Punto Final, Nº 863 – Desde el 28 de octubre hasta el 10 de noviembre de 2016.
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LUIS (“Luchín”) Gutiérrez, cronista del barrio rojo de Talca.

 


En varias oportunidades, la literatura chilena (y el periodismo) se ha acercado al “ambiente”, es decir, al sinuoso, contradictorio y, muchas veces, fatídico mundo de la prostitución. Lugar de sociabilidad y solaz. Núcleo de comercio sexual, trata y engaños, origen de diversos problemas de salud. Lugar de apogeo y caída de cientos de hombres y mujeres: la bestia tiene muchas cabezas. Lo inusual ha sido una mirada desde el mismo pueblo, quien gozó o padeció salones y catres. Más aún, escrito desde la provincia.
En el caso de Talca, fue en una calle donde se concentró este mundo. La 10 Oriente, entre la 3 y la 5 Sur. El juicio popular bautizó este sector como La Sota, en alusión a la carta del naipe español que indicaba la decena, así como un no tan velado guiño a la presencia femenina en los comercios allí radicados. El barrio rojo tuvo su periodo vital entre la década del 30 del siglo pasado, y los primeros años de este milenio. Su fulgor coincidió con el despegue industrial de la capital del Maule en los 60. Su proceso de aniquilamiento comenzó con el toque de queda dictatorial; luego el estremecimiento de los terremotos de 1985 y 2010 terminaron por mandar a tierra -de vuelta al polvo, literalmente- a las casas de remolienda.
Esta es la historia que narra Luis “Luchín” Gutiérrez, un talquino que hoy se empina en los 75 años, en La Sota. Crónicas de un barrio rojo, publicado por Ediciones Inubicalistas, de Valparaíso. Si bien es su tercer libro, Gutiérrez no se considera un escritor. “Fue expresar las ideas, usar el idioma que hablamos todos. De vez en cuando una puteada...”, comenta. Pensionado, y tras cumplir con la educación de sus hijos, hoy tiene tiempo para escribir. Junto a La Sota..., el hombre ha producido Unión Pacífico: Más que un club de barrio y Un viaje como el de tantos. En todos, su memoria reconstruye pasatiempos, personajes y faenas. Gutiérrez ha sido obrero metalúrgico, tornero, fabricante de escobillas, cantante de boleros y baterista, además de realizador de las primeras versiones impresas de sus libros. En el caso de La Sota..., la de este año es su tercera edición. Un best-seller a escala talquina, vendido puerta a puerta por su autor.
Con Luchín Gutiérrez recorremos lo que fue la calle de las “pícaras mujeres”, como las denomina. Hoy sólo se aprecian ruinas, sitios eriazos y construcciones recientes y livianas, que albergan, principalmente, negocios del rubro automotriz. Le tomo una foto delante de un terreno baldío. “Acá había un clandestino”, cuenta. Caminamos un poco más. Me muestra a uno de los “cabrones” del barrio, hoy retirado. Luego recalamos en la plaza de la Loba, frente a la estación ferroviaria en reconstrucción. Finalmente, llegamos a un diminuto bar cerca del rodoviario. Bebemos una cerveza.

EL CEDAZO
“Yo nací cerquita de La Sota, en el barrio Abate Molina”, cuenta Gutiérrez mezclando biografía y razones para su libro. “De allá escuchaba la música. Después, hasta los 12 años, todos los días transitaba por la 10 Oriente para ir a la Escuela Nº 6. Ya mayor, iba a huevear porque a mí siempre me gustó el chuchoqueo y teníamos un grupito bien selecto de amigos. El sábado, después de jugar a la pelota, íbamos a una picada a comer, luego nos ‘conejéabamos’ y partíamos... Eso lo hacía todo el mundo. Había unas ‘tontas’, hermosas mujeres. Pero uno iba a bailar, a divertirse. No todo era tirarse al ring de las cuatro perillas. Había otro encanto. Era una cosa que subyugaba. Después que me casé, se acabó el recreo pero me tocó conocer el máximo esplendor”, reflexiona. Entre sus amigos de aquel grupo, estaba Germán Castro Rojas, ex intendente (PS), asesinado en 1973.
Gutiérrez aclara que para la escritura lo que no experimentó, o desconocía, se lo preguntó a algunas personas, entre estos, dueños de prostíbulos ya retirados como Ricardo Rivera, propietario del Apolo 11, o Juan Varela, cuya casa (habitación) aún puede verse en el barrio. “Les tuve miedo cuando saqué el libro, por si lo encontraban malo. Les regalé un ejemplar y les pregunté; me dijeron que estaba bueno... Eso me dio confianza. Me preocupaba que estuvieran de acuerdo con lo que estaba escrito. Los ‘cabrones’ fueron el cedazo”, recuerda.
La Sota... presenta una acabada lista de aquellos locales. Despuntan nombres como Las Colorettes, La Conga, La María Pollo, El Zepelín, El Dandy, El Carrusel del Amor, La Jaula de las Locas y La Marta Rucia. También aparecen personajes como la Pamela, la Rubia Mireya, Electra. La Iluminada, el Cura Lebrel (que intentaba rescatar prostitutas), el Cojo Malaquías Valverde, el Tuerto Simón y el Choro Damián, así como ferrocarriles humeantes, funerales que se transforman en comparsas, fantasmas bailarines y clubes de fútbol germinados por el “ambiente”. “Todas las cosas son verídicas pero yo le fui poniendo cosecha a la historia”, comenta enigmáticamente, y nos hace pensar sobre la promiscuidad entre ficción y no ficción, rastreable en toda obra que surge desde la memoria.

LUCES Y SOMBRAS
El libro se estructura cronológicamente. Desde un bíblico: “Hágase La Sota y la Sota fue hecha”, que pone inicio al barrio cuyo rasgo principal no tuvo fecha establecida. Luchín Gutiérrez lo esboza hacia la década de 1930. Calles con “escasa y mala iluminación”, clientes “odiosos y pendencieros”, protagonistas de riñas y ajustes de cuentas, en que muchos terminaron cuerpo en tierra. O bajo esta. De ahí la cantidad de animitas en el sitio, señala su autor.
En sus páginas se plantea cómo la población femenina de La Sota provenía de dos segmentos: quienes se hacían prostitutas por placer (“el alistamiento voluntario”) y las que eran reclutadas mediante promesas de bienestar laboral y personal que, luego, se extinguían como el humo. Era una época donde el latifundio reinaba sin contrapeso en el Maule, quedando los campesinos a merced de la pobreza y el hambre. “Esa parte fue un testimonio. Me contaron que había compadres que iban al campo a buscar ‘minas’ y las engañaban”, comenta el autor. Pese a su talante más bien humorístico y sarcástico, el texto describe cómo estas muchachas eran violentadas sexualmente, primeramente por hombres que habitaban el lupanar. Tras aquello se gestaba el cambio de mirada, producto del tránsito entre “el estado lánguido y lento del mundo campesino” al de la prostitución: “Hay que ponerle el hombro, hasta que el cuerpo aguante o hasta que el destino nos presente la oportunidad de revertir esta condición”, escribe Gutiérrez, ensayando una inmersión en la mente de aquellas mujeres. Algunas, al cabo de unos años, se transformaban en regentas. Otras conseguían escapar del ambiente pero de un número significativo, no quedan rastros. La vida era rigurosa. Más aún en una época donde los preservativos no eran corrientes y las enfermedades venéreas, muy comunes. “Realmente era una lotería. Había controles sanitarios pero los pringaos hacían nata”, señala el autor.
También son narrados otros oficios, en un mundo que se retroalimentaba. Como “los campanilleros”, vigías apostados en las ventanas encargados de avisar cuando venía la policía; así como “los fiocas”, o cafiches. También hay mención para los surtidores de tortillas y huevos cocidos, así como peluqueras y especialistas en belleza, a quienes acudían las mujeres. “De lo que fui no me arrepiento para nada. Brindé alegría, placer y trabajo a muchas personas; cumplí una gran labor social”, puede leerse al inicio. “Ese fue el concepto que yo tomé de La Sota. Pudo aglutinar a la gente en pos de cosas como del barrio, como el (club deportivo) Vanguardia Unida (aún en pie). Eran muchos los que dependían de La Sota”.

FANTASMAS
Otra de las cuestiones que relumbra en el libro es el uso de palabras tales como “chimbiroca”, y su derivado, el verbo “chimbiroquear”, aplicable a mujeres y remolienda. Pero hay más: “estrilar”, por alegar. O denominarle “samuel” al pene. U “oro de Mackenna” al excremento.
Ya que estamos, le pregunto si conoce La Manzana de Adán, libro testimonial sobre Evelyn y Pilar, dos travestis prostitutos y su madre, Mercedes, realizado por la periodista Claudia Donoso y la fotógrafa Paz Errázuriz, a fines de los años 80. Algunas de las imágenes del texto fueron registradas en La Sota talquina, en específico en el prostíbulo denominado La Jaula de las Locas. Responde. “Yo leo poco. A lo mejor, no leo muchos escritores porque tengo el defecto que no absorbo lo que estoy leyendo. No puedo concentrarme. Además, a estas alturas, qué voy a estar leyendo; prefiero escribir”, señala sin rodeos.
Esa relación, más bien trasparente con la escritura es la que, pese a los juicios que pudieran hacerse, caracteriza el trabajo de Luchín Gutiérrez. También él lo indica de un modo limpio aunque no despojado de trascendencia: “Hago una relación entre lo que escribo y la gente que veo pasar desde mi ventana... Así vi pasar el tiempo. Escribo para combatir el estrés y la monotonía. Otros caballeros de mi edad no hacen nada”.
Así las cosas, prepara un nuevo libro, también producto de su memoria, donde mezcla realidad y “cosecha”. El título se las trae: El fantasma de Michael Jackson

FELIPE MONTALVA
En Talca

(Publicado en "Punto Final”, edición Nº 863, 28 de octubre 2016).

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