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Editorial
¿Por qué no un nuevo tratado con Bolivia?
El anuncio del presidente de Bolivia, Evo Morales, de que su gobierno recurrirá a la Corte Internacional de Justicia de La Haya para obtener una salida soberana al Océano Pacífico, provocó fuertes reacciones en Chile. El recurso se basaría en la ilegitimidad del tratado de 1904, vigente entre Chile y Bolivia como consecuencia de la guerra del salitre de 1879-83. El presidente Sebastián Piñera señaló que la decisión boliviana constituye un “serio obstáculo” para las conversaciones que se llevan en el marco de una agenda consensuada entre los dos países, que incluye la demanda marítima. Grupos ultranacionalistas propusieron -como era de esperar- la ruptura de relaciones con Bolivia, reducidas desde 1978 sólo a nivel consular.
Para Chile, así como para Bolivia, llegar a un acuerdo sobre la salida al mar (y también sobre los demás problemas pendientes entre ambos países), tiene primera prioridad por su vecindad y conflictiva historia. Conviene ampliamente a los dos pueblos en todos los planos, tanto productivos, de intercambio, de complementación así como en materia cultural, educacional y tecnológica y, sobre todo, porque repararía el trauma histórico que afecta al pueblo boliviano por la pérdida de su litoral y de la actual región de Antofagasta. Se eliminaría así un foco de resentimiento y rencor, que no debe existir entre pueblos hermanos.
La importancia de este entendimiento para el futuro de nuestros pueblos exige una mirada comprensiva y buena voluntad de las partes, y en el terreno práctico, prudencia, imaginación y flexibilidad para solucionar los problemas.
Como país soberano, Bolivia tiene derecho a concurrir a la Corte Internacional de Justicia para que ésta se pronuncie sobre la justeza de su petición. Podría recurrir ahora mismo o más adelante, si fracasan las conversaciones con Chile o si ellas llegaran a resultados que considerara insuficientes.
Si Bolivia ejerce un derecho legítimo, propio de su soberanía, no corresponde a Chile considerar inamistosa esa decisión, ni alterar las negociaciones en marcha, salvo para acelerarlas y llegar pronto a una solución. La validez o nulidad del tratado de 1904, que ha estado vigente durante más de un siglo, es un tema complicado, que, sin embargo, no debería preocupar a Chile ya sea por los precedentes internacionales como porque existiendo consenso, es posible modificar o reemplazar tratados vigentes por otros que se ajusten a la nueva realidad. Es el caso de este tratado, producto de una guerra de rapiña instigada por el imperialismo británico de la época. Regular las relaciones chileno-bolivianas a través de un nuevo tratado de límites y de convenios que corrijan injusticias y que abran cauce a la cooperación e integración de ambas naciones, sería una profunda lección de justicia y hermandad para el mundo.
En plena dictadura militar, Chile no rompió relaciones con Argentina cuando la junta militar de ese país declaró “insanablemente nulo” el fallo arbitral de la Corona británica que favorecía a Chile en el diferendo por el Canal de Beagle.
Ahora mismo, la presentación de Perú ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya demandando la modificación del límite marítimo con Chile, no ha influido mayormente en las relaciones bilaterales que ambos gobiernos desean intensificar. ¿Por qué con Bolivia no se hace lo mismo? ¿Acaso se busca un pretexto para interrumpir conversaciones que hasta el momento han significado un considerable avance con relación a las tensiones y dificultades que hubo antes del triunfo del presidente Evo Morales? Es más, se ha producido en Chile una creciente apertura de la ciudadanía para aceptar la salida al mar para Bolivia, aunque el tema de la soberanía claramente tiene menos acogida, en especial si se propusiera un acuerdo que rompiera la continuidad territorial del país.
Sin embargo, siempre es posible lograr soluciones aun en las situaciones más difíciles. Soluciones que serían producto de transacciones de ambas partes, pero que permitirían avances graduales en un tiempo que probablemente no será breve.
Chile tiene la responsabilidad ética de continuar y apurar las conversaciones con Bolivia. Esa responsabilidad recae sobre nosotros, pues hemos disfrutado durante más de cien años de las riquezas de una región conquistada en una guerra que ninguno de los dos pueblos quiso, y que benefició en último término a capitalistas extranjeros. Además, el vicepresidente de Bolivia, Alvaro García Linera, ha reiterado que por ningún motivo su país interrumpirá las conversaciones en marcha, voluntad que debería compartir Chile.
Incluso los que critican al presidente Evo Morales por su decisión de recurrir a la Corte Internacional de Justicia deberían tener presente que el pueblo boliviano ha esperado mucho tiempo -más de un siglo- una solución que no llega y que, con razón, desconfía de conversaciones que se prolongan indefinidamente. En esas circunstancias es obligación de un gobernante tratar de encontrar caminos alternativos. Es lo que precisamente ha hecho el presidente Morales.
Los intereses de Chile y Bolivia son complementarios, sobre todo en su zona fronteriza. Para Chile es la posibilidad de agua, gas natural y petróleo, alimentos derivados de la agricultura y ganadería, intercambios culturales y educacionales y la contención del deterioro de los poblados del altiplano que se van convirtiendo en villorrios fantasmas. Para Bolivia significa disponer de una salida al mar para sus exportaciones hacia los mercados asiáticos, complementación con los corredores oceánicos, intercambios culturales, tecnológicos y educacionales, en definitiva, romper el enclaustramiento y comenzar a cicatrizar una herida profunda.
El entendimiento entre Chile y Bolivia, al que debería en algún instante sumarse Perú, posibilitaría crear una zona de desarrollo de alto dinamismo en el Pacífico Sur, en el marco de una integración latinoamericana que se abre camino a pesar de todas las dificultades y de los intentos desestabilizadores que azuza el imperialismo, ávido de controlar las riquezas naturales para garantizar su supervivencia.
PF
(Editorial de “Punto Final”, edición Nº 730, 1º de abril, 2011)
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(())
El imperialismo
en acción
La agresión militar a Libia demuestra, una vez más, que la guerra de rapiña continúa inspirando la política y acción del imperialismo neoliberal. Las potencias capitalistas hegemónicas -EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Italia y Alemania, esta última con algunas reticencias- han desatado una guerra contra Libia, cuyas reservas de petróleo sobrepasan los 40 mil millones de barriles. Capitaneadas por EE.UU., esas potencias generaron en Libia primero focos de rebelión secesionista, y enseguida una guerra civil en la que hoy intervienen sin disimulo mediante el instrumental bélico de la OTAN. Todo esto aderezado por la consabida campaña de desinformación que hace de la guerra sicológica una de las armas más contundentes en esta época.
El régimen del coronel Muammar Gaddafi, que se prolonga por más de 42 años mediante represión en lo interno y acrobacias políticas en lo internacional, merece desaparecer si el pueblo libio así lo quiere. Pero en ningún caso la conciencia mundial puede aprobar que, fracasado el camino de la guerra civil -sostenida desde el exterior-, Libia se vea atacada por fuerzas combinadas de aire, mar y tierra con el propósito de derrocar al gobierno legítimo que estaba ganando el enfrentamiento interno.
A pesar de la cortina de desinformación, el mundo tiene claro que EE.UU. va tras el petróleo, y que muy poco le importan los derechos humanos, civiles y políticos del pueblo libio, sometido a esta carnicería para apoderarse de sus riquezas naturales.
EE.UU. repite la operación que aplicó en Iraq y Afganistán. La guerra y la acumulación por desposesión, señalan estudiosos del nuevo imperialismo -como David Harvey-, “son los mecanismos que el capitalismo histórico está empleando en la actualidad para resolver sus crisis sistémicas y para modelar un mundo quizá más injusto que el que hemos conocido durante los últimos cien años”(*).
Lo que está sucediendo en Libia confirma que el imperialismo neoliberal -necesitado de materias primas, agua y combustibles- es una amenaza real, aunque se empeñen en negarlo algunos pontífices del pensamiento liberal y socialdemócrata.
El presidente Barack Obama, Premio Nobel de la Paz (sic), recorre el mismo camino guerrerista de su antecesor, George W. Bush. Uno y otro, republicano aquél y demócrata éste, son iguales ante el tribunal de la historia.
Resulta por otra parte inexplicable la abstención de China y Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU que dio luz verde a la agresión a Libia. Eso sólo se explica en la trama de complicidades que teje la globalización neoliberal, unciendo a todas las potencias industriales al carro de EE.UU.
Varios gobiernos latinoamericanos han expresado críticas a la guerra contra Libia, entre ellos Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay. ¡Bien por ellos, que sacaron la cara por la dignidad de nuestras naciones! Es lamentable, en cambio, la actitud genuflexa del gobierno chileno que aprobó sin mayor análisis la agresión imperialista.
Chile sabe de intervención extranjera y conoce al imperialismo. Por eso es muy dudoso que alguien bien informado -si la prensa y TV lo permitieran- pudiera coincidir con la opinión del gobierno de Piñera.
Nosotros cuando menos condenamos enérgicamente esta nueva masacre que está cometiendo el imperialismo neoliberal comandado por EE.UU.
MANUEL CABIESES DONOSO
(*) David Harvey, El nuevo imperialismo, Ediciones Akal, España, 2007.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 730, 1º de abril, 2011)
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