PF en la Palestina arrasada
Las aceitunas de la ira
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EL redactor de PF, Paco Peña, ante la
Muqata destruida en Ramalá. |
Uno de los dioses del Olimpo -clemente y misericordioso- me
permitió regresar en noviembre a Tierra Santa. El reencuentro
es cordial con esta tierra y con los amigos, alrededor de unos
exquisitos peces levantinos al horno. Hablamos del tema inevitable
en esta región: la deseada y renuente paz. También
de los inverosímiles e irresolutos problemas que crea este
conflicto entre una norteamericana laica y un musulmán
jerosolimitano. Desde la terraza de su casa y teniendo como marco
la cúpula dorada de Al Aksa, bebemos discretamente en este
mes de Ramadán, unos cuantos “arak”, la anisada
bebida nacional palestina.
Audrey, abogada y defensora de prisioneros palestinos, habla de
la discriminación que sufren los ciudadanos israelíes
no judíos: “Están marcados en el registro
civil. Los que no pertenecen a esa confesión tienen numerosas
dificultades en lo relativo a sus derechos personales, sea el
matrimonio, divorcio o entierro. El matrimonio civil no existe
en la llamada democracia israelí. Un emigrante ruso que
no es judío -y hay muchos- o un israelí laico que
rehusa el matrimonio religioso, no puede casarse en Israel. La
única solución es que se case en el extranjero”.
Es lo que tendrán que hacer Audrey y Bassem, si las autoridades
israelíes le permiten salir a este último.
Bassem nos explica que durante la última cosecha de aceitunas,
colonos judíos armados y protegidos por el ejército
israelí, atacaron a los campesinos palestinos de Akraba,
en los alrededores de Naplús: “El año pasado
arrasaron más de mil olivos y envenenaron a más
de doscientas ovejas -dice-. Lo que quieren es apoderarse de las
pocas tierras que aún tenemos”.
Es así como los campos van siendo abandonados. Antes de
la Intifada, en dicha región más del 30% de las
familias vivía de la agricultura. Días más
tarde, en Cisjordania, una viuda palestina nos diría que
a pesar del peligro que conlleva la recolección de aceitunas,
volverá a recogerlas: “Es nuestra única fuente
de recursos y no podemos dejar que los israelíes se apropien
de nuestra tierra”, dice.
Los colonos israelíes más recalcitrantes se han
agrupado en una organización -Yesha- y en connivencia con
el gobierno de Tel Aviv prosiguen el despojo de los palestinos,
creando nuevos “maharazim”, enclaves o colonias, ilegales
incluso según la propia legislación israelí.
El objetivo es claro: multiplicar las colonias para hacer fracasar
todo intento de negociación con la parte palestina.
Las trastabillantes fundaciones de lo que fue el proceso de paz
de Oslo, parecieran estar en el mismo estado en que se encuentran
las ciudades de Cisjordania luego de casi un año de incursiones
y reocupación israelí: devastadas.
DIPLOMATICO CHILENO
EN RAMALA

Esta falta de perspectivas nos la confirma Mario Scheggia, representante
de Chile en Ramalá ante las autoridades palestinas desde
hace cuatro años. Ha vivido las vicisitudes ligadas a la
aplicación de los acuerdos de Oslo: “Fue una época
hermosa, los palestinos volvieron luego de un largo exilio y se
reinstalaron en su patria, construyendo edificios, casas, escuelas,
hospitales, rutas. Las obras se iniciaban todos los días.
Ahora puedes ver, todo ha sido destruido, hasta las canalizaciones
de agua potable, las líneas de teléfono, los postes
de alumbrado público y las escuelas, debido a la voluntad
de terminar con el proceso de paz de Oslo e impedir la materialización
de un Estado palestino”.
Mientras conversamos en su domicilio a las afueras de Jerusalén,
observo a unos doscientos metros el muro en construcción
destinado a separar a israelíes de árabes. En el
fondo, tras el muro y unas grandes rejas de hierro, un centro
de telecomunicaciones del ejército israelí. El diplomático
chileno esboza una sonrisa cansada: “Chile ha tenido el
mérito de ser el único país latinoamericano
que ha abierto una representación diplomática en
Ramalá. Ayudamos en la medida de nuestras posibilidades
a hacer realidad este embrión de Estado. Hemos apoyado
cuanta iniciativa se ha planteado en favor del pueblo palestino,
por ejemplo, copatrocinamos en estos momentos un proyecto internacional
en favor de los niños palestinos. Espero que nuestro país
resista a las presiones que se ejercen y continuemos por este
camino”.
El automóvil del embajador chileno corre raudo por la ruta
para funcionarios internacionales, diplomáticos y carros
del ejército ocupante: tierras aparentemente baldías
y rocosas que se suceden durante los veinte minutos que tardamos
en llegar al último control antes de Ramalá. Junto
a los soldados, un enorme tanque israelí vigila la casi
inexistente afluencia de vehículos haciendo innecesarias
evoluciones. En sentido inverso, una larga cola de palestinos
inicia la cotidiana espera, no exenta de vejaciones y humillaciones.
Trasponemos este último check point y nos encontramos nuevamente
en Ramalá, la hasta hace unos meses floreciente sede del
gobierno palestino.
Al aproximarnos a la Muqata, o lo que queda de ella, trato de
rememorar mi anterior estadía, fijando la vista en las
callecitas que me recuerdan Chile. Pero es sólo un recuerdo
fugaz y evanescente, en pocos meses la realidad de la guerra se
ha encargado de transformar el rostro de esta ciudad.
La manzana donde está ubicado el cuartel general del presidente
Arafat ha sido destruida completamente: edificios públicos
y ministerios derribados a cañonazos, con tanques y excavadoras;
por aquí muros quemados y llenos de orificios de balas
de diversos calibres. Más allá, portones con sus
hierros retorcidos, cadáveres de automóviles calcinados
y aplastados por las orugas de los tanques; a mi derecha, cráteres
causados por misiles y obuses; dunas de escombros, tierra, cemento
y hierro. Descubro un estoico e irrisorio árbol que se
mantiene en pie mirando escrutadoramente a la Estatua de la Libertad
-copia de yeso de su símil neoyorquina- que los soldados
palestinos han instalado sobre los restos del ala semiderruida
de un edificio.
Camino en dirección de la entrada principal y mientras
atravieso este terreno desolado, verdadero campo de Agramante,
los pocos soldados de la guardia de palacio que quedan, me hacen
signos amistosos con la mano. Sobre la ciudadela, mudo testigo
de los enconados y desiguales combates librados durante estos
meses entre el puñado de defensores y uno de los ejércitos
con mayor poder de fuego del mundo, una banderita palestina, flamea
al viento. Tengo la impresión que, desgarrada y chamuscada,
sobreviviente milagrosa de los combates, es aún más
bella.
A la derecha de la entrada al recinto que conduce al despacho
presidencial, albañiles palestinos sobre unos andamios,
reconstruyen el corredor del segundo piso que unía las
dos alas principales de la Muqata. Converso con Alí, secretario
de prensa de la presidencia, y uno de los guardias: “Muchos
de nuestros compañeros murieron bajo el fuego del enemigo,
otros están detenidos”, me dice. Un periodista de
un país árabe exclama cuando se percata de mi nacionalidad:
“Ah, usted viene del país de Salvador Allende”.
La mención de ese nombre en estos lejanos parajes me hunde
en el recuerdo de otro presidente prometeico, combatiendo en su
palacio en llamas.
A pocos metros de allí, el presidente Arafat recibe a diplomáticos,
habla con sus representantes en el extranjero, da órdenes,
coteja informaciones. Su popularidad ha ido en aumento, a la par
de las humillaciones y del aislamiento a que lo ha querido someter
Sharon. Centenares de palestinos han muerto y muchas de las víctimas
no son combatientes. Sharon ha querido destruir “la infraestructura
del terrorismo”. Pero la inseguridad de los israelíes
aumenta. La bestial represión, lejos de poner término
a estas acciones no cesa, empujando a muchos hombres y mujeres
desesperados, a inmolarse en territorio israelí.
Arrasando lo que existía como embrión de Estado
palestino, Sharon ha pretendido borrar con sus blindados la virtualidad
de un Estado palestino, tal como lo vislumbró la conferencia
de Madrid hace más de diez años y los posteriores
acuerdos de Oslo.
Vuelvo varias horas después a la representación
chilena, distante sólo unos trescientos metros. Mario Scheggia
me hace servir en su despacho un reconfortante café. Los
cristales de los ventanales ya han sido reparados y bebemos sin
pronunciar palabra, bajo la mirada indiferente de un Ricardo Lagos
fajado con su banda presidencial.
Luego hablamos off the record, hasta el amanecer...
LA PLAZA DE LOS LEONES
He vuelto a caminar por las calles de esta ciudad tantas veces
ocupada. Nuevamente estoy en la Manara, la Plaza de los Leones,
centro neurálgico de Ramalá. Un políglota,
vendedor de jugos de frutas me habla en una especie de “british-francoitañol”:
“Los soldados israelíes me rompieron la cerradura
y se robaron dos jugueras”. Me hace una exquisita leche
con plátano. Tiene una vieja foto amarillenta de la plaza,
que data de los años cincuenta: “Mi familia era de
Jaffa y cuando el enemigo ocupó nuestra patria, tuvimos
que huir”.
Al atravesar la plaza, un hombre me abraza con efusión.
Es Issam, un sociólogo con el que estuve en marzo último,
cuando el primer cerco de Ramalá, que trabaja en el Centro
Palestino de Estadísticas. Me invita a su pueblo, cerca
de Jenín: “La represión ha sido terrible”.
Nos despedimos y le prometo llamarlo.
Recorro pausadamente las callejuelas por donde esquivé
en marzo último (ver PF 516), el cerco tendido por los
blindados israelíes. Rayados y graffitis en muros se suceden.
Varios enormes afiches saludan el coraje de Marwan Barghuti, el
legendario diputado y jefe del Fatah en Cisjordania, arrestado
el pasado 15 de abril. El ejército israelí lo acusa
de dirigir una organización clandestina que se habría
autonomizado del Fatah, la Brigada de Mártires de Al Aksa.
Premonitorio, Marwan Barghuti había escrito en las columnas
del Washington Post: “Tal vez me asesinen, pero yo reivindico
el derecho de legítima defensa. No soy terrorista ni pacifista.
Sólo quiero poner término a la ocupación
extranjera en mi país”.
Barghuti goza de una gran popularidad y ésta no es su primera
detención. Nacido en 1959 cerca de Ramalá, fue condenado
por primera vez en 1978, a cuatro años de prisión.
Liberado en 1983, estudió ciencias políticas en
la Universidad de Bir Zeit. Con años de clandestinidad
en el cuerpo, Marwan fue perseguido por los servicios israelíes
y desde 1988, al inicio de la primera Intifada, fue el alma e
inspirador del movimiento de masas contra el ocupante en Cisjordania:
“Si no hubiese sido por él, el Fatah hubiera sido
sobrepasado por el Hamas”, nos dice sonriendo Leila, una
bella ramalense que no escatima elogios sobre Barghuti: “Es
un hombre entero que afrontará como debe a sus carceleros.
Nunca ha tenido pelos en la lengua y hasta sus relaciones con
las autoridades palestinas no están exentas de contradicciones”,
termina.
Marwan Barghuti, preso en un campo de prisioneros en el desierto
de Neguev. A través de él, es a la Intifada a la
que pretende juzgar el ocupante.
El nivel de vida del pueblo palestino se ha degradado a ojos vistas.
Los chek points, controles, cercos y confiscación de tierras
se han acentuado, así como la cesantía y las enfermedades
ligadas a la falta de medicamentos y recursos. Al mismo tiempo,
la realidad de un Estado palestino tiende a alejarse.
Mi deambular me conduce hasta la mezquita de Al Ain, frente al
hotel que me albergó durante algunos días en marzo.
La fachada ha sido reparada, pintada y los cristales repuestos.
“Yo sabía que usted volvería”, me dice
Rami al recibirme. “Es el clemente y misericordioso que
así lo ha querido”, le contesto en medio de una media
docena de amigos reunidos. Faltan algunos y decido no preguntar
por ellos.
Ramadán obliga, tendremos que esperar hasta que caiga la
noche para comer y beber té con menta. Luego llega Jaber,
mi colega de la Universidad de Bir Zeit(1): “Los israelíes
mantienen un cerco militar, controles y vejaciones, prohíben
la circulación y hacen prácticamente imposible el
acceso a nuestra universidad. Es una política que hace
parte de un todo y que niega los derechos de la nación
palestina. Yo quisiera hacer un llamado a los profesores, estudiantes
de todos los países civilizados, para que nuestros derechos,
en este caso, el derecho a la educación, suscite las necesarias
iniciativas y solidaridad”. Muy intrigado, me agradece los
libros recibidos: “Las vías que escoge el clemente
y misericordioso para hacer llegar a los amigos obras de autores
malditos, son inescrutables”, le digo sonriendo y aprovecho
de narrarle la historia de “La piel de Dios”, de Eduardo
Galeano. Todos aplauden al final del relato. Viendo a tantos jóvenes,
que a pesar de las difíciles circunstancias no pierden
la esperanza y la moral combativa, decido alojarme por unos días
en el hotel.
ELECCIONES EN ISRAEL: UNA POSIBILIDAD PARA LA PAZ
En la noche del domingo 10 de noviembre tuvo lugar un atentado
en el kibutz Metzer, cerca de Tulkarem, causando la muerte de
cinco civiles. Las autoridades palestinas condenaron dicha operación.
Días después, Ahmed Soboh, viceministro de Planificación
y Cooperación Internacional, me explicaría: “Abogamos
por un sistema pluralista. Consideramos normal que haya grupos
políticos palestinos que impugnen nuestra política.
Pero la autoridad emanada de un proceso eleccionario debe ser
plenamente ejercida. No estamos de acuerdo con que dispongan de
armas otras fuerzas que aquellas que deban tenerlas, y no se puede
aceptar que un grupo opositor pueda implicar con sus acciones
a todo el pueblo palestino. Condenamos de manera categórica
los actos suicidas en Israel, por una cuestión de principios.
Nuestra lucha es esencialmente noble, humana y limpia. Creemos
que la solución pasa por el reconocimiento de dos Estados.
Nosotros reconocemos al Estado de Israel. Por lo tanto, no se
debe efectuar operaciones dentro del territorio que le reconocemos.
Las víctimas civiles son una especialidad de Sharon”.
Ahmed Soboh pone énfasis en el carácter legítimo
y revolucionario -dice- del mandato popular detentado por los
dirigentes palestinos, legitimidad “que Hamas y Yihad no
han tenido nunca. No pueden determinar lo que debemos hacer. Dicho
esto, jamás iniciaremos un enfrentamiento interno que sólo
favorecería al ocupante. En estos momentos, negociamos
con Hamas y otros grupos sobre la idea siguiente: la lucha política
para poner fin a la ocupación israelí, es un mandato
expreso emanado del pueblo soberano, mediante elecciones generales.
Nuestra acción está guiada por el interés
supremo de nuestro pueblo. Es una lucha de liberación nacional
y convocamos a todos los movimientos, grupos políticos
y sectores sociales palestinos para terminar con la ocupación,
pero siempre sabiendo que quien determina el rumbo político,
es aquél que el pueblo palestino ha elegido en las urnas.
Hasta hoy, somos los que tenemos dicho mandato. Si estamos equivocados,
las próximas elecciones generales palestinas nos lo dirán”.
Ahmed Soboh se pasea nervioso por su oficina hablándonos
de las futuras elecciones israelíes del próximo
28 de enero: “La cuestión palestina y el millón
de electores israelíes de origen árabe, constituyen
el factor decisivo. Si las elecciones las gana el alcalde laborista
de Haifa, Amram Mitzna, podría reagruparse lo que fue el
‘bloque por la paz’, con los diputados árabes,
Meretz y otros partidos. Ahora bien, es posible que la extrema
derecha encabezada por Sharon gane, pero ya habrá una fuerza
de oposición estructurada en favor de la paz”.
Amram Mitzna, el candidato laborista, ha explicado que si es elegido
reanudará inmediatamente las negociaciones con los dirigentes
palestinos y desmantelará los enclaves israelíes
en Gaza. Ha hecho además un llamado a los colonos de Cisjordania
para que vuelvan a Israel: “Yasser Arafat es nuestro enemigo.
Pero la paz sólo se puede firmar con el enemigo. Sharon
aduce que las negociaciones sólo pueden comenzar cuando
haya tranquilidad. Yo digo que hay que negociar como si no hubiera
violencia y debemos luchar contra la violencia como si no hubiese
negociaciones... el interés de Israel, pasa por la creación
de un Estado palestino”.
Mis pasos me conducen al mercado que colinda con la Plaza de los
Leones. Cambio dinero en un banco y entablo conversación
con sus amistosos propietarios. Conocen Chile, todos parecen tener
en esta ciudad un pariente o amigo que años atrás
se avecindó en nuestro país: “Vivimos una
ocupación militar despiadada. La situación es muy
mala desde el punto de vista político y económico”,
confidencia el mayor. “Pero esperamos conquistar nuestra
libertad al precio que sea. Mis saludos a nuestros hermanos de
Chile. Si Dios lo quiere, seremos libres y los que quieran podrán
volver a terminar sus días en Palestina”.
Aunque la conversación ha sido en inglés, me quedo
con la sensación de haber departido con unos viejos palestinos
del barrio Recoleta de Santiago.
Por la tarde y gracias a un amigo ramalense que habla perfecto
español, recorro el campo de refugiados de Al Amari, en
la comuna de Al Bireh, en Ramalá. Una niñita de
once años nos expresa con candor: “Los soldados israelíes
nos impiden jugar, ir a la escuela... puesto que instruirse es
un arma. Quiero que mi patria esté en paz... Quiero ser
profesora”… Saludo efusivamente a esta futura colega,
mientras un pequeño de doce años me toma de la manga
y señala: “Me llamo Mohamed Abdel Tur, mi hermano
está detenido hace doce años -mi edad- en una prisión
israelí, porque hirió a puñaladas a tres
soldados enemigos que lo golpeaban”...
Deambulo por las polvorientas calles de este campo, que data de
los años cincuenta. Me detengo frente a un taller de bicicletas,
al costado de una mezquita que ostenta banderas del Yihad. El
reparador de bicicletas me explica: “Vivo aquí hace
55 años, soy de la región de Lod, ocupada por el
enemigo en 1948. Antes de la Intifada trabajaba y podía
subsistir. Tengo siete hijos y ahora no hay trabajo ni reposo
debido a las incursiones israelíes. Por eso también
trabajo como cargador en el mercado”. Se disculpa por no
ofrecerme un té debido al Ramadán: “¿El
futuro? Mi esperanza está en Dios. El es más grande
que todo este sucio mundo terrenal. Quiero que haya paz y Dios
nos la dará”.
Nuestra visita a Ramalá toca a su fin y nos despedimos
de los amigos. A las 19:45 horas, una emboscada tendida por combatientes
palestinos en Hebrón -ciudad palestina de 130.000 habitantes,
donde existe un enclave de 500 colonos ultras fuertemente armados-
ha causado doce bajas a los militares isarelíes, entre
ellos, un coronel. Los dirigentes palestinos se abstienen de condenar
la operación y Sharon habla de “soldados muertos
en combate”.
En la madrugada, los blindados israelíes bloquean las vías
de acceso a la Muqata, sitiando al presidente Arafat. Al mismo
tiempo, capturan en Bir Zeit a veinte civiles palestinos.
Hebrón ostenta un trágico récord de civiles
detenidos estos últimos meses: diez mil; mil de ellos se
encuentran aún en las prisiones israelíes. Es en
Hebrón donde en 1994, el colono judíonorteamericano
Kach, asesinó a sangre fría a 52 musulmanes que
oraban en una mezquita.
El ministro de Defensa israelí, Saúl Mofaz, ha enviado
más de un centenar de tanques a Naplús y Yasser
Arafat le recuerda al mundo, que cuando los talibanes dinamitaron
las estatuas de Buda en Afganistán, muchos gobiernos protestaron.
“Hoy, cuando las tropas israelíes destruyen en la
ciudad vieja de Naplús monumentos que datan de más
de 4.000 años a.C. no se escucha protesta alguna”,
manifiesta indignado el presidente palestino.
Llega la hora de los abrazos, la partida de Ramalá. Me
he despedido de los amigos prometiéndoles volver. Es un
pequeño instante solemne y emotivo. Faltan algunos desde
marzo último, ¿cuántos ausentes habrá
la próxima vez?
Con Mario Scheggia almorzamos un cordero con arroz, “al
que le llora un vaso de vino”, pero Ramadán obliga,
nos contentamos con una taza de té. Volvemos a Jerusalén
y comprendo que una estancia de cuatro años en Ramalá,
pueda cambiar a un hombre. Se lo digo. Nos abrazamos y le doy
las gracias: “Gracias a ti, por Temístocles”,
me responde. Pero Temístocles es otra historia
PACO PEÑA
En París
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