mujeres de manejo discursivo inobjetable y contundente, por más que le parezcan menos atractivas. En Chile, como para ejemplificar la infinita crisis, se sigue apelando a los estereotipos. Ya sea la conductora guapa o la rubia despampanante por sobre la que habla de corrido. O incluso, del personaje que envuelve audiencias con un verso que se apaga a poco andar. Incluso apelando a chilenos comunes que se convierten en celebridades por su marginalidad expuesta en horarios de alto rating.
Hay una crisis en este ítem que no se está sopesando. Cada día son menos creíbles, acusan baja especialización, se sobreexplotan y cambian de un estudio a otro y no perpetúan un estilo que los haga imprescindibles en la pantalla. El rostro televisivo de antaño, aunque demasiado circunspecto -un reflejo de la sociedad pacata de la post dictadura- tenía ciertos márgenes de acción y se consagraba en ello. Lo de ahora es una mezcla extraña de inmediatez con falta de rigor televisivo. Aquél personaje que el público común admira y siente cercano -aunque gane 50 veces su ingreso normal- tiene cada vez menos exigencia. Ya no hay fracasos televisivos evidentes. Sólo malas apuestas.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 744, 14 de octubre, 2011
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