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Virtual monarquía en el siglo XIX
DIEGO Portales ante los notables. (Oleo de Pedro León Carmona).
“Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos. Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante. Me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia”.
(Domingo Santa María)
Pese al carácter formalmente democrático de la Constitución de 1833, nuestro país tuvo un sistema político que concentró el poder real en el presidente de la República de modo tal, que es posible considerarlo retrospectivamente como un virtual monarca absoluto.
De partida, el presidente controlaba totalmente el sistema electoral, con lo cual el Congreso Nacional (diputados y senadores) era designado prácticamente por él: “Dueño el gobierno de las municipalidades, que nombraban las juntas calificadoras de los ciudadanos electores y las juntas receptoras de sufragios; dueño de las policías que eran un elemento electoral incontrastable (…) era el gobierno el que nombraba y no el país el que elegía a sus representantes. Para ser elegido un senador o diputado era preciso ser amigo del gobierno y obtener su venia. Si salía uno que otro congresal de oposición, era porque la opinión del departamento era tan unánime o tan enérgica que no se podía contrariar, sino con atropellos demasiado escandalosos o porque al gobierno convenía dejar alguna apariencia de libertad; de aquí resultaba que los congresos eran casi de una pieza, casi en su totalidad gobiernistas” (Abdón Cifuentes. Memorias, Tomo I; Edit. Nascimento, 1936; pp. 147-8).
Más específicamente, desde 1834 a 1873 (en 1874 se cambió el sistema) en el Senado nunca fue elegido un solo opositor ya que, a diferencia de la Cámara de Diputados, aquel era elegido nacionalmente, de modo indirecto y mayoritario, por lo que le era imposible a la oposición elegir siquiera a uno.
Por otro lado, el presidente controlaba el Poder Judicial, ya que designaba a los jueces a través de un Consejo de Estado que era íntegramente nombrado por él mismo. Asimismo, en base al control del sistema electoral designaba a su sucesor luego de diez años, que se convirtieron en cinco desde 1871. Además, en el marco de la unión de la Iglesia con el Estado, el presidente debía dar su aprobación para el nombramiento vaticano de los obispos, así como para la creación de nuevas diócesis eclesiásticas. Al mismo tiempo podía obtener del Congreso (cuando quisiese, dado el control que ejercía sobre él) facultades extraordinarias para suspender los derechos y garantías constitucionales.
REPUBLICA OLIGARQUICA
Obviamente, incluso la formalidad de dicha república era oligárquica, desde el momento que solo una pequeña minoría de la población tenía el carácter de ciudadano: los varones alfabetos y que tenían una cierta fortuna. Sin embargo, ni esta minoría determinaba con su voto efectivo a las autoridades electas.
Pero además, entre 1833 y 1861, Chile vivió un tercio del periodo bajo algún tipo de estado de excepción constitucional (durante los decenios de José Joaquín Prieto, Manuel Bulnes y Manuel Montt) y, más allá de ello, dicho periodo estuvo marcado por una constante represión: “La clara represión fue un hecho recurrente por treinta años. Para los estándares más avanzados de nuestro tiempo, no fue excesivamente salvaje. Dejando aparte su uso como sanción criminal (tampoco muy frecuente), la pena de muerte fue normalmente aplicada en casos donde la oposición se volvía violenta (por ejemplo, en motines militares) y, generalmente, solo un puñado de cabecillas eran fusilados. La prisión, el exilio interno (‘relegación’) o el destierro fueron los castigos corrientes para las formas activas de disidencia” (Simon Collier y William Sater. A History of Chile, 1808-1994; Cambridge University Press, New York, 1996; p.56). Entre las principales víctimas deportadas estuvieron los fundadores de la Sociedad de la Igualdad, en 1850: Francisco Bilbao, José Victorino Lastarria, Benjamín Vicuña Mackenna y Santiago Arcos.
Asimismo, el control cultural gubernamental fue extremo. En 1832, el gobierno (virtualmente ya de Diego Portales) nombró “una junta de tres individuos (Andrés Bello, Mariano Egaña y Ventura Marín) para que, asociados a los que tenía comisionados el gobernador de la diócesis reconocieran y examinaran todos los libros que llegaran a las aduanas, antes de ser despachados y entregados a sus dueños” (Domingo Amunátegui. La Democracia en Chile; Edic. Universidad de Chile, 1946; p. 65). De acuerdo a Amunátegui, esto era un síntoma de que “las suspicacias y restricciones de la colonia volvían a renacer. Como si los ciudadanos de una república libre pudieran equipararse a los religiosos de un convento” (Ibid).
Pero el régimen fue generando una creciente oposición entre los sectores más liberales de la oligarquía, particularmente de provincias, ya que además de fuertemente autoritario, el sistema estaba muy hegemonizado por la elite santiaguina. De este modo, tanto al comienzo (1851) como al final (1859) del gobierno de Manuel Montt, hubo dos guerras civiles generadas luego de sublevaciones en Concepción, La Serena y Copiapó. Pero además, la oligarquía comenzó a organizarse en partidos políticos en torno a los ejes clerical-laico y autoritario-antiautoritario. Aunque este último fue más virtual que real, pues los grupos antiautoritarios opositores se convertían en autoritarios una vez en el gobierno. Así, se crearon los partidos Conservador (clerical), y los laicos más moderados Nacional (o Montt-Varista) y Liberal, y el más extremo, el Radical. Pero todos ellos no solo compartían su composición oligárquica, sino que además tenían las mismas posturas liberales respecto de política económica y consideraban que al Estado solo le cabía intervenir en la promoción de la educación y las obras públicas, dejando todo el resto (incluyendo la miseria extrema que preponderaba en el país) en manos del libre mercado.
Aunque Manuel Montt ganó la guerra civil de 1859, no pudo imponer a su sucesor preferido: Antonio Varas. De esta forma, llegó a la Presidencia el moderado José Joaquín Pérez que liberalizó significativamente al país. De partida dejó de recurrir a estados de excepción constitucionales; en 1861 hizo aprobar una ley de amnistía para los enjuiciados por delitos políticos; derogó la represiva ley de responsabilidad civil de 1860 que establecía que “los autores y cómplices, directos o indirectos, de un motín, serían solidariamente responsables de los perjuicios que sufrieran la fortuna pública y la privada, y de los gastos gubernativos destinados a restablecer el orden” (Amunátegui; p. 149); y mediante una ley interpretativa se reformó la Constitución permitiendo formalmente a los no católicos “que profesaran su religión en edificios de propiedad particular (lo que ya en la práctica se les permitía a los británicos asentados en el territorio) y que fundaran escuelas privadas para la enseñanza de la misma” (Ibid.; p. 178). Aunque, por otro lado, fue Pérez quien hizo aprobar las leyes expoliatorias de La Araucanía y quien comenzó la ofensiva militar para despojar a los mapuches de esos territorios.
LOS GOBIERNOS LIBERALES
Los gobiernos liberales que le siguieron, más allá de su discurso y de ciertas “leyes laicas” (de registro y matrimonio civil, y de cementerios laicos) hicieron muy poco por liberalizar el país y nada por disminuir el gigantesco poder presidencial. En materia de libertad de expresión se sustituyeron las penas de cárcel por multas, aunque se “calificaba de abusos de la libertad de imprenta los ultrajes a la moral pública y a la religión del Estado, los escritos en que se tratara de menoscabar el buen concepto de los funcionarios públicos y los que tendieran al mismo fin con respecto a las personas privadas” (Ricardo Donoso. Las Ideas Políticas en Chile; Fondo de Cultura Económica, México, 1946; p. 372). Asimismo, se reguló la libertad de asociación de tal manera que las asociaciones y fundaciones sin fines de lucro podían (¡y pueden hasta hoy!) ser disueltas por el presidente de la República si a su solo juicio “llegan a comprometer la seguridad y los intereses del Estado o no corresponden al objeto de su constitución” (Abdón Cifuentes. Discursos, Tomo I; Esc. Tip. de La Gratitud Nacional, 1916; pp. 581-2). E incluso se aprobó una ley electoral que estableció el sufragio universal alfabeto masculino, al estipular la presunción de que todo varón que supiese leer y escribir tenía la renta necesaria para tener derecho a voto. Pero dicha ley quedó totalmente en el papel, en la medida que el Poder Ejecutivo continuó controlando plenamente el sistema electoral. Quizá el único progreso efectivo lo constituyó el decreto que en 1877 le permitió la entrada a la mujer a los estudios universitarios.
La continuación de la voluntad presidencial de controlar las elecciones fue constatada por el entonces ministro conservador, Abdón Cifuentes, en un diálogo que tuvo con el presidente Federico Errázuriz Zañartu en 1871: “¿Cuándo podremos tener verdaderas elecciones? -‘Nunca’ me replicó (el presidente).
Es muy doloroso para mí oir eso. Yo creo sinceramente en las ventajas de la República, pero con las máquinas electorales que aquí se usan las elecciones y la República son una simple comedia.
-‘Es que usted mira las cosas de tejas arriba y en política es preciso mirarlas tejas abajo’.
Siento, señor, disentir de su opinión. Yo creo que en política, como en todo, debe reinar la verdad y la justicia…
-‘¿Pero es usted tan inocente, me dijo, que no ha visto que todos los partidos compran estas papeletas (de calificación para tener derecho a votar) y hacen votar con calificaciones ajenas?’.
Sí, señor, lo he visto y lo deploro, pero hay una diferencia: que los partidos las compran, mientras el gobierno tiene fábrica gratis de ellas y lo que más me mortifica a mí, es que el mal ejemplo venga de arriba; porque se extiende como mancha de aceite sobre las capas inferiores. ¿Qué esperanza puede quedarnos de que se moralicen los actos electorales y de que los ciudadanos cumplan las leyes, si nosotros somos los primeros que las violamos?
El mal humor de S.E. subió a tal punto que se le desbocó el caballo y me lanzó este brulote: -‘Es usted muy cándido’.
Señor, le contesté, prefiero ser cándido a ser pillo”. (Cifuentes; 1936; pp. 69-70).
EL AUTORITARISMO
Y lo anterior lo confirmó desembozadamente el liberal Domingo Santa María en un autorretrato dirigido, luego de ser presidente, al Diccionario Biográfico de Chile: “Se me ha llamado autoritario. Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos. Y esto que reconozco que en este asunto hemos avanzado más que cualquier país de América. Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante, y no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia. Se me ha llamado interventor (electoral). Lo soy. Pertenezco a la vieja escuela y si participo de la intervención es porque quiero un Parlamento eficiente, disciplinado, que colabore en los afanes de bien público del gobierno. Tengo experiencias y sé a donde voy. No puedo dejar a los teorizantes deshacer lo que hicieron Portales, Bulnes, Montt y Errázuriz (…) en las dos veces que fui ministro (…) aprendí a mandar sin dilaciones, a ser obedecido sin réplica, a imponerme sin contradicciones y a hacer sentir la autoridad porque ella era de derecho, de ley y, por lo tanto, superior a cualquier sentimiento humano” (Mario Góngora. Ensayo Histórico sobre la Noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX; Edit. Universitaria, 1992; pp. 59-60).
Asimismo, la identidad con la herencia autoritaria de Portales la confirmó el propio Balmaceda en su conflicto con la mayoría del Congreso, al escribirle a un amigo: “Entregaré mil veces la vida antes de permitir que se destruya la obra de Portales, base angular del progreso incesante de mi patria” (Jaime Eyzaguirre. Fisonomía Histórica de Chile; Edit. Universitaria, 1992; p. 161).
Sin embargo, esta virtual monarquía absoluta iba a generar cada vez más reacciones en contra de una oligarquía crecien-temente poderosa, rica y culta. Así, ya en las elecciones parlamentarias de 1882 hubo indignadas reacciones de los partidos opositores frente a las intervenciones electorales del gobierno de Santa María. Peor aun fue en las elecciones del mismo tipo de 1885, en que la intervención violenta del gobierno se tradujo a nivel nacional en 45 personas muertas y 160 heridas (ver José Miguel Yrarrázaval Larraín. El Presidente Balmaceda, Tomo I; Edit. Nascimento, 1940; p. 308). Y por cierto, todo esto culminó con la sublevación de la mayoría congresista contra el intento de Balmaceda de imponer a su sucesor, lo que condujo a la guerra civil de 1891.
El carácter virtualmente monárquico del Chile del siglo XIX ha sido reconocido por historiadores liberales y conservadores. Entre los primeros, Domingo Amunátegui señala que “la nueva Constitución (de 1833) consagró las bases de un régimen verdaderamente monárquico” (Ibid.; pp. 64-5); y Ricardo Donoso que “el presidente (…) era un verdadero monarca con título republicano” (Ibid.; p. 109). Entre los segundos, Jaime Eyzaguirre afirma que las instituciones decimonónicas chilenas “decían poco de república democrática y hablaban más de monarquía electiva” (Ibid.; p. 130); y Alberto Edwards señala que “es cierto que Portales restauró entre nosotros el principio monárquico hasta el punto en que ello era prácticamente posible; pero conservó las formas jurídicas de la República” (La Fronda Aristocrática; Edit. del Pacífico, 1972; p. 267)
FELIPE PORTALES (*)
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor, Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 867, 23 de diciembre 2016).
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